Walter Jens / Informe sobre Hattington

Informe sobre Hattington Walter Jens (1923-2013). Traducción del alemán de Renato Sandoval Bacigalupo. Ese año el invierno llegó antes que otras veces. A mediados de noviembre ya estábamos a quince grados bajo cero, y en la primera semana de diciembre nevó durante seis días seguidos. Al quinto día, un miércoles, Hattington escapó de prisión. Evidentemente […]

Publicado

14 Mar, 2017

Informe sobre Hattington

Walter Jens (1923-2013).

Traducción del alemán de Renato Sandoval Bacigalupo.

Ese año el invierno llegó antes que otras veces. A mediados de noviembre ya estábamos a quince grados bajo cero, y en la primera semana de diciembre nevó durante seis días seguidos. Al quinto día, un miércoles, Hattington escapó de prisión. Evidentemente había contado con que la nieve borraría sus huellas, como que en realidad resultó así. Los sabuesos perdieron el rastro y los gendarmes regresaron a Colville en el curso de la noche.

Por esa razón nuestro puesto policial fue reforzado al día siguiente, haciéndose el sargento Smith de dos nuevos colegas. Se llegó a suponer que Hattington intentaría llegar lo más pronto posible a Knox, nuestra ciudad, ya que aquí había sido prendido en plena vía pública luego de habérsele buscado durante mucho tiempo, presumiblemente a causa de una denuncia de la camarera Hope y del grifero Madison, a los que Hattington debía dinero. Lo que se sospechaba entonces era que el presidiario vendría primero a Knox para vengarse.

A partir de entonces el miedo se instaló en la ciudad. Martha Hope se fue de viaje por algunas semanas, mientras que Madison le quitó el seguro a su revólver que tenía siempre junto a la cama. Pero también todos los demás empezamos a vivir en zozobra. Nadie abandonaba su casa luego de las diez de la noche y los padres mismos llevaban a sus hijos a la escuela. La policía registró todos y cada uno de los rincones de la ciudad. No solo se rastrilló repetidas veces cada sótano, desván, cabaña y barraca de Knox, sino además el sistema de alcantarillado de la ciudad. Pero a pesar de que no se llegó a encontrar ni el más ligero rastro (ninguna señal que llevara a sospecha, ni mucho menos a una pista concreta), no se acallaba el rumor de que uno de nosotros había escondido al fugitivo, quien tan solo estaba a la espera de su hora. Podía haber sido el cantinero Ellington; acaso Bore, el vendedor de periódicos; o tal vez un buhonero inmigrante que vendía su mercancía entre Baxton y Colville. La desconfianza empezó a reinar en la ciudad y se escribieron cantidades de cartas anónimas. En el Colville Star aparecieron misteriosos mensajes como estos: “No pierdan de vista a Bore”, o “¿Dónde estabas el cuatro de diciembre, Judas Ellington?”.

Pero, cuando la navidad y el año nuevo ya habían pasado sin que ocurriera el menor incidente, la esperanza volvió a nosotros sobre todo cuando se dijo que un agente viajero comerciante en vinos había visto a Hattington en una pequeña ciudad canadiense cerca de la frontera.

Ahora Martha Hope retornaba a Knox y Madison vendía su perro guardián, al tiempo que las cantinas empezaban de nuevo a recibir gran número de parroquianos. Todo parecía indicar que los ciudadanos querían recuperar en tanto solo unos días, semanas y semanas de vida perdida. Se destrancaron las ventanas y se descorrieron los cerrojos de las puertas. Ahora por las calles se escuchaba música y ruido, y hasta se celebró una fiesta de disfraces en la cantina, fiesta como la que no se armaba en muchos años y que se prolongó hasta eso de las seis de la mañana.

