«El diente que faltaba», de Rosemary Fernández

Una nueva presencia en la casa familiar despertará el temor en la menor de los hermanos. Un diente que falta deja un vacío que juega una mala pasada a la imaginación. Una historia de Rosemary Fernández.

Publicado

18 Jun, 2021

Escribe Rosemary Fernández*

En mañanas de sol vibrante y aire fresco como hoy, recuerdo el cielo turquesa sobre las pampas de la quinua en los paseos de domingo, la gente amable y el ambiente familiar en el centro de la ciudad. Recuerdo mi casa y los años de la infancia en Huamanga, pero recuerdo también la sonrisa de Olinda, su figura contra la luz en la cocina, y entonces todo se oscurece.

Vivíamos en casa de mi abuelo. Un terreno extenso donde mi padre tenía un consultorio que daba a la calle. A través de una entrada independiente, se accedía al jardín con los higos, paltos y granadillas que nos recibían con el sonido susurrante de sus hojas al llegar del colegio. Siguiendo el camino de piedra y subiendo dos escalones se llegaba a la cocina, allí era recibido todo aquel que viniera de visita. En la esquina izquierda había una cúpula de barro sobre una base de cemento, era el horno que usábamos en ocasiones de fiesta; al lado y desentonando con el aire rústico del horno estaba la cocina eléctrica. Apenas empujaba la puerta corrediza me recibía el aroma del ajo sofrito mezclado con hierbas frescas. Casi siempre, de espaldas, encontraba a Meche moviendo el guiso del día, pidiéndome que me lavara las manos para comer, pero hacía un mes que Meche se había ido y desde entonces los retornos a casa eran diferentes. Por lo que oí, su esposo le había prohibido seguir trabajando y, desde que se fue, era mamá a quien encontraba en la cocina al llegar a casa.

Como el colegio se encontraba a unas cuadras de la casa, mi hermano mayor, Renzo, pasaba por mi hermano mellizo y por mí para llevarnos a casa. Sí, tengo un hermano mellizo, a él le pusieron José María y a mí María Gracia —muy ocurrentes mis papás—, pero esa es otra historia. Renzo nos esperaba en la puerta de la escuela pateando su lonchera cual pelota, con las rodillas del pantalón sucias, despeinado y con el brillo del sudor en la frente; tenía el uniforme escolar gris y los zapatos que delataban el partido en el arenal. Salimos corriendo al verlo y de camino a casa nos desviamos bajando por el jirón Manco Cápac para poder pasar por la tienda de Don Pablo, un paraíso para los ojos de tres niños de ocho y seis años. Tenían peceras de todos los tamaños, una en la que incluso podría caber Renzo con las rodillas flexionadas. Los peces tornasolados iban de un lado a otro, viviendo en total armonía con la decoración de algas y el cofre del tesoro pirata que se abría y cerraba al compás de las burbujas del tanque. Pasar por allí era una de las cosas en la que los tres siempre estábamos de acuerdo y, a esa edad, eso era muy raro. También estuvimos de acuerdo entonces en que ya era tarde para llegar a casa. Mi hermano Renzo propuso hacer una carrera en el último tramo, llegábamos gritando a la entrada de la casa discutiendo al ganador y, como era costumbre, encontrábamos a papá dándole indicaciones a algún paciente. Él nos miraba con una sonrisa y nosotros entrábamos por el pasillo hasta el hermoso paraíso que —nadie se imaginaba— yacía detrás. Nuestros gritos se mezclaban con los ladridos de “Choco” que nos recibía con sus patas llenas de tierra sobre el uniforme.

Subimos las gradas de la cocina y no era la silueta de mamá la que veíamos en ese momento de espaldas, era más alta y delgada, llevaba una falda negra de paño y una chompa de lana roja que contrastaba con una larga trenza negra que le caía por el  centro de la espalda. Mis hermanos y yo nos quedamos en la puerta de la cocina sin hacer ruido, intentando retroceder en busca de mamá, pero ella nos encontró primero.

—Hola, mis amores ¿Cómo les fue en la escuela?

—¡Bien!— respondimos todos.

—Mamá ¿Quién es la señora que está en la cocina?—Pregunté.

—Se llama Olinda y ella va a estar con nosotros reemplazando a Meche. Dejen sus cosas y ¡a lavarse las manos para comer!

Cuando regresamos los tres a la cocina, la mujer volteó a vernos. Aún recuerdo esa mirada, nos examinaba desde aquella fría distancia. Nos auscultaba. Sin decir una palabra, fue colocando los platos uno a uno con la sopa humeante sobre la mesa, olía bien. Se volteó para continuar exprimiendo los limones para el refresco y giró la mitad del cuello para decir:

—Con cuidado, niños… está caliente.

