«Atahualpa en el multiverso», un análisis de Rafael Dumett

El escritor e investigador peruano, Rafael Dumett, analiza las posibilidades de un futuro donde la historia le hubiera cambiado el destino al último de los incas.

Escribe Rafael Dumett

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«Civilizaciones», la novela del francés Laurent Binet publicada en 2019, imaginó un escenario histórico alternativo de la conquista. Este comenzaba hacia el año mil de nuestra era. Freydis, la hija de Erik el Rojo, no se quedaba en los asentamientos de Vinlandia, el nombre que le dieron los vikingos a Norteamérica, y más bien navegaba por la costa este de los Estados Unidos, bajaba a Centroamérica, topaba con y entraba a la actual Sudamérica por el río Amazonas. Por alguna razón misteriosa, los «skraelings» -el nombre con que los vikingos se referían a todos los habitantes de las tierras nuevas- acogían benévolamente a Freydis, se comunicaban con ella sin necesidad de intérprete y establecían una relación relativamente armoniosa con los visitantes que la acompañaban.

La hija de Erik el Rojo aparece por última vez en Lambayeque, Perú, recibiendo sacrificios humanos por una sacerdotisa del lugar. Su presencia deja huella demográfica, en la forma de hombres rojos que aparecen en la novela cinco siglos después. También deja un legado, por así decirlo, cultural. Como resultado de las interacciones de Freydis y los suyos con los «skraelings» durante todo su periplo, estos se contagiaban de enfermedades hasta entonces solo propias de vikingos, y ante las que adquirían, sin saberlo, inmunidad. Además, acogían al caballo y lo integraban a sus sociedades. Aprendían las artes del hierro, el material del que estaban hechas las espadas vikingas, estudiado y dominado por generaciones y generaciones de herreros del Nuevo Mundo.

La segunda parte de «Civilizaciones» es un diario de Cristóbal Colón en que este narra su fracasado periplo por las tierras nuevas en que acaba de orillar. Las poblaciones indígenas no estaban dispuestas a servirlo. Nada de lo que Colón y los que venían con él traían consigo les impresionaba, pues lo habían visto antes. Los caballos habían tenido quinientos años para integrarse a las sociedades indígenas del Nuevo Mundo, que ya no era tan nuevo. El poder del hierro no los asustaba: tanto las puntas de las flechas que lanzaban a Colón y los suyos en sus enfrentamientos como las hachas que usaban en su vida cotidiana habían sido manufacturadas con ese metal. Por otra parte, los indígenas eran inmunes a las enfermedades extranjeras. Doblegado por la fortuna y traicionado por Alonso Pinzón, capitán de «La Pinta», quien decidía abandonarlo a su suerte para seguir a un nativo que le encendía la oreja con menciones a un país que rebosaba de oro en el sur, Colón se quedaba deambulando por las tierras “nuevas”, errando desamparado en una querencia taína, donde moría de viejo. Jamás lograba regresar a Europa.

Pero la parte que verdaderamente nos atañe, y que constituye la columna vertebral de la novela, es la tercera y penúltima, titulada “Crónica de Atahualpa”. En ella, el Inca Huayna Capac y su hijo el Inca a prueba Ninan Cuyochi, luego de presenciar augurios nefastos, eran asesinados por un hombre pelirrojo, obvio descendiente de Freydis y los suyos. No morían a manos de la plaga de viruela que en 1527 asoló el Incario en el mundo real, pues en este escenario estaban inmunológicamente preparados para resistirla. Como consecuencia del asesinato, el poder recaía en Huáscar, a quien Huayna Capac -«Civilizaciones» sigue aquí y en lo que sigue a cierta historiografía obsoleta-, había decidido entregarle antes de morir “el trono del Cuzco”. Los problemas surgían porque también había ofrecido a otro de sus hijos, Atahualpa, “las provincias del norte”. Huáscar, de temperamento beligerante, explosivo e impredecible, inventaba un pretexto para declararle la guerra a su hermano, y enviaba a sus generales a las tierras en que Atahualpa residía, en el actual Ecuador.

