I
Don “Augusto” Lau, el enjuto tendero de la encomendería situada en la esquina entre el jirón Ramsey y la calle Gamarra, empezó a abrigar sospechas de que su hijo, un muchacho de catorce años, le robaba en la tienda, cuando notó que los volúmenes de libros que éste guardaba en su cuarto, apilados con mucho cuidado sobre una pequeña y vieja mesa que le servía de escritorio, habían aumentado en forma alarmante de número. “Hace cuatro meses, lo juro, tenía menos de la mitad de estos libros”, se dijo el viejo tendero. “¿De dónde pudo haber sacado la plata para comprarlos, sino de mis bolsillos? Porque acuñador de monedas él no es”. Y dándose cuenta por primera vez de que no había forma de saber con certeza cuánta plata le había sacado de la tienda, porque, en primer lugar, no tenía ni jamás tuvo una caja registradora —aunque algunos años atrás había pensado comprar una de ocasión, cuando se remataron todos los enseres del japonés Mishima— y, en segundo lugar, porque nunca contaba los billetes sino hasta pocos minutos antes de bajar la puerta metálica, generalmente a eso de las diez de la noche, el corazón le dio un terrible vuelco. “¡Dios sabe cuánta plata me habrá robado, este mal hijo!”, se dijo dolorido, y en seguida corrió hacia el cuarto del delincuente, para hacer, ya no una somera inspección, como hiciera antes, sino un cuidadoso registro policiaco.
El cuarto de Héctor, que así se llamaba el único retoño del tendero, era una combinación de almacén y dormitorio, donde un visitante difícilmente podía discernir cuáles de los muebles y de las cajas o fardos acumulados adentro servían estrictamente para propósitos domésticos y cuáles otros tenían un carácter puramente mercantil.
Sobre una de las desnudas paredes de la estancia, como para aligerar en algo el opresivo aire a depósito del ambiente, Héctor había colgado un retrato de Shelley, recortado de alguna revista, y unas acuarelas pintadas por él mismo.
Para tranquilidad del viejo tendero —si es que puede hablarse de tranquilidad, sabiendo que a uno se le acaba de robar—, el registro no le deparó descubrimientos más desagradables: no hubo otros signos de derroche hecho a expensas de sus bolsillos, no hubo más libros, no hubo tampoco dinero escondido, aunque de esto no podía estar cien por ciento seguro, ya que un billete de quinientos soles podía estar escondido lo mismo en la gaveta de una mesa como entre las páginas de un libro o de una revista. Y, ciertamente, no iba a revisar cada libro y cada revista que encontraba en el cuarto del chico.
Aquella noche, el tendero, que normalmente dormía bastante bien, salvo las ocasiones en que regresaba de algún banquete, cuando había comido platos demasiado sazonados o demasiado picantes, no pudo pegar los ojos hasta muy de tarde.
Echado al lado de su esposa, una mujer anémica y propensa a la histeria, a quien no le había dicho todavía una sola palabra acerca de lo que le preocupaba, rememoró con gran inquietud ciertos casos ingratos de descendientes de chinos que habían hecho “perder la cara” a sus padres: Tusans que, como el hijo menor del doctor Pun, el herbolario, habían vaciado la caja fuerte de sus padres por la noche, para dedicarse luego a una vida de disipación; o como los hermanos Li, que se dedicaron por un buen tiempo a extorsionar a los comerciantes del Barrio Chino. Si bien el caso de Héctor era diferente, simplemente porque no era Tusan —don Augusto tenía serios prejuicios contra los hijos de chinos nacidos en el Perú, a quienes consideraba más propensos a las costumbres “libertinas”, a los vicios y otros hábitos indeseables que aquellos nacidos en el continente asiático—, estos recuerdos no dejaban de pesar sobre su ánimo como un mal presagio de que algo peor pudiera aún estar en acecho. Por otro lado, en cambio, se sorprendió al advertir que no se hallaba realmente furioso —no en la medida que debiera— con aquel mal hijo suyo.
Poco antes de que el sueño lo venciera finalmente, el tendero decidió que debía sostener una conversación con su hijo a la mañana siguiente, tempranito.
