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“Retorno”, un cuento de Jorge Hernández

Un hombre recuerda los años felices, donde el aprendizaje es mutuo: aprender a ser padre mientras se aprende a ser hijo. Un cuento de Jorge Hernández.

Publicado

9 May, 2025

Un cuento de Jorge Hernández

Como cada día desde que recibió la noticia, se recostó en el sillón para convencerse que todo había sucedido así. Cerró los ojos y suspiró quedamente. Y otra vez lo despertó el timbre a esa hora tan inusual. Era casi medianoche y aún veía televisión. Se levantó de un tirón y, por el apuro, se colocó las pantuflas al revés. Se tropezó con la punta de la mesita de metal. Preguntó antes y abrió cuando reconoció su voz.

—Buenos días, tío— escuchó del joven con cabeza casi rapada y expresión glacial.

Lo había conocido cuando ambos todavía no cumplían los siete años. Estaba seguro de eso. La memoria le alcanzó su imagen, en pantalones cortos y una polera con un caracol verde en medio, parado en un rincón del jardín en la única fiesta que le celebró a su hijo. Quizá a partir de ese momento, su amistad comenzó a construir lazos que la sangre no. Se hicieron inseparables, primos de cariño, decían. Recordó también a Andrea, vestida con el traje azul con bordes blancos que tanto lo inspiraba, acercándose con ternura al niño tímido y llevándolo de la mano a integrarse con los demás.

—¡Daniel!— dijo. Afuera había empezado a llover.  

De inmediato, lo hizo pasar. Era un departamento pequeño, apenas iluminado, sin adornos ni colores y donde se respiraba aún el humo de cigarrillo. “Tienen que ser malas noticias”, se filtró el pensamiento gris. Recién en ese momento lo observó con detenimiento, llevaba una chaqueta verde sin mangas y un jean. En el brazo derecho tenía un tatuaje, alcanzó a leer “Ser y no…”. Algo innombrable en su actitud y sus modales lo delataban. Esos años habían borrado las expresiones de su rostro. En todo caso, habían dejado solo una que podría ser preocupación, rabia o tristeza. O todas ellas fundidas.

Luego de contarle lo que había significado para ellos el tiempo lejos de su familia, las penurias y la falta de apoyo a los que dan la cara en los momentos cruciales, se convenció que toda esa perorata solo podía ser el preludio de algo grave. Por ello, no se sorprendió verlo después frotarse nerviosamente las manos húmedas en el pantalón. Y enseguida mirar hacia ambos lados y hacer una mueca inescrutable.

Unas gotas imperceptibles de sudor aparecieron sobre sus labrios. Luego, dijo aquello para lo que había venido. Los amigos se habían prometido hacerlo así. Fue uno de esos juramentos que pueden hacerse solo cuando la muerte te respira en la nuca, a la espera del ataque del bando enemigo, haciendo esfuerzos para que los demás no noten el temblor de tu cuerpo, en los campamentos próximos a un campo de batalla, instantes antes del aviso para lanzarse a las fauces del lobo.

—Nosotros elegimos nuestro destino, tío – fue lo único que le ocurrió decir antes de dejar el sobre con sellos oficiales en la mesa metálica y salir del lugar.

Sabía que no cabían los abrazos ni las palabras trilladas en ese momento. Por eso no las esperó y menos de él. Afuera seguía lloviendo. Se quedó inmóvil frente a la ventana empañada, mientras observaba al joven ex combatiente alejarse por las calles lúgubres. Sabía que no lo volvería a ver. Sintió los latidos acelerados de su corazón y un candado cerca de él. Esto no está sucediendo, pensó. Esto no me puede estar sucediendo. Los pensamientos inútiles, las preguntas sin sentido de siempre. ¿A quién le preguntas? ¿A un dios en el que no crees? La vida es como tiene que ser. Ríndete, escucha la voz en su cabeza. Vete a la mierda con tu filosofía cojuda, se responde. Y siente el puñal en el pecho y, otra vez, ahora más grave, el ahogo.

¿Por qué no estoy llorando? Acaba de pasar. La vida se le revuelve en el estómago, siente náuseas, otra vez el malestar físico que solo revela un dolor mayor y más profundo. Jala una silla, se sienta, apoya los codos en sus rodillas y se toma la cabeza con ambas manos, se revuelve las briznas de cabello que le quedan, se las jala, levanta la cabeza y se topa con el triste sillón marrón que lo mira de frente. Sonríe.