Podía ver su media sonrisa observándome de costado. Sus cejas eran oscuras, casi juntas, su nariz con una pequeña giba, sus ojos negros, encapotados y fijos, le daban una imagen que enrarecía el ambiente. Pero si había algo que no podía dejar de mirar era el oscuro agujero que tenía en lugar del incisivo derecho. Me di cuenta de que era el culpable de su aspecto, tenía que ser eso. Como un reflejo bajé la mirada hasta la mesa, avergonzada de verla con tanto descaro. Empezamos a comer.

Mi hermano hablaba de las olimpiadas que empezarían la siguiente semana, que quería estar en el equipo de fútbol, y mi mellizo le decía que debía tapar, era un buen arquero, pero yo no podía seguir la conversación, volteaba constantemente a ver a la señora que me daba la espalda para asegurarme de que la había visto bien. Pero ella no se dio la vuelta.

Seguía comiendo tratando de evitar las verduras, cuando en el siguiente mordisco sentí que había masticado una piedra. Inmediatamente empujé con mi lengua lo que tenía en la boca, llevando el índice y el pulgar a la punta de mi lengua saqué una cosa blanca nacarada y deforme. ¡Era un diente! ¡La señora había hecho la sopa con su diente!  ¿Se le habría caído? ¿Habría sido a propósito? ¿Estaría preparando una pócima o algo parecido?

El solo imaginarme el diente hirviendo en la sopa mientras ella movía los ingredientes con esa mirada, me provocó arcadas, tenía náuseas, ¿estábamos tomando ese brebaje hecho con una parte de su cráneo?

Horrorizada, jalé la camisa de mi hermano que seguía conversando y le dije con cara de espanto y la voz más baja que pude para que ella no me escuchara

—Encontré el diente de la señora en la sopa. ¡Mira!. —Y abrí mi mano para mostrarle la pieza de hueso que brillaba con la luz que entraba por una de las ventanas. La cara de mi hermano palideció. Salí corriendo al jardín porque ya no podía contener más las ganas de vomitar. Mi hermano me siguió y mientras yo vomitaba arrodillada sobre una piedra en el jardín, me di cuenta que mis dos hermanos me hacían compañía a los costados escupiendo y tosiendo.

De pronto la voz de mi papá acercándose por el camino de piedra entre los higos y paltos cambió todo.

 —¿Qué les pasa? —Puso su mano sobre mi espalda—¿Te atoraste? ¿Estás bien? ¿Renzo, qué le pasó a tu hermana?

—¡María encontró el diente de la señora en la sopa, papá!—  y se volteó a seguir escupiendo sobre la tierra

Mi papá preguntó inmediatamente:

—¿Y dónde está el diente?

Yo lo había dejado caer al abrir mi mano para sostenerme de una piedra, le señalé el lugar en la tierra donde había caído. Él lo levantó, lo limpió con los dedos y lo examinó acercándolo a sus ojos, se volteó entonces a verme y me dijo:

—Abre la boca, María—. Yo pensé ¿Qué es lo que va a hacer? y le dije:

—¿Para qué?

—¡Es tu diente, María!

 Me quedé desconcertada, ¡No podía ser cierto! Pasé revista con mi lengua por la cara interna de mis dientes y muelas y sentí un agujero atrás, en el lado izquierdo inferior, y, al presionarlo con mi lengua, el sabor ligeramente salado de la sangre.

Mi papá volvió a repetir: “Abre la boca”.

Lo hice casi en cámara lenta y vi las caras de mis dos hermanos acercándose a mirar el agujero que ahora tenía yo. Mi papá volvió a decir con toda la calma:

—Ya ven, es su propio diente, se te ha caído mientras comías—  y con esas palabras dio por concluida la película de horror y vómito que armé esa tarde.

Oí la voz de mi mamá acercándose: ¿Están bien?, al mismo tiempo que Olinda salía de la cocina y se quedaba mirándonos con extrañeza a través de esos ojitos encapotados y sus cejas unidas.

Papá respondió: “Todo está bien, María perdió su primer diente”.

Ese fue el último año en la casa de mi infancia. Al año siguiente nos mudamos a Lima. En una de sus visitas, los abuelos nos dieron la noticia de que Olinda se encontraba en un refugio para mujeres, esperando una justicia que hasta el día de hoy no sé si habrá llegado.

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*Rosemary Fernández (Lima, 3 de Julio de 1985), realizó estudios en Medicina Humana y tiene una especialidad en Oftalmología. Escribe desde los 10 años que inició como reportera escolar del diario el Comercio. Actualmente prepara su primer libro de cuentos.

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