Ahora bien, los generales de Atahualpa, Challco Chímac, Quizquiz y Rumiñahui estaban curtidos por las guerras de pacificación de Huayna Capac, que habían durado once años y en que habían sido victoriosos protagonistas, y derrotaban una y otra vez a las tropas de Huáscar, forzándolas a retroceder hasta el Cuzco. Sin embargo, cuando estaban al borde de la victoria, el Atahualpa ficticio, que en la historia real permaneció en las tierras del norte, decidía por capricho inexplicado asumir la conducción personal de la guerra. Las consecuencias eran nefastas: a sus tropas les empezaba a ir tan mal que se veían obligadas a replegarse hacia el norte con toda la velocidad que les permitían sus caballos, descendientes de los que trajera Freydis al Nuevo Mundo. Acechados por los generales de Huáscar, pasaban por Cajamarca sin detenerse y el letal encuentro con Pizarro, que no es mencionado y quizás no había logrado reunir su hueste perulera, jamás se producía. Los generales de Atahualpa lograban sacarle un poco de ventaja a sus perseguidores y llegaban hasta el istmo de Panamá, donde escuchaban mentar a unas islas acogedoras que se hallan más allá, llamadas Haití, Jamaica y Cuba y hacia las cuales lograban evadirse. En esta última isla Atahualpa era recibido con amabilidad por una envejecida Anacaona, señora taína que, en la línea paralela de la realidad, había muerto en 1504 durante una revuelta contra algunos españoles que se instalaron en su tierra después de la llegada de Colón. En «Civilizaciones», la princesa Higenamota, su hija, recibía a los visitantes con recelo, advertida por sus espías de que a Atahualpa y a los generales los estaban persiguiendo, y les exigía que se fueran de la isla cuanto antes. ¿Adónde? Hacia el Este. ¿Cómo? Utilizando, previa refacción, los grandes navíos en que, cuarenta años antes, habían llegado desde el horizonte unos extranjeros barbudos, y que habían sido cuidadosamente conservados.

Es aquí que se produce en «Civilizaciones» el gran viraje con respecto de la Historia, que da sentido a toda la novela. Atahualpa, sus generales y la princesa Higenamota, quien conocía la lengua castellana por haberla aprendido de niña durante la visita de Colón, emprendían el viaje por mar hacia lo que denominarán “el quinto Suyo”. Llegaban a una Lisboa devastada por las inundaciones y por el hambre. Camino a una ciudad llamada Toledo, eran testigos atónitos de las secuelas del fanatismo religioso de la Inquisición -una caracterización de la Europa de entonces que ha sido discutido por la bibliografía más reciente- y, después de una serie de sangrientas batallas, se hacían de la victoria. En Salamanca capturaban a Carlos V, a quien trasladaban a Granada, donde el rey español, después de una intentona fallida de liberarse, moría en cautiverio. Atahualpa asumía así, casi sin proponérselo, una posición de liderazgo político en España, donde la por así decirlo actitud tolerante y antibelicista de su filosofía incaica, importada de ultramar, traía consigo enormes consecuencias políticas, mayormente benéficas, a Europa, a cuya larga enumeración y recreación Binet dedica casi la mitad del libro. Consecuencias que juegan a ser el espejo de lo que realmente ocurrió, pues de eso se trata, de proporcionar una imagen invertida de la conquista, en que los incas han sido los conquistadores y los españoles los conquistados.

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Laurent Binet ha señalado que «Civilizaciones» es una respuesta a una pregunta lanzada por el ornitólogo y geógrafo Jared Diamond en su emblemático libro «Armas, Gérmenes y Acero»: ¿por qué Pizarro capturó a Atahualpa y no al revés?

Según Diamond, los factores determinantes de la superioridad de la civilización del Viejo Mundo sobre el Nuevo en el momento de su encuentro fueron los que dan título a su libro. Para «Armas…» el encuentro entre Atahualpa y Pizarro es emblemático del desigual choque cultural entre ambos Mundos. Y constituye uno de los ejemplos con que apuntala la tesis principal de su teoría: que la Historia siguió cursos diferentes para los grupos humanos que habitaban los diferentes continentes debido a ciertas ventajas en los entornos ambientales que ofrecían unos con respecto de otros. La conquista de las Américas por parte de Europa fue, para Diamond, simplemente la culminación de dos trayectorias históricas largas que ocurrieron por separado, y en cuyo encuentro los europeos no podían sino ganar y los incas sino perder. No existía la posibilidad de un desenlace diferente. Pizarro y los suyos -o los españoles que hubieran seguido su senda, si por algún contratiempo su empresa hubiera fracasado-, estaban por así decirlo condenados a la victoria merced a una combinación de superioridades en varios terrenos: la posesión de conocimientos de armas de fuego (en contraposición con el conocimiento exclusivo de armas blancas), la resistencia a enfermedades devastadoras como la viruela (en contraposición con la falta de inmunidad a estas) y el conocimiento del acero (en contraposición con el desconocimiento de este metal y sus aplicaciones).