—Estuvo renegando todo el bendito día. No me ha dejado cocinar. Está encerrado en su cuarto, llorando y haciendo berrinche— en vez de un “buenas tardes”, lo recibe así su mujer, hablándole desde la cocina sin mirarlo.

—¿Qué pasó?— pregunta, quitándose el saco, aflojándose la corbata.

Tomás escuchó la voz de su padre llamándolo. Se imaginaba cuál sería el castigo ahora. Su mejor amigo le había regalado un trompo y, por más que intentó e intentó de todas las formas posibles, no había podido hacerlo girar. Lleno de rabia, lo había arrojado por los aires y terminó debajo de aquel mueble.

—¡Sácalo de allí!— le ordenó su padre, con voz firme.

Así lo hizo y se lo entregó, junto con la huaraca que guardaba aún en el bolsillo de su pantalón. Se secó las lágrimas. Seguro se lo regalará a alguno de mis amigos, como hizo con el “Monopolio”, pensó. Pero no hizo eso. Tomó el juguete con la mano izquierda y con la otra pasó lentamente la soguilla por alrededor de él, varias veces. Esta es la manera, le dijo. Si no haces esto bien, nunca podrá bailar. Seguidamente, lo lanzó con destreza y una danza mágica iluminó esa noche. Ahora tú, escuchó su voz áspera. Ya en la cama volvió a llorar, pero no por el castigo, que felizmente no llegó, sino por la alegría de saber que tenía un padre al que amaba ahora más que nunca.       

Se dejó invadir por los recuerdos, como el condenado a muerte que acepta todo, consciente de su destino. Es normal, intentó consolarse. Es la mente que busca preservarse, es el ego a la caza de razones para subsistir. Se sirvió un vaso de agua. Buscó en el cajón de su mesa de noche las pastillas de Andrea. Durmió la noche entera, entre penumbras y el fantasma de Tomás en todas sus edades y emociones, haciendo suyo cada espacio. En sueños, lo sobrecogió la evocación de otro momento.

Ese radiante día de agosto, Andrea había pedido permiso en el trabajo. Tomó un taxi y llegó temprano a la escuela militar. Los resultados del examen acaban de ser colocados en la vitrina de las oficinas administrativas. Regresó raudamente a casa para comunicar la buena nueva. Encontró en la sala a su esposo y a su hijo quienes se aprestaban a subir al carro para averiguar aquello que ella ya sabía. Él se emocionó, pero igual quería cerciorarse y le pidió a Tomás que lo acompañara.

Se acercaron juntos a la vitrina y el muchacho empezó a leer las notas desde las más bajas hacia arriba. Pasaron varias y no encontraba su nombre. Y cuando empezaba a temer lo peor, arriba, bien arriba, casi liderando la lista lo encontró. Se lo dijo a su padre con el pecho hinchado. “Es cierto, papá”. Y aunque lo había visto reír mil veces, en las reuniones familiares, en la sobremesa, mientras contaba anécdotas, aquello fue diferente. Era una alegría que le brotó del fondo del alma. Una alegría real y profunda por su primer logro. Esos instantes perpetuos lo acompañarían en los momentos más aciagos y también en el final.

¿Qué pasará cuando finalmente lo acepte? ¿Lloraré por fin? Entiende ahora —quiere entender— que no exista en el diccionario una palabra para definir a quien pierde un hijo. Un huérfano al revés, se mofa. No es el orden natural de las cosas. Entonces toma el látigo de siempre y se lacera. No veré tu sonrisa al recibir a tu mujer en el altar. Tampoco abrazaré a mis nietos. No podré ya nunca preguntarte si llegaste a quererme. Nunca sabré si me perdonaste. Lo despertaron el trino de los pájaros y los rayos de sol que caían en el rostro. Sintió punzadas en las sienes y mucha sed. Se quedó quieto varios minutos, prestando atención a la nada, intentando no pensar. No estás deprimido, estás distraído; odió al cantante poeta que tanto le gustaba cuando joven. Se sirvió café y habitó esta vida un día más. Luego, se recostó en el sillón para convencerse de que todo había sucedido así.

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Jorge Hernández
ama el teatro y es actor. Nunca ha dejado de practicar artes marciales. Lee y escribe siempre. En sus ratos libres ejerce de abogado, estudió en San Marcos.

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