Pero un día, el once de enero, apareció de pronto el cadáver de Emily Sawdy, y dos días después un enmascarado arrastró hasta un zaguán a Helen Fletcher, una muchacha de catorce años que iba de camino a la escuela, maltratándola de la manera más brutal.
Ya no se tenía que seguir especulando sobre quién había sido el causante de esos crímenes. Hattington (así se creyó entonces) había llegado por fin a la ciudad… Pero, ¿quién podía haberlo escondido? Tal vez Madison para reivindicarse ante él, o acaso Martha Hope por haber sido extorsionada. Así pues, empezaron a circular listas negras, mientras que las paredes de las casas se veían cubiertas de todo tipo de infamaciones. Y, cuando el primero de febrero se comisionó a un tribunal compuesto de tres personas para que investigara exhaustivamente la vida de cada uno de los ciudadanos, se dio inicio a algo muy semejante a una cacería de brujas que hizo pensar en los tiempos más terribles. Muy pronto no quedó ningún secreto que no fuera sacado a relucir por los husmeadores. Maridos que alguna vez habían sido infieles a sus esposas, de repente se veían tratados como delincuentes; inofensivos bebedores eran considerados sospechosos; la Sociedad Femenina repartía antes de la función de cine volantes que exhortaban a evitar el trato con cierto tipo de personas si es que en algo estimaban sus vidas.

De otro lado, el desorden y la indisciplina aumentaron entre los jóvenes. Mientras que los mayores salían lo menos posible de sus casas, ya sea tan solo para dirigirse al trabajo o a la iglesia, los jóvenes, en cambio, se reunían por las noches para beber, cantar a berridos y escarnecer a los adultos, hasta el punto que se llegó a instituir una especie de escuadrón del terror al que solo pudimos combatir con la ayuda de una especie de policía civil: la milicia ciudadana. Por último, no quedó más remedio que prender a los cabecillas, y después a los peores camorristas que se habían amotinado solo para participar de la alegría reinante y que ahora se dejaban detener por miedo a convertirse algún día en víctimas de Hattington. Todo esto me mostró cuánto prospera el frenesí colectivo a la sombra del miedo y del terror.

Por lo que se refiere a la ruina de las costumbres, los padres no se quedaron a la zaga de sus hijos. Yo mismo he vivido noches en las que se me ha llamado con fingida voz más de una docena de veces para obligarme a calumniar a ciudadanos supuestamente sospechosos.

Pero llegó el 17 de marzo, día en que a Madison se le halló estrangulado en su habitación: el asesino le había dejado en la sien una marca hecha con un hierro candente. A partir de esa fecha ya no le fue posible conservar la calma a la poca gente razonable que quedaba entre nosotros. Desde entonces, todo aquel que intentaba pedir prudencia y poner coto a cualquier acceso de histérico delirio vio su nombre, sin más ni más, inscrito en la lista de sospechosos, lo que significaba vidrios rotos, muebles de la casa destrozados, amenazas, injurias, palizas, juicios secretos. Apenas un par de semanas más tarde, muchos actos de violencia se produjeron entre los ciudadanos. A principios de abril, un grupo de fanáticos linchó a un muñeco negro, para que días después el mismo grupo hiciera trizas el bufete de un abogado judío. Las cosas fueron inclusive más lejos. En nombre de Hattington se saldaron viejas y caducas cuentas. El manejo del látigo, del cuchillo y del revólver era lo que imperaba, y a todo aquel que se oponía a ello se le escribía una H en la puerta de su casa, lo que significaba que allí vivía un amigo de Hattington. Todos podían hacer con ese lo que les viniera en gana, pues nadie iría a socorrerlo. En abril, el reverendo Snyder, uno de los pocos hombres sensatos que quedaban en la ciudad, también terminó capitulando: desde el púlpito nos ordenaba dar caza al asesino y sus secuaces. Al día siguiente, el invierno empezó a hacerse menos crudo; la nieve se derretía por doquier y el sol inundaba hasta el último rincón de Knox.

El Viernes Santo se halló el cadáver de Hattington a unos cien metros del presidio. Más allá no había llegado en su intento de fuga en el mes de noviembre. La nieve había tragado sus huellas y un ataúd de hielo envolvía su cuerpo yacente.

A partir de entonces se restableció la calma aquí en Knox. Todo aquel que pudo salió de la ciudad. No obstante, nunca se llegó a descubrir al asesino de Madison y de Emily Sawdy; tampoco se sancionó la falta cometida contra Helen Fletcher. Solo yo tengo una fuerte sospecha, pero callo; además nadie sabe quién fue el responsable. Una cosa, empero, es segura: no hay mucha gente en nuestra ciudad que esté libre de culpa.

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