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«Ascensor», un cuento de Diego Luis Sanromán

Un hombre reflexiona sobre la vida y la muerte, y un ascensor como metáfora de lo irremediable. Un cuento del escritor Diego Luis Sanromán.

Publicado

4 Nov, 2025

Life’s an elevator
It goes up and down
Life’s an elevator
Can’t you dig the sound?

Marc Bolan (1976)

6

¿Cómo se titulaba aquella película en la que el asesino se queda atrapado en un ascensor? El tipo, un veterano de no sé qué guerra, está seguro de que ha ejecutado el crimen perfecto, pero al poco tiempo de abandonar la escena del asesinato se da cuenta de que ha tenido un descuido. Regresa para enmendar su error, toma el ascensor y de repente el ascensor se detiene y se queda a oscuras. El ascensor es el ascensor del edificio de oficinas en el que trabaja y la víctima, su jefe. Un magnate del petróleo o de la construcción. Algo así. Un bicho asqueroso. Cuando el edificio cesa su actividad, el bedel de la empresa corta el suministro eléctrico y eso es lo que explica que el ascensor se detenga entre dos pisos y que el asesino no pueda salir de la trampa en la que él mismo se ha encerrado. El veterano de guerra, por cierto, está liado con la mujer del magnate, mucho más viejo que ella.

Desde que adaptamos el ascensor de la comunidad a la nueva normativa, el aparato ya ha sufrido tres o cuatro averías. Es como si el cambio no le hubiera sentado bien y le hubiera alterado el carácter. Cuando está enfurruñado, se niega sencillamente a moverse. Pero si le da la ventolera, te embarca en un viaje con parada en cada una de las siete plantas del edificio. Arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez. Hasta que al final se cansa y le da por pararse en un piso que no es al que tú ibas en un principio. La nueva normativa, nos dijeron, debía significar una mejora en la seguridad y el bienestar de los usuarios del ascensor.

En fin, son cosas que uno oye en conversaciones entre vecinos escuchadas a medias en el portal, porque lo cierto es que yo todavía no he sufrido ningún percance con el ascensor.

Pero sí me he dado cuenta de algo. Antes el ascensor hacía sus viajes sin escalas. Salías del punto A y llegabas sin interrupciones al punto B. Si había algún vecino aguardando en el rellano, tenía que esperar a que hubieras llegado al final de tu trayecto para que el ascensor le obedeciera al pulsar el botón de llamada. Mientras no hubieras llegado a destino, el otro no podía subir a bordo. Ahora el ascensor obedece automáticamente a cualquiera que pulse el botón desde fuera, de modo que, queriendo subir, puede que alguien te haga bajar, o que, de camino al garaje, te lleven hasta el último piso del edificio y acabes dándote de bruces con el perrazo del vecino del séptimo, que por supuesto no esperaba encontrarse a nadie allí dentro. La nueva normativa ha introducido un elemento de azar en nuestras vidas que a mí no me gusta nada.   

Ayer oí, por ejemplo, que hace un par de días el hijo adolescente de una familia del quinto, ese chico tan amanerado, se había quedado atrapado durante varias horas dentro del ascensor. Cuando lo sacaron, su nivel de dióxido de carbono en sangre estaba por los suelos y presentaba todos los síntomas de la hiperventilación. Taquicardia, vértigo, sensación de ahogo. Al parecer, el ataque de pánico no fue a más porque el chico estuvo todo el tiempo en comunicación con su madre, que lo calmaba a través del teléfono móvil. Supongo que los móviles resultan útiles en situaciones así. Yo, sin embargo, sigo considerándolos una de las peores aberraciones de la tecnología moderna.

“¿Qué te llevarías a una isla desierta?” es la pregunta típica. Pero creo que deberíamos cambiarla. Al fin y al cabo, no creo que quede ya ninguna isla desierta sobre la faz de la tierra. Lo que sí hay son ciudades cada vez más grandes. Y en las ciudades, edificios cada vez más altos. Y en todos los edificios, un ascensor o varios. Así que ahora la pregunta quizá debería ser “¿Qué te gustaría tener contigo si te quedaras atrapado en un ascensor?”. Imagina que, como el protagonista de aquella película, te pasaras encerrado toda una noche en la estrecha cabina de un ascensor. A solas. Sin teléfono móvil. ¿Qué harías? ¿Cómo llenarías el tiempo?

