Alexis Iparraguirre sobre “Coordenadas temporales”, de Claudia Salazar Jiménez

“Coordenadas temporales” (Lima: Animal de invierno, 2016) es el segundo libro de ficción de Claudia Salazar, que reúne doce cuentos, algunos de ellos brevísimos. También es el primero luego de La sangre de la aurora, su novela debut sobre el cuerpo femenino despedazado en tiempo del conflicto armado interno, que ha que alcanzado un tiraje […]

“Coordenadas temporales” (Lima: Animal de invierno, 2016) es el segundo libro de ficción de Claudia Salazar, que reúne doce cuentos, algunos de ellos brevísimos. También es el primero luego de La sangre de la aurora, su novela debut sobre el cuerpo femenino despedazado en tiempo del conflicto armado interno, que ha que alcanzado un tiraje de cinco ediciones , y que mereció el Premio Las Américas de Narrativa Latinoamericana, otorgado en Puerto Rico. En Coordenadas temporales, Salazar persiste principalmente en la ficción de mujeres o sobre mujeres, pero ahora en un género difícil por meticuloso y cuyo cultivo, dentro del panorama latinoamericano, luce bastante distintivo de dos literaturas nacionales específicas : la peruana y la mexicana (el respaldo institucional al cuento es tal que se organizan sendos y concurridos certámenes: los premios CONACULTA de México y el Copé de Perú). Por ello, el nuevo libro de Salazar, además de una aventura estética muy distinta de La sangre de la aurora, es su incursión en una escritura muy característica de la literatura peruana.

De principio, en la concepción de Salazar, el género posee una alta conciencia de su condición de artificio. El título del libro, Coordenadas temporales , subraya su diferencia frente a la novela: se trata de relatos fugaces, de un solo movimiento, en comparación con la acumulación que implica el otro género de la ficción moderna . También declara que son historias de circunstancia, que se formulan bajo condiciones variables que las habilitan para circular. En este caso, las “coordenadas temporales” son también, pues, las antologías, revistas, muestras u otro tipo de publicación periódica y los consecuentes requisitos de formato con que estas consiguen circular en el espacio público contemporáneo. Aquí, el cuento, entonces, es tanto la forma literaria como un recorte de la escritura para un mercado cultural que exige lo breve para sumarse a las lógicas de la aceleración y la fugacidad de la multimedia que monopoliza la atención pública incluso durante las rutinas laborales. Es más, lo breve corre de un soporte multimediático a otro porque se le apropia sin mucho gasto. A cambio, la interpelación estética de la palabra continua habilitada como una cuña o intersticio en ese flujo y, por lo mismo, efectúa las más impensables derivas: sube a los buses, se multiplica por centros de mesa, aparece en la web mientras se sintoniza en el teléfono la música adecuada para la caminata a casa. El cuento consigue que la literatura se suba no solo en los libros de bolsillo sino en las tabletas y en cualquier dispositivo con interface para texto. Y estos descontinúan la escena patricia del lector reconcentrado en la biblioteca añosa; aquí el lector no requiere un cuarto, un ritual, ni siquiera estar sentado; la premisa es que está moviéndose todo el tiempo, como la lógica de su espacio público, y la lectura lo intercepta en cualquier punto.

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Inmersa en el nuevo ensamblaje de la circulación cultural, Salazar prosigue en su empeño de implicar la intervención estética en la crítica de la cuestión pública. En el primer cuento, “Aquellas olas”, se plantea el movimiento continuo entre dos estados del mundo que debieran ser disjuntos en espacio y tiempo: el hospital público donde se atiende un anciano y la playa donde veranea una niña. El desplazamiento de la escritura entre uno y otro se funda en la conexión entre cuerpos vulnerables: el del paciente al que le han amputado las piernas por negligencia y el padre de la niña, que se aleja imprudentemente por los bajíos de la playa. En cambio, en “El ballet” Salazar entrevé la capacidad emancipadora de la conducta minúscula que entraña desvío; es la escena de intimidad brevísima en la que la niña protagonista discrepa del sueño de ser bailarina de ballet, uno que le asigna la mirada de su madre; es decir, un modelado del cuerpo que no es el deseo de la niña. Asimismo, en “En paz” el desplazamiento escinde a un cuerpo domesticado de su discurso, y este monologa sobre la suerte de sí mismo vuelto esfinge televidente. En “El grito”, en cambio, el delirio es el principio de la lógica de la escritura; se trata del tobogán emocional de una excombatiente de la guerra interna peruana, migrante en los Estados Unidos; el estrés postraumático la violenta de súbito. Espalda con espalda a “El grito”, se compone “Página en blanco”, otro cuento que escala velozmente de la monotonía cotidiana a la violencia contra la mujer: un escritor bloqueado con la esposa al alcance de la mano y de su mal genio. A continuación, Salazar cambia de formato y se vierte hacia el micro cuento: «Los otros 200” es un comentario sobre ese formato brevísimo y al mismo tiempo sobre la razón de ser de ese en particular: publicarse en un antología literaria si cuenta una historia de terror ambientada en la habitación 201 de un hotel sin nombre.

