Con la espalda erguida, soberbio y algo tirano desde su metro setenta de estatura, Tian Zhao Yep entra a la cocina del chifa Guangzong, bautizado así para honrar a la ciudad natal de sus padres. Quien diga que los restaurantes chinos son sucios, quedaría como un vulgar prejuicioso frente al Guangzong, con suelos relucientes, platos y cubiertos impecables como instrumental quirúrgico y congeladores sin rastros de escarcha. Tian Zhao Yep pasa los dedos por una pared pulcrísima y culmina el escrutinio apenas con una mueca de aprobación, un tanto déspota. Acto seguido, supervisa la preparación de los platos. Prueba jugosos tallarines con carne, algas y hongos shiitake; cortes crocantes de lomo de cerdo aderezados con tausí, ajo, piña y colantao; sopas humeantes de pollo con wantanes rellenos, huevos de codorniz, langostinos y col asiática. Cada manjar lleva el toque mágico e invisible del glutamato monosódico, servido a raudales.
—¡Bruto! ¡Cholo bruto! ¡Así no! ¡Más flambeado, coge así la sartén! —ordena Yep a un cocinero novato, y con movimientos expertos hace que el arroz dé vueltas entre llamas hasta darle un tono apetitoso. Puede que el empleado se contenga de lanzarle un golpe cuando recibe la sartén apretando los puños.
Sin perder tiempo, Yep examina a una joven que amasa los min pao y le enseña a rellenarlos, como él mismo quizá aprendiera en su niñez. La muchacha lo imita, pero a él no le parece que haya comprendido bien, y la reprende insultándola en chino.
El rigor es clave para la calidad que caracteriza al Guangzong, cuya apreciada comida le permite al empresario conservar sus valiosos contactos en los negocios mayores, esos asuntos que no pueden tratarse en público y que le generan verdaderas ganancias. Desde hace veintidós años su salón es un punto de encuentro para personas importantes que deben permanecer anónimas. Sin embargo, si algo ama Yep —un cuarentón divorciado para quien sus hijos no representan más que una pensión mensual— es la culinaria, pues gracias a ella ha podido experimentar la mayor de las vanidades: la falsa modestia. Llegó a conocerla cuando empezó a ser mencionado como uno de los renovadores de la cocina china en el Perú. Él responde a los elogios bajando la cabeza, conteniendo la euforia, pero tamborileando los dedos en el bolsillo de su traje. Disfruta del orgullo silencioso de sentirse el mejor en algo, de ser mejor que su padre, de ser el primer millonario de su familia.
El Guangzong ha recibido críticas positivas a pesar de su otra fama, esa que se insinúa desde el hotel de siete pisos que funciona con el mismo nombre, en el mismo edificio, a una puerta de distancia. Probablemente haya sido el primer chifa-hostal de Lima y, por ende, del mundo. Ofrece la sabrosa posibilidad de tener sexo en una cama de dos plazas antes o después de comer, por ejemplo, chita al sillao, pejesapo en salsa de ostión, fideos sahofan con carne y mensí, o bocaditos dim sum, lo que el cliente elija.
Yep luce agitado cuando ingresa al vestíbulo y consulta la cantidad de habitaciones disponibles.
—Muy pocas ocupadas, ¿qué pasa, ah? —reclama al recepcionista, quien, aterrado, solo atina a ofrecer disculpas, ya que cualquier descargo podría acabar en insultos o en despido inmediato.
Yep encarna la autosuficiencia en su traje negro, más aún acompañado por un moreno gigantesco de expresión dura pero servil, quien viste un traje menos elegante que el suyo y lo mira de reojo, para protegerlo a distancia, sin hablar. Entran al comedor. El empresario saluda a cada cliente, incluso a quienes no conoce, con la misma fingida amabilidad que ha labrado desde que se convirtió en lo que es. Revisa la pulcritud de las mesas de cedro y sus manteles rojos, las sillas de recubrimiento acojinado con figuras de tigre, los espejos y las lámparas de vidrio, solo para regodearse una vez más en que todo está impecable. En su andar sobrio y las indicaciones que da con aparente indiferencia, emana un desprecio que recubre una extraña felicidad.
—Lleva seis cervezas a abogados de mesa trece, de mi parte. Con cariño, que trabajan para ministro —ordena Yep a un mozo, mientras examina el mostrador y las boletas del día—. Día malo, semana pésima. ¿Están atendiendo bien? No parece. Ventas bajan, ¿por qué no les pago menos? —regaña Yep a quienquiera que lo escuche, y se aleja sin esperar respuesta para verificar que los adornos orientales —los jarrones de loza, los gatos dorados que mueven la juguetona pata delantera izquierda y los platos de jade— estén limpios, derechos y alineados.
Yep se seca el sudor de la frente, síntoma inequívoco de que su inevitable mal humor le ha subido la presión, y mira su reloj de oro, que de tan grande le queda ridículo. Ya es hora. Como cada noche, se toca la nariz, con lo cual ordena a su guardaespaldas que lo acompañe al «otro espacio».
