Escribe Eric V. Álvarez
Creo que fue Eliot el que dijo que podríamos intentar hablar de Shakespeare solo para volver a equivocarnos. Lo mismo podríamos decir de William Faulkner, sobre quien se ha escrito miles de páginas biográficas y de análisis de sus novelas y relatos. No intentaré aquí dilucidar la importancia de una obra que de por sí es ya una de las más grandes, importantes e imperecederas de la historia de la literatura. Lo que me interesa en lo que sigue es hablar un poco del Faulkner volcado a las entrevistas, de ese otro personaje que tenía que sentarse ante un periodista y fingir que no era él, o que era él, pero siempre contestando con cierta distancia, con una gélida cortesía y aun maledicencia.
El libro que reúne sus entrevistas desde 1926 hasta 1962 se titula León en el jardín, y ha sido publicado por Reino de Redonda, con prólogo de Javier Marías y editadas, las cartas, por James B. Meriwether y Michael Millgate (quien es autor de un formidable libro acerca de cada una de las novelas de Faulkner, publicado hace ya más de cuarenta años por Barral Editores) y traducción de Antonio Iriarte.
En el libro asistimos a una mise-en-scène en la que Faulkner despliega esa imaginación potente que vertió en sus novelas, pero que dirige a sí mismo, a la creación de un personaje que tiene que lidiar con las preguntas a veces repetitivas y primarias de algún periodista. Faulkner no es un autor que responda con exactitud sobre su vida o acerca de su trabajo; es, más bien, una interpretación que hace de lo que él cree que el periodista quisiera escuchar, o bien para darle abiertamente la contra. De este modo, el autor de Mientras agonizo es capaz de indicar que solo es un granjero que escribe literatura, o que no le interesaba la literatura (algo que nadie podría creerle). Es decir, Faulkner se inventaba un personaje a la medida de su ánimo para responder las preguntas del periodista de turno. Pero aunque a veces Faulkner ironice sobre su propio trabajo, sabemos que subyace, en esa forma de escape, una verdad: su pasión irrefrenable por la literatura y su condición de artista entregado a su trabajo.
Cierto es también que gustaba de reafirmar su postura de hombre de la naturaleza, sin mayor formación: “[…] ni siquiera soy un hombre educado. No me gustaba la escuela y la abandoné hacia el sexto curso. Así que no sé nada acerca de los procesos racionales y lógicos del pensamiento” (págs. 163-164).
En 1931, en una entrevista a Marshal Smith, periodista de Memphis, declara:
Nací varón y soltero en Mississippi a muy temprana edad. Sigo vivo, pero no soltero. Nací de una esclava negra y de un caimán que se llamaban ambos Gladys Rock. Tengo dos hermanos, uno es el doctor Walter E. Traprock y el otro es Eagle Rock, un aeroplano.
Sin embargo, el periodista supo de inmediato que ese tipo de respuestas constituyen “la barrera de Faulkner, el obstáculo que levanta alrededor de la parte sensible de su persona que es capaz de crear novelas”.
Con el tiempo creció su fama, pero también las intromisiones en su vida personal. En una carta de 1946 a Malcom Cowley expresa su molestia: se siente asediado y asqueado por la gran cantidad de periodistas que lo requieren. Faulkner fue un artista en el sentido total de la palabra, capaz de realizar inmensos sacrificios en favor de su trabajo literario. En su última etapa, luego de ganar el Nobel de Literatura, transigió un poco y logró brindar más entrevistas que en sus años anteriores, algo que fue visto como una debilidad de su postura radical de mantenerse alejado de los medios, pero sería más acertado decir que esa postura es un cambio en su trabajo como artista: era su deber hacer visible su genio y su talento para las generaciones posteriores y ahí también radica su grandeza, y eso es lo que nos brinda este magnífico libro, es decir, la imagen de ese otro Faulkner que con esa gélida cortesía respondía a cuestiones a veces obvias a veces irritantes.