Escribe Gabriel Rimachi Sialer
En lugares tan disímiles como Lima, South Bend, Mendoza o Hong Kong, las personas están sucumbiendo a la tentación de adquirir un Kentuki, muñeco de moda que posee cámaras de video en sus ojos, tres ruedas en su base, se conectan con Internet WiFi y tienen que ser recargados religiosamente cada cierta cantidad de horas. Además tienen formas diferentes: un cuervo, un dragón, un conejo, etc. Pero este Kentuki físico es a la vez otro: alguien que observa permanentemente al dueño del muñeco a través de esos ojos -cámaras de video- pero que está imposibilitado de comunicarse: los Kentukis no hablan, sólo emiten un ligero gruñido o chillido.
Schweblin nos presenta así un futuro cercano donde estos muñecos aparecen en el mercado para ocupar el lugar de las mascotas tradicionales -reemplazando a los perros, pericos o gatos- ocupando el vacío de una pareja sin hijos, el tiempo y la soledad de una madre olvidada por su hijo o, simplemente, para cometer crueles venganzas adolescentes a cambio de dinero. Los kentukis entonces son dos: el muñeco y quien observa (desde cualquier inhóspito lugar del mundo) a su dueño. Como en uno de los capítulos más tenebrosos de The black mirror, los kentukis se adentran en la vida de quienes los poseen, hurgan visualmente en sus alegrías y miserias, en sus intimidades sexuales o en sus momentos más banales, pero también se involucran al establecer vínculos de dependencia psicológica: llega un momento en que el que observa cree que el destino de quien lo posee depende de éste, su seguridad física o emocional. Es un juego perverso que termina por trastocar los roles mediante la tecnología.
Y aquí la palabra tecnología cumple un rol central: los kentukis generan una dependencia enfermiza en quienes los poseen, si no se recargan a tiempo y se les agota la batería nunca más podrán volverse a conectar a la Internet para establecer contacto con nadie (recuerda a la anécdota del reloj de pulsera en el magistral microcuento de Cortázar), y entonces el temor a perder aquel contacto metálico, sin vida real pero conectado al mundo virtual, despierta inquietudes perturbadoras en quienes lo poseen.
Kentukis está estructurado en breves capítulos escritos con una intensidad que nos va jalando de la mano hasta la intimidad de sus personajes, y he aquí el hecho más estremecedor de la novela: con cada página que volteamos, nos convertimos también en un kentuki, el que observa, silencioso e inquieto, la vida de los demás.
Kentukis (novela). Samanta Schweblin,
Literatura Random House, 2018