No sé por qué, pero creo que en una situación así lo primero que yo haría sería quitarme los zapatos y los calcetines, meter los calcetines dentro de los zapatos, acomodarlos en un rincón y finalmente sentarme en el suelo. Después haría inventario del contenido de mis bolsillos. Y luego tal vez me dedicaría a poner orden en la cartera. Algo que nunca he hecho. Ya está vieja y raída, y con los años he ido engordándola con mil tarjetas y papelillos absurdos que guardaba con vistas a un uso futuro que jamás llegó. La verdad es que nunca los he sacado del lugar que les asigné en aquel primer momento y que nunca me han servido para nada. Ahora tal vez podrían servir como estímulo para el recuerdo. Como una especie de diario de viajes en miniatura. Estoy seguro de que tendría entretenimiento para muchas horas.

5

“Tengo cara de búho y las orejas demasiado grandes”, me digo al verme en el espejo del ascensor. Es lo que me digo cada vez que me miro en un espejo desde que era adolescente. Cara de búho, orejotas. Por fortuna, al detenerse en mi piso el ascensor venía sin pasajeros. Mientras desciendo las seis plantas que me separan del portal que da a la calle no puedo evitar pensar en qué haría si ahora este cacharro dejara de funcionar y me quedara atrapado entre dos pisos. Hace un rato, en mi fantasía, me veía dueño de mí mismo, hojeando tranquilamente tarjetas de hoteles, restaurantes y tiendas ya olvidados a la espera de que llegasen los bomberos o quienquiera que intervenga en estos casos. Ahora temo que mi reacción no sería muy distinta a la del chaval del quinto. Solo que sin la tierna voz de una madre que me sosegara desde la distancia.

De repente me viene a la memoria aquella vez que me hicieron una resonancia magnética en el hospital. El ruido de las bobinas dentro del escáner. El sudor frío, la angustia, la lucha por no tocar una segunda vez el botón de alarma para que me sacaran de allí de una maldita vez. Y entonces me veo ovillado en posición fetal sobre el suelo del ascensor, presa de convulsiones y boqueando para intentar llevar un poco de aire a los pulmones. Atrapado aquí dentro para siempre jamás. Y encima, descalzo y sin calcetines como el suicida que se arroja al río tirándose desde un puente. Orejas, cara de búho, NENAZA, me digo al poner por fin el pie en el portal.   

4

“¿A ver qué se te ocurre ahora, búho requeteorejas?”, le he dicho al del espejo y luego he puesto en marcha mi cronómetro mental. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Quinta planta. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Cuarta planta. El ascensor tarda unos treinta segundos en llegar abajo. Cinco segundos por cada rellano. E imagino que la velocidad de subida será más o menos la misma.

Se cuentan historias de personas que aprovechan las averías para hacer el amor en los ascensores, y al parecer es algo que forma parte de las fantasías sexuales de mucha gente. Pero ¿qué se puede hacer en los treinta segundos que dura un viaje en ascensor?, me pongo a pensar cuando lo tomo de vuelta a casa esa misma tarde. En realidad, treinta segundos bastan para cambiar la vida de un hombre. O para acabar con ella. Treinta segundos son más que suficientes para caer rendido de amor. Y estoy seguro de que un asesino a sueldo bien adiestrado podría coser a puñaladas a su compañero de viaje incluso en menos tiempo.

A falta de algo mejor, un viaje en ascensor puede servir para medir cuánto tiempo puedes aguantar la respiración. Tomas aire, inflas lo mofletes, te pinzas la nariz con los dedos para no hacer trampas y te pones a contar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Como quien se zambulle. Creo que podría aguantar treinta segundos sin problemas. E incluso más si me lo propongo.

Otra alternativa es fijarte en lo que normalmente escapa a tu atención. Es algo que suele ocurrir en cualquier viaje. Uno tiene la vista puesta en el destino y suele descuidar lo que tiene a su alrededor durante el trayecto. Hasta ahora, por ejemplo, no me había fijado con detalle en esa pegatina que hay sobre el contador de los pisos. “REVISIONES”, dice encima del logo de la empresa responsable (el perfil esquemático de un edificio cruzado por una flecha ascendente). Durante los meses de enero y febrero nuestro revisor fue un tal Gregori. De marzo a mayo lo sustituye Jorge. En junio Gregori está de vuelta.