Héctor, el hijo de don Augusto, no se llamaba en realidad así. Habiendo nacido en el extremo sur de China Continental, en una pequeña aldea de campesinos, tenía uno de esos nombres que, traducidos al castellano por algún funcionario menor de la Gobernación de Hong Kong, con seguridad un cantonés, suenan horriblemente a golpes de metal. Era un chico pálido, tan delgado como su padre, que hablaba poco y comía todavía menos. Durante cuatro años, luego de su arribo a Lima, el muchacho, que no hablaba entonces una sola palabra de castellano, había asistido al antiguo colegio chino que funcionaba en el jirón Junín. El colegio compartía entonces el local con la imprenta y la redacción de uno de los diarios de la Colonia, y estaba literalmente rodeado por casas funerarias y de marmolería. Héctor fue colocado en una sección especial, junto con otros chicos también recién llegados, que luego fueron retirándose paulatinamente a medida que aprendían algunas expresiones elementales de la lengua que se habla en esta nueva tierra. El profesor de la Special Section, un recién graduado de la Facultad de Idiomas Extranjeros de la Universidad de Taipei, que no se sabe cómo vino a parar a esta vieja casona que era el colegio, fue el que tuvo la idea huachafa de bautizar a todos los chicos con un nombre español. Al hijo del tendero le tocó, por desgracia, el nombre de “Héctor”, que ni don Augusto ni su mujer llegaron a pronunciar decentemente.
El colegio se mudó de su tétrico local cuando Héctor iba por el quinto año de primaria. Al año siguiente, el tendero, que acababa de despedir al único dependiente de la tienda, un chino alto que había tenido dos ataques de paresia como secuela de una vieja sífilis, decidió que el muchacho había recibido toda la educación que necesitaba. “Sabe mil veces más español que yo”, explicó el tendero a su mujer, quien al principio se opuso; “y yo no he necesitado sino conocer tres o cuatro palabras para llegar a poner esta tienda”. Don Augusto había desembarcado una mañana de agosto en El Callao, hacía unos treinta años, sin más equipaje que una vieja maleta de cuero y veinte dólares en los bolsillos, estos últimos el producto de la venta de un pedazo de tierra de cultivo y el ahorro de varios años de duro trabajo en una tabaquería de Cantón. Durante los catorce años que siguieron don Augusto comió y vivió frugalmente, recibió callado todas las humillaciones que sus empleadores le dispensaban y se abstuvo de jugar Mah-jong, su principal vicio, hasta que el viejo Chou le traspasó la tienda. Dos años más tarde el nuevo tendero volvió a su tierra natal, buscó a la casamentera más hábil de los alrededores y contrajo matrimonio sin perder tiempo. La luna de miel duró escasos meses. Preocupado por la marcha del negocio, que había dejado entonces en las manos de un asociado suyo, don Augusto regresó el mismo año a Lima a toda prisa, pero tomando la precaución de embarazar previamente a su joven mujer. No la volvería a ver, ni a su vástago, sino nueve años más tarde.
***
Héctor, que cumplió trece años poco antes de que el dependiente tuviera su segundo ataque de paresia, y que por entonces ya era un lector ávido, no volvió al colegio al otoño siguiente.
El viejo tendero había planeado dar una reprimenda severa y ejemplar al descarriado de su hijo. Sus primeras reacciones al descubrimiento de la sustracción del dinero habían sido de dolor y desconsuelo, más que de enfado. No entraba en sus planes, en consecuencia, el armar una pelotera en torno al asunto. Cuál no fue su sorpresa entonces cuando a la mañana siguiente, se halló a sí mismo vociferando y gesticulando con una ira incontrolable, que lo hacía temblar convulsamente de pies a cabeza.
“¡Jaum-cá-chang! ¡Cháo-cán!”, repetía una y otra vez don Augusto, su voz in crescendo y la expresión de su rostro cada vez más amenazante, mientras el chico, de pie delante suyo e incapaz de sostenerle la mirada, era presa del pánico. La cobardía del chico no hizo más que espolear aún más la furia desatada de su padre, que empezó a ofuscarse y amenazaba seriamente con pasar de las palabras a los hechos.
