“Un hombre va al casino”, de Susanne Noltenius

Celebramos la semana del libro con un cuento de la escritora peruana Susanne Noltenius, Premio Nacional de Literatura. Una historia sobre la vida y el azar.

Un cuento de Susanne Noltenius

La mujer de Daniel ha llorado en silencio durante la madrugada. Acomodó el sillón de cuero verde junto a la cama de la niña, se acurrucó sobre él y tomó el brazo de su hija, muy cerca de donde el catéter la invade. El pequeño cuerpo descansa luego de batallar tres días contra fiebres y convulsiones. El pitido del monitor acompaña el movimiento del pecho en cada respiración, como una doble prueba de vida. Anoche el doctor, un hombre canoso, de voz firme y piel arrugada como una pasa, anunció el éxito de las transfusiones y aseguró que la crisis, la peor hasta ahora, se ha controlado. Pronunció “éxito” y las arterias de Daniel hirvieron. Es una palabra ofensiva, imposible de encajar en su situación, pero ablandó la templanza de su mujer y ella dejó que las lágrimas fluyesen.

Él no llora ni protesta. Tampoco ha dormido. No entiende esta extraña enfermedad, pero la combatirá con todas sus fuerzas. Reemplazaría cada gota de la sangre de su hija con la suya. Se exprimiría para salvarla. Acude a la mejor clínica, a los mejores médicos, al mejor tratamiento posible. Tratamiento es otra palabra cruel que podría dividirse en tratar y mentir. Falsedad. Tiranía. La niña yace lánguida sobre una cama que, en vez de acogerla, la atrapa. Luce tan pálida que las pecas han perdido la tonalidad rojiza sobre el rostro redondeado y también sobre ese brazo que su mujer, dormida al fin, todavía sostiene.

Sale de la habitación para buscar un café. En el pasadizo encuentra al doctor de piel arrugada. Él repite que la niña está fuera de peligro y que las transfusiones han sido un éxito. Han tenido suerte de encontrar tres donantes compatibles dispuestos al ayuno y las dolorosas inyecciones de proteínas. Daniel quisiera agradecerles, abrazarlos con el corazón, pero las identidades se mantienen en reserva. Es irónico que la esencia de estas personas circule en el cuerpo de su hija, tan cerca del suyo y sean tan inaccesibles a la vez.

Fuera de peligro no existe para Daniel. No hay ningún lugar a salvo en la realidad frágil que él ha construido para su familia. La enfermedad con la que lidian es apenas una batalla más. Olvida el café. Siente repulsión hacia sí mismo, hacia su cara vista y su cara oculta. Fuma un cigarrillo en la calle y observa su imagen empequeñecida en las ventanas que se oponen al sol.

—Debo trabajar esta noche —se despide al final de la tarde.

Hay terror en los ojos de su mujer cuando ella lo mira sin contestar. Se vuelve hacia la niña que ha dormido todo el día. Daniel extraña la voz de su hija, su sonrisa, su mirada. Le toma un pie por encima de las sábanas, lo aprieta, solo un poco, y coloca el perrito de peluche cerca de la pequeña mano. Imagina que será lo primero que palpe al despertar.

Le hace falta aire, necesita oxígeno, así que decide andar hasta el casino Montecarlo. Apresura los pasos. Observa a las personas que cruzan en sentido contrario: una mujer en un vestido floreado taconea la vereda con zapatos rojos, un hombre alto y moreno con el pelo teñido de rubio arrastra un maletín con ruedas y frunce el ceño como si estuviese molesto, dos muchachos con jeans deshilachados huelen a cigarrillo y ríen con disfuerzo, una pareja mayor se toma las manos. La gente que camina en la misma  dirección le resulta anónima. Los faroles de la avenida se encienden, pero todavía no iluminan. Solo en completa penumbra brilla la luz. Con la oscuridad de la noche llega también una brisa húmeda que se le adhiere en el cuello.

La imagen en el celular muestra una mujer muy joven, pelirroja y pálida como un fantasma. Le han dicho que se llama Nicole y es hija del dueño del casino. Matarla será la jugada letal en esta guerra de la que nunca planeó ser parte. Se inició en ella por necesidad, siguió después por ambición y ahora ya no puede decidir. Ahora es sólo una marioneta.