Debajo del contador, puede leerse “450 kg. 6 PERS.”, y unos códigos cuyo significado desconozco: “CE 0099” y “R.A.E.: 132.039”. ¿Qué demonios quiere decir R.A.E.? ¿Reparación de Ascensores Exprés? ¿Red de Ascensores Espaciales? ¿Real Academia de Elevadores? Ni idea. Tendré que preguntarle a algún vecino. O a la presidenta de la comunidad. Para añadir más misterio al enigma, sobre la puerta del ascensor hay una plaquita de metal en la que aparece el mismo código. Solo que le han quitado los puntos y le han puesto una A al final. RAE: 132039A.

Más abajo, en otra pegatina de la misma empresa que se encarga de las revisiones, se advierte: “En caso de emergencia mantener pulsado el botón de alarma (aquí el dibujo de una campanita) para contactar con nuestro servicio de rescate de 24H”. Luego viene un número de teléfono de averías y se repite lo de “450Kg 6 personas”. Cuatrocientos cincuenta entre seis, si mis cálculos no fallan, es igual a setenta y cinco kilos por persona. Yo no llego a tanto.          

3

Él debe de medir alrededor de un metro noventa y seguro que supera con creces los setenta y cinco kilos de peso. Seguro que pesa cien o ciento y pico, me digo. Casi el doble. Al entrar ha dejado caer un “Buenos días” con tono mecánico, que me ha hecho pensar que tal vez esas eran las únicas palabras que conocía en nuestro idioma. Sobre todo porque, desde que adaptamos el ascensor a la nueva normativa, lo normal es que el recién llegado pregunte además por el destino del viaje. “¿Vas para abajo?”. Pero él se ha limitado a decir “Buenos días” y ya está. Después se ha dado la vuelta y se ha quedado mirando hacia la puerta del ascensor, dándome la espalda. “Buenos días –le he dicho yo-. Voy para abajo”.

Son cien kilos, pero cien kilos de pura masa muscular. Sin un gramo de grasa. Nada que sobre, me digo. Para entrar en el ascensor ha tenido que encorvarse y bajar la cabeza. Después ha sido cuando ha dicho “Buenos días” con ese acento tan raro y se ha dado la vuelta. Desde donde estoy puedo ver su nuca rasurada, unos ricillos muy pequeños en lo alto de la cabeza, el cuello recio, sus anchas espaldas. Lleva una camiseta de color granate (de rugby o de fútbol americano, no sé bien) con el número 12 en la parte de atrás y unos vaqueros desgastados. Con los hombros cubre de un extremo al otro la cabina del ascensor, de modo que la salida está completamente bloqueada. Y yo, aplastado contra la pared del fondo, siento que me falta el aire, que se me acelera el corazón. Tranquilo, me digo. Son solo quince segundos. Diez, en realidad.

Para sosegarme, en lo que dura el descenso trato de hacer memoria. Veamos. En el tercero, desde hace un par de años hay una pareja de divorciados ya maduros que van cediéndose por turnos la ocupación de la vivienda. Eso es en el 3º A. También una viuda de casi noventa años, la señora Calvero, que apenas sale de casa y que vive con una cuidadora paraguaya. La señora Calvero, sin embargo, lleva aquí toda la vida. Eso es en el 3º B. Y por último, una familia numerosa. Muy numerosa. La de ese matrimonio tan creyente que tiene por lo menos media docena de hijos. La mayoría niñas. Y eso es en el 3º C. Pero que yo recuerde, en el tercero nunca ha vivido ningún hombre negro.     

2

Es curioso. Ayer no me percaté del olor. Si tuviera que ponerlo por escrito, diría que es un aroma “almizclado”. Aunque lo cierto es que no tengo ni idea de lo significa “almizclado”. Digamos que es un olor fresco, agradable, como de jardín que acabasen de regar. Tal vez sea lo contrario del almizcle. En cualquier caso, es un olor que me gusta. Hoy ha vuelto a saludarme con su “Buenos días” robótico envuelto en ese olor a perfume. Ayer, antes de salir del ascensor, se despidió diciendo “Hasta luego”. Así que al menos conoce esas cuatro palabras de nuestro idioma. Buenos días y hasta luego, no adiós. En eso coincidimos: los dos somos puntuales y los dos somos de pocas palabras.