No obstante, el cuento que discurre con mayor destreza y conmoción sobre los requisitos de formato es “Carta a Salvador”, en el que el narrador Franz, migrante y jornalero ilegal en los Estados Unidos, le escribe una carta de disculpas al antólogo que le pide el envío de un cuento kafkiano prometido. La justificación para no hacerlo aún es el asunto de la carta como cuento: se lo impiden las dramáticas condiciones domesticas y laborales que padece como en la inmigración . A continuación, «Plancton luciferino” es un cuento sobre el movimiento mismo: una pareja que no se comprende para remar avanza en kayak dándose instrucciones a los gritos, los que hacen avanzar el relato a tumbos por una laguna con plancton luminiscente de Puerto Rico. En “La pollería”, Salazar escribe “Aquellas olas” al revés: no hay dos espacios conectados por los cuerpos, sino un solo espacio que el cuerpo del protagonista vive dividido en dos sujetos: el que consume el almuerzo cotidiano y el que dispara bajo contrato a los comensales. Aparecen dos cuentos brevísimos antes del final: primero “Cercada”, que tensa los intercambios entre el cuerpo de una mujer violentada y una ventana muy cercana abierta al vacío; luego, “El juego de las sábanas», el recorrido automático por la performance sexual lésbica en la sintaxis del puro montaje de imágenes. El libro concluye con “Cyber-proletaria”, el cuento de argumento más propicio al detalle, a la vuelta de tuerca argumental y las exploraciones de ciencia ficción. Una femmebot, una robot femenina, confiesa al lector que se ha planteado regular la sobrepoblación mundial y las consecuencias de ella; para ello se finge humana, también empresaria, y con ese disfraz funda la empresa de vientres artificiales dedicada la indispensable manipulación genética de la especie con fines reductores.

Lo que se aprecia, sin duda es que Coordenadas temporales aparece y circula apelando el formato antes que a la noción de opera magna. Se escribe en el spin literario por fuera de la escena de lectura estática de la biblioteca patricia, ni sus géneros ni su entonación engolada. Pero hay un proyecto estético, otro disjunto de la literatura como bien mueble, que se sitúa en el movimiento mismo entre lo multimediático, lo cotidiano y sus mercados trenzados. También implica una contienda política distintiva en los cuentos, ya no específicamente contra el patriarcado como fue en la novela, aunque este también componga el ensamblaje que oprime a los personajes del nuevo libro. Pasa que la cantidad de cuentos lo mismo dispersa los intereses expresivos como facilita la mirada del conjunto a la distancia.

Salazar contienen en los doce cuentos contra el maquinismo, pero no ese que se entiende como resultado de las revoluciones industriales, o el que podría pensarse, de manera más general, como derivado del uso de máquinas; no se contiende contra un motor, o a un avión o a un robot (aunque eventualmente estos sean capturados por la hegemonía del maquinismo que Salazar combate). Aquí hay que situar la idea de máquina de Deleuze, como un principio automático de producción, para el caso, de sujetos. De acuerdo con ella, una biblioteca es una máquina. Entramos en ella y nos crea como sujetos de la institución bibliotecaria. Hacemos cosas que no haríamos en otros sitios, activamos conductas que no se meditan ni un instante frente a determinados objetos y lugares, como quien anda dentro de una máquina con muchas partes. Antes los estantes hay una conducta: husmear. Por los pasillos amplios y cruzados no se corre ni se camina; se deambula con parsimonia; solo en las salas de lectura cabe la acción leer libros. Es decir, se adopta una postura y una gestualidad cuando se usa una biblioteca que no se tendría en casa o en la calle, pero también se producen en automático ideas sobre los comportamientos idóneos, para las bibliotecas y, en consecuencia, el deseo de personas idóneas para ellas. Una relación semejante es la que se guarda con el Estado en la modernidad porque las personas siempre se piensan como sus sujetos y, por tanto, idean cómo reaccionar frente a sus instituciones y sus leyes, cómo hacerlas prosperar, y cómo ser ciudadanos y, tal vez, los mejores. Es decir, las máquinas que desean reproducirse tienen sujetos que las desean.