Tampoco Nicole pertenece a la guerra entre su padre y los marionetistas. Exhibe una hilera de dientes perfectos en la foto que Daniel mira una vez más antes de borrarla y entrar al casino, efervescente a esta hora. Los colores, los trajes de fiesta y el murmullo de voces le gritan que él es el enemigo. Bebe un whisky doble. Juega dos rondas de blackjack. Las pierde. El alcohol no lo anestesia. Nicole camina entre las mesas escoltada por dos hombres fornidos con cables espiralados que cuelgan desde las orejas. El vestido color turquesa sobre la piel blanca la convierte en un punto demasiado visible.

Todo está arreglado, han dicho los marionetistas, fíjate en esta cara, se llama Nicole. Una mujer. Las víctimas anteriores, solo tres, han sido hombres que podrían haberse defendido si hubiesen sabido quién es él, pero Daniel ha sido discreto y silencioso, como una sombra. Como una identidad reservada. La crueldad, la verdadera y ponzoñosa, avanza sin hacer ruido.

Todo está arreglado con el croupier de la ruleta: algunos aciertos menores, algunas pérdidas, luego los números ganadores, uno tras otro hasta acumular un millón en cuatro jugadas. Es el pago por el trabajo de esta noche. Impregnado de la música estridente, Daniel actúa la alegría que se espera del premio mayor. Ovaciones, risas, champán. Adrenalina, asco, mi hija enferma. Sonríe, firma papeles y enseña un documento falso, porque así está arreglado. Nicole y su padre se acercan. Daniel sonríe otra vez y registra con disimulo a los hombres de seguridad. Ha pensado en ellos. Ninguno evitará que el veneno actúe en la sangre de la joven varias horas más tarde, demasiado tarde.

Nicole entrega el cheque con esas manos de uñas brillantes. Huele a flores por encima de los densos olores del casino. Los ojos verdes son aguados, como si estuviesen tristes a pesar de la expresión amable e ingenua, casi infantil. No es bonita, pero emana un aura delicada y, bajo el maquillaje, Daniel distingue constelaciones de pecas. Ambos reciben dos copas idénticas con champán. Uno de los guardaespaldas no despega los ojos de él. Necesita inspirar confianza a Nicole y cuenta que su hija de ocho años también es pelirroja. Ella dibuja un gesto de ternura con el rostro ladeado y confiesa que el día anterior donó sangre para una niña que padece una extraña enfermedad. Fue un proceso incómodo por el ayuno y las inyecciones, cuyas marcas aún exhibe en un hombro. No le permitieron ver a la niña —la sangre pasa por un procedimiento adicional antes de llegar al cuerpo de la paciente—, pero una de las enfermeras dijo que era pelirroja, igual que ella.

No siente las piernas. Hay un agujero profundo bajo su cuerpo y también dentro de él, como si fuese un caparazón vacío. Tose para no desvanecerse y el champán se derrama sobre la alfombra azul. En un instante el guardaespaldas llega junto a ellos, pero Nicole agita la mano para alejarlo. Daniel se recompone. Pide dos nuevas copas de champán. Las marcas sobre el hombro pálido de la joven son de un rojo intenso, con bordes delineados, como si las hubiesen dibujado con un plumón de punta muy fina. Parecen trazar un camino hacia arriba, hacia el cielo.

Todo está arreglado, le dijeron. La vida y la muerte están arregladas. También la sangre, la salud, los números de la ruleta, el dinero podrido, las marionetas de circo, el veneno en la copa. ¿Qué es falso y qué es verdadero? Hay demasiada realidad en una convulsión. La felicidad es efímera.  La música y los colores carecen de raíz. Al amanecer, el sol tibio desteje la niebla y, poco a poco, la calle se tiñe de luz. La ciudad se despereza. Los trinos de las aves se alejan en un eco diminuto; los reemplazan motores de autos y timbres de bicicletas. Daniel yace recostado contra el tronco de un árbol a pocos metros de la clínica. No respira. Hay restos de sangre oscura y seca en las orillas de todos los orificios de su cuerpo.

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