Al volver la mirada hacia el espejo me descubro con las narinas dilatadas, aspirando el aire del ascensor, pero enseguida dejo de hacerlo. “¡Serás orejas! ¡Pedazo de jeta de búho”, digo para mí. Observo también el reflejo de su perfil. Y nada. Ni un movimiento, ni un solo gesto. Se limita a fijar la mirada en las puertas plateadas de la cabina, como si estuviera acechando el momento en que por fin se abran para salir corriendo. Quizá también esté al tanto de lo que le ocurrió al chico del quinto. Mientras pasamos del segundo al primer piso le echo otro vistazo al cuadrante de las revisiones. Jorge y Gregori van empate a tres.

Hoy el negro lleva una camiseta de color verde claro, pero sin números en la espalda. Tal vez por eso he asociado el perfume con el olor a jardín. Por el color, digo. Me pregunto cómo se llamará. ¿Jorge? ¿Gregori? No le cuadra. Gregori es un nombre de astronauta ruso. Creo que le queda mejor Raymond, Rodney o algo así. Rod o Ray para los amigos. “¿Qué tal, Ray? ¿Qué tal, Rod? El señor Búho Orejudo para servirte. Vivo en el 6º A. Cualquier cosa que necesites… Solo te llevará quince segundos”. Tal vez en nuestro tercer o cuarto encuentro me atreva a presentarme. De momento me limito a responder a su “Hasta luego” con un “Hasta mañana”. Pero a punto está de escapárseme un “Hasta mañana, Ray”.

Antes de salir del ascensor me doy cuenta de que a Ray se le ha caído algo. Es un papelito doblado en cuatro. Dentro hay dibujada una campanita parecida a la del botón de alarma y debajo un número: 541-541.

1

Ya empieza a apretar el calor, y eso que aún es temprano. Hasta ahora no había tenido en cuenta la variable de la temperatura. De quedarme atrapado en el ascensor, preferiría desde luego que fuera en otoño o en invierno. El calor hace que se intensifique la sensación de angustia. Me imagino encerrado ahora mismo en el ascensor y de nuevo empiezan las palpitaciones y los ahogos. Por fortuna, cuando ya estoy empezando a verme encogido sobre un charco de sudor en el suelo, el indicador de los pisos marca la tercera planta.

Ray irrumpe con su olor fresco a jardín recién regado. “Buenos días”. “Buenos días, (Ray)”, le respondo. Pero lo de Ray lo digo solo para mis adentros, claro. Acorde con las altas temperaturas, Ray viste hoy unas bermudas, aunque también de tela vaquera, y un polo de color rosa. Hoy en lugar de números lleva algunas palabras en la espalda, que cubren como una valla publicitaria toda la puerta del ascensor. Dice: “Born to Stand Out”. No sé lo que significa “stand out”, así que lo anoto mentalmente para buscarlo más tarde en el diccionario de inglés.

Cuando estamos a la altura de la segunda planta me saco del bolsillo la nota que Ray dejó caer ayer. En el espejo puedo ver el reflejo de la mano con el papelito que se acerca a su espalda. Tiene algo de fantasmal. Parece que mi brazo hubiera cobrado vida propia, que flotase en la cabina del ascensor. Al fondo se ve también mi otra mano que se aproxima despacio al hombro correspondiente de mi compañero de viaje. “Disculpa”, balbuceo, me atraganto, sudo. Pero estoy seguro de que no me ha oído. Enseguida mis brazos se repliegan y las manos vuelven a su posición inicial. Ray asoma la barbilla por encima del hombro derecho para despedirse. “Hasta luego”.

0

Hoy Ray no estaba esperándome en su rellano. He consultado el reloj para cerciorarme de que no me había equivocado, pero en mi reloj era la hora de siempre. Es un reloj de los de antes, de esos a los que hay que dar cuerda y poner en hora. Con manecillas, pero sin segundero. Hasta ahora nunca me ha fallado, pero he pensado que esta vez quizá iba con retraso. O que se me había adelantado, que sé yo.