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En los cuentos, de Claudia Salazar hay tres máquinas contra las que esgrime una denuncia. Acaso una salida. Dos de esas máquinas son viejas conocidas porque estuvieron en La sangre de la aurora; la tercera figura recién ahora. La primera es la guerra interna, una cuya lógica proliferante, se sabe, develó parcialmente en el pasado la Comisión de la Verdad y la Reconciliación; la segunda es la violencia de género, que supone la normalización de la mujer como chivo expiatorio de la cualquier conflictividad (intrínseca al patriarcado), a la que Salazar dedicó las mejores páginas de su novela premiada; la nueva y tercera tiene efectos parecidos, pero no idéntica. Es la migración, esa lógica multitudinaria del cuerpo latino que cruza la frontera ofreciéndose como fuerza de trabajo incontrolable pero al mismo tiempo reprimida . Los tres sujetos que resultan de estas máquinas se desplazan territorialmente (a otro país, al salto al vacío desde una habitación; al margen de la cordura o de la vida), y viven en permanente insomnio o pesadilla lúcida; viven con la tortura permanente de la inadecuación, las más de las veces atados a un carcelero razonable o delirante (que incluso cabe que sea un desdoblamiento de la víctima), pero, en algún punto, pleno de crueldad o violencia. Desde luego, la máquina tripartita produce tanto a la victima como al victimario, y aunque el victimario sea responsable, la garantía de la reproducción infinita de su contraparte, el perpetrador, los excede a ambos. Porque el principio productor de sujetos no está solo en la máquina y en sus productos , sino en el régimen de lo social y lo político que facilita que la actividad febril de la máquina continúen multiplicándose. Sucede que las máquinas de las que nos habla Claudia no pueden ser problemas para esos órdenes porque en mucho son cómo son porque provienen del statu quo de las máquinas. En concreto, a nadie que sea machista le parece injusto el machismo, el criminal de guerra mayormente se imagina héroe de una causa que le es obvia, el Estado imperial que recibe al migrante solo entiende que ha promovido una forma retorcida del esclavismo cuando la crisis humanitaria amenaza con disolver su vida normal, y no antes.. Las máquinas trabajan ciegamente y no tienen más fin que continuar. A esos disponen todas sus partes: instituciones, tecnologías, normas, pedagogías y seducciones.

En Coordenadas temporales existen sugeridas algunas salidas. Se distinguen centralmente dos: una cooperación entre mujeres, la que lleva adelante el kayak, a regañadientes, pero con eficacia, hasta el lago de las luminiscencias; y el puro altruismo de la condición femenina, en el caso de la robot empeñada en reformar el crecimiento antiecológico de la humanidad mediante la eugenesia. Una vez más aparecen sin énfasis pero con precisión los trabajos de las mujeres para aliarse con la vida y no con la muerte, para generar compromiso y no antagonismos inútiles. Esta batalla por oponer compromiso y utopía a las tres máquinas termina siendo solo una y la misma porque se lucha igual, en cada frente, contra la reproducción de sujetos fracturados. Llamémosla la batalla contra la máquina de guerra necropolítica, porque administrar los cuerpos es, para la máquina, violentarlos hasta la muerte. Es una combatiente férrea, que no siente y no piensa. En esto, es como un virus porque no está viva pero es orgánica (institucional) y compulsiva. Frente a su operaciones cotidianas, la obra de Claudia Salazar mantiene una proliferante continuidad en la tarea de darle estéticamente la cara en cualquier formato. En Coordenadas temporales, lo hace lejos de la escena literaria de las bibliotecas, de forma original, en el seno de narrar el formato no solo del cuento en el Perú de hoy sino de la velocidad de literatura en el intersticio de lo multimediático.

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