Mientras tanto, por la puerta que comunicaba la tienda con la trastienda, donde tenía lugar la escena, la madre había hecho su aparición con el guardapolvo blanco ya puesto y en una de las manos la vara metálica que servía para levantar la puerta de malla. Miró a ambos con ojos de vaca, embotados y a la vez asustados.
En cuanto se percató de su presencia don Augusto se volvió hacia ella. “¡Vaya un buen hijo el que me has dado tú!”, le gritó desde lejos. “¡Un buen haragán y ladronzuelo ha resultado ser el pillo! ¡Dios sabe cuánta plata me habrá sacado de los bolsillos durante el tiempo que hemos estado tú y yo pudriéndonos en esta tienducha! ¡Sólo Dios sabe!… ¡Y vaya a ver en qué ha gastado ese dinero! ¡Pues en libros!… ¡Vaya uno a creer: en libros! ¡Con libros quiere llegar a ser millonario este Jaum-cá-chang! ¡Con libros piensa hacerse fortuna! ¿Has oído alguna vez algo más absurdo?”, y añadió a todo pulmón, refiriéndose a los antiguos tiempos en que los más altos puestos oficiales y los más altos honores en China eran alcanzados a través de un sistema de exámenes sobre los Libros Clásicos, y mientras el chico, aprovechando su momentánea distracción, se escapaba: “Pues bien, por si no lo sabe aún: ¡la época de oro de los letrados terminó hace dos siglos!”.
A partir de aquella memorable mañana el tendero empezó a vigilar mejor su dinero. Se cuidó en adelante de contar y guardar los billetes de mayor denominación cada cierto tiempo, y de no esperar a contarlos recién al término de la jornada de trabajo. Una rutina fue establecida entre él y su mujer, de tal forma que Héctor no podía permanecer en ningún momento solo en la tienda sin que alguno de ellos tuviese siempre un ojo vigilante encima de él.
Una o dos veces a la semana don Augusto entraba al cuarto del muchacho y efectuaba una concienzuda inspección: echaba un vistazo alrededor, metía las narices entre las cosas del chico, se cercioraba de que nada estuviera fuera de su lugar.
Héctor continuó recibiendo su mezquina propina el último domingo de cada mes. Gastaba el dinero casi íntegramente yendo al cine, los jueves por la tarde, que era su día libre, solitario como un perro sin dueño.
II
Don Augusto, a pesar de su edad —había cumplido cincuenta y cinco años— y de su esmirriada constitución, gozaba de una relativa buena salud. Entre los chinos existe la creencia general de que la delgadez, no obstante sus desventajas inherentes como la poca prestancia física y la escasa fuerza muscular, es más bien un signo de salud y un augurio de longevidad. Lo primero era bastante cierto en el caso particular de don Augusto, quien rara vez se enfermaba, aun cuando tenía el mal hábito de fumar cajetilla tras cajetilla de cigarrillos negros. Mientras la mayoría de las personas que alcanzan su edad padece de presión alta y de problemas al corazón, el tendero vivía sin someterse a ningún régimen especial de sal o de comida. Don Augusto era consciente de su buena salud y solía jactarse de ella ante su esposa, quien sufría anemia crónica, y ante su hijo, que parecía haber heredado la constitución enfermiza de la madre. Confiado así de la fortaleza de su estado físico, don Augusto no prestó la adecuada atención a los primeros síntomas de una hepatitis aguda que se presentó en los primeros días de noviembre. Cuando al fin se dio cuenta de que estaba seriamente enfermo, ya le era imposible levantarse de la cama sin que el hígado le doliera en forma insoportable. Tuvo que guardar cama con renuencia, soportar una dieta de carne sancochada y exenta de aceite, y dejar que “Rosa”, su mujer, se hiciera cargo de la tienda.