Antes de cruzar el umbral, Tian Zhao Yep da una última mirada al restaurante. Los jóvenes burócratas festejan con las cervezas de cortesía y lo saludan alzando sus vasos, entre socarrones y celebratorios. Yep devuelve el gesto con una venia hipócrita y cruza el local hasta la puerta prohibida, abre las cerraduras y el candado. Entonces piensa en las chicas, se relame al recordar a su favorita y en cómo el castigo que le dio ayer a las demás debe de haberla aislado. Imagina que su favorita lo espera para que la consuele, sola, pálida, con las rodillas juntas que no ocultan sus vellos rojos, incapaz de moverse. Entonces el estruendo lo atonta: su forzudo escolta apenas puede abrir la boca cuando la primera bala le atraviesa la sien, la segunda el pecho y una tercera deja un hueco en la pared. Yep maldice en chino e intenta sacar su revólver, mientras el hombre que acaba de matar a su guardaespaldas le dispara en el estómago, el pulmón izquierdo, el brazo derecho y, en un tiro afortunado, el cuello. El empresario asiático deja caer su arma y sus dedos inútiles se curvan. Intenta gritar para devolver el mundo al orden que él ha dispuesto, y entonces lo detiene el sabor a sangre, los párpados pesados, la luz que se apaga. Yep pudo verlo bien antes de cerrar los ojos para siempre: el asesino es un tipo con barba tupida, cabello lacio y negro que le cubre la nuca, y anteojos fotogrey, que da un último balazo hacia la puerta del chifa para contener al vigilante, toma las armas de los muertos y traspasa la puerta cerrándola con furor.
El asesino recorre un pasadizo sin decoración, iluminado por fluorescentes blancos desnudos y ululantes, hasta llegar a un patio de casuchas miserables con techos de calamina y paredes de triplay, donde se agolpan catres de colchones escuálidos. Huele a humedad, a polvo, a sexo. En los armarios sin puerta cuelgan sostenes cursis, calzones rojos, trajes de lolita y disfraces de personajes de anime, así como uniformes de los colegios más caros de Lima. En las mesas de plástico se acumulan las sobras de arroz chaufa asediadas por moscas. Allí, detrás del triste mobiliario, se ocultan las quince mujeres que trabajaban discretamente para el ahora difunto Yep, casi niñas de cuerpos todavía en formación, algunas con las costillas bastante visibles. Las prostituyen en habitaciones de lujo, pero viven presas de esa miseria. Sueltan chillidos cuando ven al asesino empuñando un revólver en cada mano. Algunas cubren su cuerpo, otras se esconden debajo de las camas, dos gemelas lloran abrazadas. El asesino les narra lo que acaba de hacer, seco y con pocas palabras. Entonces la más alta, una morena caderona de rulos, obliga a las demás a dar la cara mientras le agradece con acento colombiano y vocifera, líder, que deben escapar.
—Para qué llorar por un hijueputa como ese chino abusador, que se lo lleve el diablo —dice ella.
Salen de sus refugios a medio vestir, colocándose ropa más adecuada para el frío y los ojos públicos, como una horda frenética gritando frases incomprensibles, estupefactas, eufóricas a la vez que aterradas. Aunque protestan, gimotean e insultan, por una sumisión instintiva siguen al asesino a sabiendas de que lo es, andando en línea recta, con las cabezas bajas.
La juventud y fragilidad de las muchachas satisfacen los fetiches que volvieron populares a este burdel en cierto sector de la clase alta limeña. Si bien la mayoría son de la selva peruana, las más solicitadas son seis chinas o, al menos, asiáticas, que entienden vagamente el español, y una joven de ojos azules, piel pálida y senos pecosos que se peina frenéticamente el cabello rojo mientras llora. Las demás prostitutas la empujan, mirándola con odio exagerado para cerciorarse de que lo sienta. El asesino, compasivo, le sonríe mientras guía a las chicas hacia la puerta trasera, el disimulado acceso para esa otra clientela del Guangzong. La joven pálida se asusta ante el saludo, mas continúa a su lado y no se aparta ni cuando este da dos balazos a una puerta de madera para abrirle un boquete y forzar la cerradura.
Al llegar al mostrador del burdel los recibe el encargado, quien está hablando por teléfono, es posible que con otro guardaespaldas. El asesino le dispara en la cabeza, una sola vez, en medio de la frente, quizá para no espantar en vano a sus acompañantes. La morena colombiana le indica con alaridos y manotazos que hay un botón allí, que debe apretarlo para abrir la cochera.
Ángel de la guarda, un adelanto de Miguel Ángel Vallejo
Acuedi Ediciones, 2024
208 pp.
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Miguel Ángel Vallejo Sameshima (Lima, 1983) Doctor en Lenguas, Textos y Contextos por la Universidad de Granada, donde también tiene el grado de Magíster en Estudios Literarios y Teatrales. Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Ha publicado veintiún libros de ficción, periodísticos y académicos, entre ellos la investigación Teatro sobre la independencia del Perú (2021) y la novela La muerte no tiene ojos (2016). Textos literarios suyos figuran en alrededor de treinta antologías y revistas, y han sido traducidos al inglés, italiano y portugués. En 2023 fue el dramaturgo de Proyecto Áyax, obra testimonial con estudiantes de Actuación de la Pontificia Universidad Católica del Perú, y codirector del laboratorio donde se elaboró. Su obra 1997, 14 de noviembre quedó en segundo lugar en el Tercer Concurso Nacional de Dramaturgia Teatro Lab 2018 – 2019 (U. Lima), y su pieza Carnaval recibió una mención honrosa en el Concurso Nueva Dramaturgia Peruana (Mincul, 2017) en la categoría Teatro para la Memoria. Ambos montajes fueron considerados entre lo mejor del año por la revista especializada Oficio Crítico. Ha sido guionista de podcasts como Lima Criminal y Fumar. Es profesor de posgrado en la UNMSM, la Universidad Antonio Ruz de Montoya y la Universidad Ricardo Palma.