Así que regreso al sexto y espero a que las puertas se abran. Después pulso de nuevo el botón de la planta baja. Si Ray está en el tercero, ya pulsará el mismo el botón de llamada y el ascensor se detendrá donde corresponde. Quinto, cuarto, tercero. Quince segundos. El ascensor, sin embargo, continúa sin detenerse su viaje de descenso hasta la planta baja. Segundo, primero, planta baja. Otros quince segundos. Solo que en esta ocasión sin la compañía de Ray.

Comienzo a angustiarme. Temo que con tanto viaje en ascensor el aparato acabe por bloquearse y me deje encerrado como al vecino del quinto. Aunque sé que es tentar a la suerte, hago una segunda intentona. Pero nada. El resultado es el mismo. Esta vez saco la cabeza del ascensor y olfateo el rellano del tercero en busca del algún rastro del perfume de Ray. Nada tampoco. Es un aire pesado y caliente que huele a cerrado, a cuerpos que empiezan a salir de la cama. Si acaso, se nota un ligero olor a café recalentado o que se ha dejado demasiado tiempo al fuego. Pero nada más.

De pronto me viene una idea a la cabeza. Aunque me he cambiado de pantalones, descubro que inconscientemente he pasado la notita de Ray de los pantalones de ayer a los pantalones de hoy. 541-541. Quizá ahí esté la clave. Puede que se trate de un código mágico, de una especie de invocación para traer a Ray de vuelta al ascensor. Pulso el botón del quinto y después el del cuarto. La memoria del aparato no da para más. Una vez en el cuarto, pulso el botón del primero. Luego repito la operación. Cinco, cuatro y después uno. Por último, vuelvo a mi piso y emprendo de nuevo el viaje de descenso. El ascensor baja sin detenerse hasta la planta 0.

No me atrevo a pulsar la campanita de alarma por temor a llamar la atención de los vecinos.     

-1

“Oiga, ¿se encuentra usted bien?”.

Al principio la voz parece llegar desde muy lejos. Después se vuelve más nítida, y reconozco que es la del conserje del edificio, que me habla desde más allá de las puertas abiertas del ascensor.

“¿Ha pulsado usted el botón de alarma?”.

Un velo de lágrimas me impide ver con claridad al hombre, que parece inclinarse sobre mí ofreciéndome una mano. Imagino cómo debe de vérseme desde su punto de vista. Un hombre adulto tirado en el suelo en posición fetal, hecho un gurruño sobre un charco de sudor en la cabina del ascensor, tembloroso y lloriqueante. Los zapatos en una esquina y, dentro de los zapatos, unos calcetines demasiado gruesos para esta época del año. Primero niego con la cabeza, después asiento. O tal vez sea al contrario.

Pasados unos segundos, quince tal vez, alzo la mirada y me limpio los ojos con el dorso de la mano. El contador de los pisos marca la planta menos uno. He tocado fondo, me digo.

“¿Quiere que lo acompañe? Puede usted subir en el ascensor. Funciona perfectamente”, oigo decir al conserje a mis espaldas mientras me dirijo hacia las escaleras. Esta vez sí estoy seguro de que niego con la cabeza. “No, gracias”. Luego emprendo a pie el camino de regreso hasta el sexto piso. Solo lamento que no haya un espejo para poder recrearme en el patético espectáculo de ese triste búho orejudo que sube penosamente las escaleras, descalzo, con los zapatos en la mano. Por una vez he tomado una decisión. Nunca volveré a salir de mi apartamento. Nunca volveré coger el ascensor.

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Diego Luis Sanromán (España, 1970) es escritor, traductor y doctor en filosofía. Su producción reciente incluye la novela Kwass o el arte combinatoria (2015) y los libros de relatos Ladran los hombres (2017) y Pornmutaciones (2019). Parte de su obra ha sido incluida en antologías de relatos y ensayos como Extraño Oeste (2015), Twin Peaks: 25 años después, todavía se escucha música en el aire (2016) y Organismos. Relatos sobre otredad, biopolítica y materia extraordinaria (2018). Ha traducido a autores tan dispares como Maurice Blanchot, Lewis Mumford, Albert Cossery, Francis Picabia o Gianfranco Sanguinetti.

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