La enfermedad mantuvo en cama al tendero por más de dos meses. Cada movimiento que hacía, incluso el bajar los dos peldaños que separaban la parte delantera de la trastienda de la parte posterior, donde estaba ubicado el baño, le producía invariablemente un dolor punzante al hígado, que se había hinchado a tal punto que parecía ocupar todo el espacio interior del abdomen. Por primera vez en su vida don Augusto tuvo miedo de morir y, aunque el médico que lo atendió durante aquel lapso jamás habló de la seriedad de la infección, sus indicaciones fueron obedecidas al pie de la letra por el viejo tendero, que no tardó luego en acostumbrarse al ritmo lento y monótono de la convalecencia. Permanecía prácticamente recluido en su cuarto, en parte porque no podía dar demasiados pasos, y en parte porque temía ser visto con el terrible aspecto que tenía, consumido como un trozo de leña y amarillento hasta el blanco de los ojos a causa de la ictericia.
Cuando el tendero pudo por fin levantarse de la cama y salir a echar un vistazo al negocio, habían pasado ya las fiestas de Navidad, el Año Nuevo y se aproximaban las de Carnavales. La tienda parecía haber cambiado durante su reclusión. Un elemento nuevo parecía haberse introducido en el ambiente de abigarramiento y mezquindad tan familiar y al mismo tiempo tan querido por él. A mediados de enero el calor se sentía en forma agobiante. El nuevo dependiente que su mujer se había visto en la necesidad de contratar, cuando se hizo evidente que la convalecencia de don Augusto no iba a ser cosa de una semana sino de meses, era un joven chino que había llegado a Lima hacía poco tiempo, un Sén-hák. A los Sén-háks se les pagaba poco menos que el sueldo mínimo fijado por la ley, cosa que a los mismos Sén-háks no les importaba mucho, pues a la mayoría de ellos les interesaba más aprender el oficio, el vocabulario necesario en la atención al público, que chapuceaban como mejor podían, y experimentar lo que era ser dependiente de alguien fuera del círculo familiar. Al cabo de un año o dos de este tipo de aprendizaje, los Sén-háks renunciaban a su trabajo, conseguían algún préstamo de sus familiares y empezaban un negocio por su propia cuenta o en asociación con otros Sén-háks, cuando el préstamo por sí sólo no alcanzaba a cubrir todo el capital.
El nuevo dependiente, un hombre de unos treinta años que hacía vanos esfuerzos por esconder una calva prematura mediante una peculiar forma de peinar el cabello y pegarlo con gomina en los lugares donde escaseaba, estaba acodado sobre uno de los mostradores, mientras charlaba ociosamente con Héctor. Éste se hallaba al lado suyo, muy erguido y con las manos en las espaldas.
Don Augusto no había visto a su hijo durante el tiempo de su forzada reclusión sino en cinco o seis ocasiones, y aun durante aquellas cinco o seis ocasiones, absorto como estaba en su propia dolencia y preocupado ante la perspectiva de morirse, lo miraba sin verlo realmente. Ahora lo observaba con la perspicacia agudizada de un pintor que, luego de permanecer demasiado tiempo a corta distancia del cuadro que ha estado pintando, da algunos pasos atrás y contempla nuevamente su obra. Y le sorprendió enormemente el cambio que se había operado en el chico.
El rostro de Héctor solía tener una flaccidez y una lechosidad que eran el calco de las facciones pasivas e insulsas de su madre. Cuando el muchacho asumía una actitud melancólica y autocompasiva, aquella flaccidez y aquella lechosidad se tornaban casi repulsivas, y en lugar de despertar la compasión o la indulgencia de su padre causaban en este más bien un efecto contrario. Le irritaban y lo impulsaban a comportarse casi con crueldad, de la misma forma que los perros que esconden mucho la cola entre las patas suelen invitarnos a tratarlos en forma poco menos que despiadada. Los ojos eran la parte más hermosa de aquel rostro. Reflejaban sensibilidad y capacidad de una ternura profunda, pero eran sombríos y no vivaces. Ahora todo esto había cambiado: el rostro, los ojos. De haberlo visto con mayor continuidad, el tendero probablemente no hubiera advertido jamás el cambio operado, que debió haberse producido gradualmente, pero ahora, el haberse recluido por más de dos meses le había dado una perspectiva de visión más amplia y objetiva.
