La noche de los baldes
Yadir Gómez
Fue una noche extremadamente calurosa. A esa hora (medianoche de un día de marzo de 2017), más o menos la mitad de la población habría tomado una ducha antes de irse a dormir; el resto no tendría agua para beber ni casa para vivir por culpa de las lluvias, huaycos y desbordes de ríos causados por el Fenómeno del Niño.
En Palacio de Gobierno los guardias se hallaban como siempre: erguidos, callados y sancochándose en sus admirables trajes. Los agentes de seguridad privada del presidente conversaban, reían y fumaban relajadamente en la puerta principal. Un guardia de la escolta de Palacio, situado cerca de la Plaza Mayor en el Jirón Junín, fue el que dio el primer aviso al jefe de seguridad: Un hombre estaba sentado en la berma, justo al frente del recinto. El agente de seguridad observó al hombre unos momentos antes de regresar a su puesto sin darle importancia.
La segunda llamada del guardia, le fastidió al agente, que desde donde estaba se fijó que ahora dos mujeres se sumaban al hombre sentado. El agente le rogó al guardia, que no lo molestara más por «nimiedades» y continuó en lo suyo con sus colegas.
Más tarde el guardia estaba indeciso si llamar por tercera vez al jefe de seguridad: Más gente desembocaba en la Plaza Mayor, rodeando la pileta donde se refrescaban la cabeza y bebían el agua. Cierto era que había colmado la paciencia de su colega, pero más cierto era que estaba en pleno ejercicio de sus funciones, lo que lo obligaba a notificar de la situación cuantas veces creyera conveniente. Antes de que el agente, cansado de la insistencia, salga a averiguar qué sucedía, dio la orden a sus compañeros de contactar con la Municipalidad para que apagaran la pileta; era estrictamente necesario.
El mismo guardia latoso se encargó de abrir el pesado portón de Palacio al agente, que se enrumbó hacia el primer hombre que habían divisado en la plaza. En el camino notó que hombres, mujeres, niños y ancianos (más de una docena), estaban mojados hasta las rodillas y cada uno traía consigo un balde lleno de agua, o eso es lo que supuso al comienzo.
—Caballero, buenas noches – saludó cortésmente –. Es medianoche, es muy tarde para estar en la Plaza Mayor. Además, demasiada gente. El hombre que había llegado primero vociferó secamente sin mirarlo:
—¡Estamos cansados!
El agente esperó en vano mayor respuesta. El hombre, con balde en mano, se encaminó en dirección a la pileta, donde confluía rápidamente más población, que llegaba en todas las direcciones como si se tratase de un diluvio humano. Antes de que llegara a ellos, el agente le exhortó, –creyendo entender que el cansancio al que se refería el hombre era físico:
—Señor, si está cansado puede ir a descansar en esa dirección (Señalando la avenida Abancay) o en esa otra (la avenida Tacna). Por favor, le ruego que circule – y alzó la voz para que el resto oiga– ¡Y ustedes también señores! ¡Circulen, por favor! Esta vez, la repuesta no se hizo esperar:
—¡He dicho que estamos cansados! ¡No nos vamos a mover! ¡Hemos venido hasta aquí para decirle al presidente que es un mentiroso! ¡Estamos hartos de sus promesas incumplidas! No necesitamos palabras, necesitamos hechos. Cree que declarando el «Estado de emergencia» es suficiente para los damnificados, mientras él está allá –señala Palacio– haciendo sus ejercicios cojudos con aire acondicionado, ropa seca y bien planchada, eructando comida gourmet y sacándose trozos de carne con mondadientes. Y nosotros con nuestras casas inundadas, sin poder salvar siquiera un poco de comida o abrigo para nuestros hijos. ¡Hemos perdido todo! ¡Todo! ¡Nos quedamos aquí hasta que salga y nos explique qué carajo va a hacer!
La gente no se movió un centímetro cuando el hombre calló, no se oía ni un solo murmullo, solo el agua de la pileta que iba aligerando su chorro. Todos los ojos estaban ardientemente fijados en el agente, como si exploraran la identidad de su corazón ¿Estaba con ellos o no? El agente se estremeció al verse rodeado. Se dispuso a regresar lentamente a Palacio, para no provocar ninguna reacción inesperada en la multitud. Una gran cantidad de baldes, de todo tipo, colores y tamaños, le entorpecían el camino. El olor que emanaba de ellos era insoportable y el contenido peor: Agua turbia, mezclada con piedras, ramas, barro y quién sabe qué porquerías más. Cuando terminó de esquivarlos, una mujer afónica gritó: ¡Vete, Maricón! La postura del agente se definió: estaba contra ellos.
A penas traspasó el portón de Palacio, daba indicaciones a paso ligero, organizando a los guardias y agentes rápidamente, mientras pedía un celular para llamar al jefe de policía.
Al rato se asomó a ver cómo andaba la situación. Era increíble, la gente se multiplicó en minutos, la Plaza de Armas caldeaba humor humano. Ya no se les podía ignorar: ¡Ahora existían! Todos iguales, acompañados de baldes, con las piernas mojadas y la indignación a flor de piel. Era evidente que los damnificados habían improvisado la protesta: No tenían ni una arenga ensayada. Más bien eran como millones de peruanos que reclamaban su desamparo, a través de esas bocas, que ensalivaban con rabia las rejas de Palacio de Gobierno. Gritaron de todo contra el presidente, pero lo más resaltante era: ¡Lobista! ¡Vende patria! ¡Gringo cagón!
Se dice que fue una mujer la primera en lanzar el baldazo de agua turbia a Palacio, pero no se ha podido corroborar el dato; ni importa. Lo cierto es que todos la siguieron. Uno tras otro, esa pobre gente anónima, se arremolinó frente a Palacio de Gobierno para lanzarle las miserias que les trajo el huayco: Desvelo, hambre, dolor, indignación. Los baldes iban vaciando la incertidumbre de un futuro engorroso. Enlodaron toda la fachada, incluyendo a los guardias que soportaron el olor estoicamente, y a los agentes, que nerviosos disparaban al aire tratando de ahuyentar a la masa, sin éxito.
Cuando llegaron los refuerzos policiales con el pinochito echando agua para dispersar a los protestantes, ya estos se habían quedado sin contenido que lanzar. Unos aprovecharon para llenar los baldes con la misma agua con la que los atacaban; otros huían a la carrera completamente empapados, olvidando sus instrumentos de protesta. Los pocos que resistieron hasta lo último, el embate de los policías, gritaban a una voz: «¡Que salga el presidente! ¡Que salga el presidente!».
Entre sirenas, pifiadas y agua desperdiciada, nadie pudo notar la primera gota de lluvia, que en breve se volvió torrencial. Tanto los efectivos como los protestantes se dispersaron en sentido opuesto. Pronto la Plaza de Armas se vació. Las luces de la manzana se apagaron, incluyendo las de Palacio de Gobierno donde el presidente no estaba. La única evidencia que quedó de esa noche, y que los transeúntes madrugadores encontraron al día siguiente sin entender el asunto, fueron los baldes. Y por supuesto, esta humilde crónica, que el pueblo se ha pasado de mano en mano, porque ningún periódico la ha querido publicar, por perjudicar la imagen del jefe de estado. Además escrita por mí, ese primer hombre que llegó a palacio con balde en mano, y que hasta hoy, un año después del «Baldazo» (como se le ha empezado a llamar al histórico suceso), sigue durmiendo –como tantos otros–, hacinado en una carpa con su familia y mendigando alimentos, sin poder recuperar lo que el «niño» nos quitó.