Escribe: Carlos Rengifo
No he conocido a una persona tan afincada a su tierra como el poeta Ricardo Ayllón, hijo del mar chimbotano, bardo de abstrusos paisajes. El polvo del barrio que lo habitó desde la infancia, aún se deja respirar en sus poros abiertos de vate nostálgico, comprometido a su manera con el lugar natal. Su poemario «Un poco de aire en una boca impura (Ediciones Altazor), es el súmmum de las sensaciones de un testigo meticuloso de su entorno y de su mundo interior volcadas al mar, pero es también el vuelo de la imaginación poética hacia parajes sensitivos, la mezcla de significantes para un significado mayor, el trabajo de contrapuntos escriturales a fin de levantar un muro de contradicciones humanas acerca de un mismo tema.
El libro está constituido por un cuarteto de diferentes tonalidades y texturas. Como el jazz, a veces unos instrumentos se desbordan más que otros, salen del ritmo establecido para liberarse de sus amarras y entrar en la improvisación. Y en medio de este swing de formato prosado y versos libres hay dos textos —a mi entender— en los que la musicalidad viene aparejada con la voz. El tono caudal del poema «En la bahía», que abre propiamente el volumen, nos sumerge en el vasto laberinto de la mitología, pero una mitología muy personal donde lugares llamados Cascurno, Unicré y Lopino se confunden con divinidades bautizadas como Crisanto o Lusen. La brisa marina parece acompañar estos cánticos cadenciosos, aireados, dispersos pero ubicuos, metiéndose entre las rendijas del aliento fabulador que subyuga al bardo de nada nobles conjeturas y sentidos encantamientos, para acabar empozado, con un olor a musgo y malagua, a yuyo y cangrejo, en un sitio tan terrenal como el prostíbuloTres Cabezas, «donde las bacanales ganaron fama por su perpetuidad».

El otro texto es el que magnifica el insomnio dentro del «Cuaderno de obcecaciones», una letanía concienzuda acerca de las horas muertas, de la luz en la penumbra de la vigilia y las consecuencias de tener los ojos abiertos cuando —dice el autor— «mi alma sueña conmigo y no niega más mi temple de peregrino de abismos». Es la duermevela del vate insomne que bucea en su no-dormir, la abertura hacia una realidad más tangible que solo la puede descubrir en la madrugada, mientras el silencio de los durmientes se hace cada vez más pesado y el único que puede escuchar dicho mutismo es él. Es, en suma, el pálpito de la respiración adormecida que trae consigo la liviandad de un cuerpo cansado —el del poeta— puesto en vilo, interpelado por su propio cuestionamiento, vuelto al derecho y al revés en palabras que quieren ser anclas o flotadores de rescate, crucificado sobre el madero de sus pensamientos nocturnos, tal vez los más lúcidos y reveladores, en todo caso, los menos contaminados con el polvillo azaroso del día.
Con este poemario, Ricardo Ayllón revela la sutileza de su voz particular, el ejercicio de los vocablos escogidos en continuo pulimento, añadiendo una placa más a su no tan copiosa radiografía poética que empezó con «Almacén de invierno», en un lejano 1996. Entre buganvillas marchitas y barcas lubricadas, entre deshojaciones y un mar llamado Domingo, con un lenguaje por momentos hermético que se presta más al sentir que al opaco entender, Ayllón transita como Pedro por su casa en su pequeño huerto chimbotano, no el real sino el creado, aquel de un simbolismo que lo acoge con sus formas diversas e interpretaciones múltiples, para satisfacción emotiva de sí mismo y de quienes, al leerlo, intentan conocer al hombre más allá de su equipaje corporal, descubrirlo en la profundidad de sus palabras hechas escritura, en ese desahogo expresivo que, a fin de cuentas, es una de las formas más certeras de conocer verdaderamente a los poetas auténticos.