El rostro de Héctor, tan pálido como siempre, parecía ahora más enjuto y atenazado, como si la piel hubiera sido estirada en una operación de cirugía estética para borrar arrugas. Las comisuras de los labios habían adquirido una nueva configuración, de líneas firmes, y una expresión que el tendero no alcanzó a definir. Era una expresión impropia en un chico de la edad de Héctor. Era la expresión de alguien que había pasado por una serie interminable de experiencias amargas, y a quien ya no le importaba en lo mínimo pasar de nuevo por más de ellas. Pero el cambio más notorio se había operado sin duda alguna en aquellos ojos otrora lánguidos.
Mientras escuchaba distraídamente al Sén-hák, Héctor había posado sus ojos sobre los de su interlocutor, y en ningún momento parpadeó. Su mirar era intenso y fijo, de alguien que conoce sus propias debilidades y sus propias fuerzas, y está determinado a superarlas o a hacer buen uso de ellas.
Don Augusto se recuperaba lentamente y, a medida que se integraba gradualmente a las rutinas de la tienda, empezó a acariciar la idea de despedir al Sén-hák. La tienda no necesitaba de más de tres pares de manos, se dijo don Augusto, y esos tres pares de manos eran Héctor, la madre de éste y él mismo. Un par de manos extras no sólo significaba para él un desembolso adicional de dinero: podría tener otro efecto mucho más negativo, como el alentar —en forma indirecta, claro está— el hábito de la ociosidad en el muchacho. Y ya el comportamiento actual de Héctor había empezado a disgustar y perturbarle enormemente. En las últimas semanas, el chico se había vuelto irritable e insolente. Durante el almuerzo, cierto día, el tendero dio casualmente un puntapié al chico, que estaba sentado enfrente suyo, comiendo en silencio. Héctor levantó inmediatamente el rostro, rojo de ira, y lo fulminó con una mirada tan intensa que por una fracción de segundo el padre pensó que le iba a devolver el puntapié. Aunque esto no llegó a concretarse pues el chico se dominó de inmediato y volvió a su actitud anterior, la súbita reacción y luego la extraordinaria muestra de control sobre sí mismo de la que hizo gala perturbó profundamente a don Augusto.
El Sén-hák se quedó, a pesar de todo, luego de que el tendero tuviera dos ligeras y breves recaídas, que no revistieron gravedad, pero que en cambio hicieron ver a don Augusto que ya no volvería a ser jamás el mismo hombre saludable que era antes. Con la incorporación definitiva del nuevo dependiente a las rutinas diarias de la tienda, la vida de don Augusto empezó a tornarse más holgada. Empezó a salir más a menudo, a frecuentar con mayor asiduidad el Kou Sen, el mejor salón de té de la Colonia, y a jugar Mah-jong más seguidamente con sus amigos y sus viejos “compañeros de barco”, con quienes había desembarcado al mismo tiempo en los muelles del Callao, allá por la época del dictador Leguía.
Pero esta vida más ociosa no le era enteramente grata a don Augusto. Ahora que disponía de más tiempo, podía fijarse en cosas y detalles que de otro modo hubieran pasado inadvertidos para él, ya que entonces estaría demasiado sumido en las preocupaciones y los trajines propios del negocio. Las cosas que empezó a advertir y comprender con una visión más cabal ahora eran de una índole desagradable, si bien el tendero no se dio cuenta de su naturaleza exacta sino hasta la noche en que tuvo aquella horrible pesadilla.
Soñó que estaba tirado, inerte, en el suelo de una calle, plaza o algún otro lugar público, porque a su derredor se habían reunido un montón de curiosos, que lo miraban desde arriba; sus cabezas formaban círculos concéntricos que prácticamente impedían ver el espacio abierto que estaba encima suyo. Los rostros, cuyos contornos eran difíciles de discernir, no mostraban expresión alguna, y era una multitud extrañamente silenciosa y sombría, “Debo haber sufrido un ataque al corazón o algo por el estilo”, se dijo en sueño el tendero, mientras lo embargaba una creciente angustia. Nunca antes había sufrido un ataque al corazón, ignoraba incluso cómo era, pero había oído hablar de lo inesperado y súbito que suele producirse y siempre le había tenido cierta aprensión. El cáncer es mucho más temible que un ataque cardíaco, pero el primero siempre da a su víctima un lapso de tiempo para que se acostumbre a la idea de morirse, mientras que un ataque al corazón coloca al infortunado en el umbral mismo de la muerte sin el menor aviso, sin la mínima preparación. Cuando se reflexiona sobre ello con el pleno uso de nuestras facultades mentales, o inclusive sólo en un estado de semi-conciencia —estado en que se hallaba don Augusto en esos precisos instantes—, la perspectiva de sufrir un ataque cardíaco, o la idea de estar sufriéndolo precisamente en ese momento, puede resultar indescriptiblemente aterradora. “Voy a morirme”, se decía con desesperación el tendero, en sueños. “¿Es que no hay nadie que pueda llamar a un doctor?”. Los contornos de los rostros que formaban círculos concéntricos encima de él habían empezado a definirse, como si se hubiera descorrido alguna cortina de niebla que había estado interpuesta entre ellos y su visión; y entre aquellos rostros el tendero reconoció las facciones atenazadas y enjutas de Héctor, quien lo miraba impávido. Por una fracción de segundo una llamita de esperanza se avivó en el corazón de don Augusto, pero la llamita se apagó casi en seguida: la mirada del muchacho era fija e intensa, y en lo hondo de aquella mirada no había otra cosa sino rencor y odio, por largo tiempo acumulados, pero cuidadosamente disimulados hasta este momento. “Ha estado todo el tiempo ahí, sin moverse”, se dijo don Augusto, ahora francamente sobrecogido de pánico; “está viéndome morir y se alegra de ello”. Trató de incorporarse de donde yacía por sus propios medios, quiso levantar su brazo derecho y golpear con la fuerza que aún le quedaba el rostro de su hijo, que estaba inclinado sobre su cabeza, pero la visión onírica se desvaneció antes de que su crispado puño pudiera llegar a su destino.
En medio de la oscuridad, el tendero se halló de repente sentado en su lecho, la camiseta empapada de sudor y un sabor amargo en la boca, como aquel que suele dejar la lima. Un motor zumbaba ruidosamente afuera, en la calle, transmitiendo sus vibraciones a las paredes del cuarto. Probablemente era uno de esos pesados camiones de carga que viajan entre Lima y las provincias, y que se había detenido demasiado pegado a la acera, para permitir que alguno de sus ocupantes se bajara a achicar.
“Debo haberme dormido con las manos puestas sobre el corazón”, se dijo el tendero, cuando los últimos vestigios de la pesadilla se habían desvanecido, desplazados por la conciencia que nuevamente tomaba plaza de la razón. “Cada vez que duermo con las manos sobre el pecho me dan pesadillas… La última vez también soñé que estaba muerto… que me habían puesto dentro de un ataúd, inclusive”. Pero aquella vez era diferente: aquella vez la pesadilla no lo aterró; sólo le dio un disgusto, sólo lo incomodó.
Se acostó de nuevo, tendiéndose al lado de su mujer, y trató de dormir. Pero, o bien porque había dormido demasiado durante la siesta que siempre echaba después del almuerzo o bien porque temía tener otra pesadilla de ese tipo, su mente se resistió tercamente a acogerse al sueño. En lugar de ello, las imágenes de la pesadilla volvieron a pasar por su memoria, ahora despojadas de todo su simbolismo. Y a medida que estas imágenes volvían a pasar como espectros por su mente, resucitando a su paso otros recuerdos, que había enterrado deliberadamente y en otros casos subconscientemente, una profunda melancolía empezó a trepar y enroscarse en lo más hondo de su ser, como una gigantesca boa, expandiéndose a cada rato. Al cabo de unos pocos minutos la boa había crecido terriblemente, llenándolo todo, ocupando cada rincón, y en el corazón del viejo tendero no quedaron nada más que una espantosa congoja y una inmensa sensación de desamparo. Rosa se despertó a medias poco después de la medianoche y le pareció oír que su marido sollozaba en la oscuridad. Probablemente tenía toda la razón de estar tan afligido: acababa de comprender que había perdido a su único hijo.