Es claro que la ucronía de «Civilizaciones» es solo un divertimento y no aspira a ser tomada realmente en serio desde el punto de vista histórico. No hay el más mínimo rigor en la manera en que es imaginada la larga serie de contrafácticos que pueblan sus páginas, la mayoría implausibles, ni en el modo en que estos son hilados causalmente entre sí. Es cierto que su lectura produce un efecto acumulativo alucinatorio, pero este se diluye ante el carácter absurdo de gran parte de los escenarios que construye, elaborados sobre la base de una agenda política supuestamente reivindicativa de la civilización incaica, que en realidad constituyen una simple fantasía histórica. El Atahualpa ficticio que aparece en sus páginas no es sino un dispositivo literario creado «ad hoc» para sostener el razonamiento principal de esta novela de tesis. Las verdaderas aspiraciones, objetivos y visión del mundo de Atahualpa no interesan a Binet sino en la medida en que son congruentes con su agenda. Su Atahualpa constituye, en el mejor de los casos, una versión digerible y contemporánea del buen salvaje cuyas acciones, mal investigadas o cernidas a medias, no dejan de regirse por patrones mentales europeos y no son, por ello, ajenas al lector continental, que es el principal destinatario de este ejercicio pueril: «épater le bourgeois» a través de una inversión especular de los términos de la conquista.

Quizá esto explique el éxito de «Civilizaciones» en el lector de Europa con historia colonial, chantajeable sentimentalmente por culpas históricas no digeridas y escandalizable en la medida en que no está acostumbrado a verse representado, ni siquiera en la imaginación, del lado incorrecto de la conquista: el de los vencidos, el de los derrotados, el de los conquistados. Con la tranquilidad de confirmar lo que ya “sabía” desde un principio: que solo en una ucronía delirante como esta las cosas pudieron ocurrir de manera diferente.

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En su libro «El azar en la historia y sus límites», Jorge Basadre señala que los malos historiadores no intentan explicar por qué sucedieron los hechos de la manera en que sucedieron, sino por qué estos estaban determinados a ocurrir de esa manera y no de ninguna otra. Reivindica el rol del azar en la historia, señalando cómo, en ciertos momentos, esta pudo haber tomado un rumbo completamente distinto e incluso opuesto al que tomó.

Imaginar escenarios históricos alternativos es una manera efectiva de hacer frente a los determinismos de toda laya, de recuperar el carácter incierto e imprevisible que tiene todo presente antes de convertirse en pasado, de combatir los estragos de la visión retrospectiva, ese asiento cómodo desde el cual cribamos los hechos con posterioridad, a veces mucho tiempo después de su ocurrencia, con pleno y balsámico conocimiento de cómo terminarán.

Ahora bien, muchos historiadores respetables consideran que el mero ejercicio de imaginar escenarios de este tipo es vano e improductivo per se. Que los historiadores ya tienen suficientes problemas con tratar de esclarecer el pasado efectivamente acaecido como para dedicarse a especulaciones espurias sobre los pasados posibles. Hay que decirlo, también hay otros que ven en este ejercicio cierta utilidad potencial, y le lanzan una boya de salvación potencial. En «Unmaking the West», una compilación de artículos que configuran escenarios históricos alternativos al origen de lo que hoy entendemos por Occidente, sus autores, Philip Tetlock y Geoffrey Parker, configuran una serie de principios útiles para este propósito, que impusieron a los autores de los trabajos de la compilación, y que, con los riesgos consabidos del resumen, voy a tratar de parafrasear aquí.

El primero de ellos es el de la llamada “mínima reescritura”, que restringe el ámbito de la especulación a un único y mínimo cambio en la cadena de eventos y deja el resto tal como ocurrieron en la realidad. El segundo principio es que la especulación contrafáctica debe evitar los cambios históricos a gran escala y restringirse a un marco temporal lo más reducido posible, pues pierde fuerza cuanto más lejos se proyecta hacia el futuro. El tercero es que el autor de la especulación contrafáctica debe ser explícito, por lo menos consigo mismo, en cuanto a la agenda propia, es decir realizar un examen introspectivo y tratar de liberarse de los deseos y proyecciones que, conscientes o inconscientes, lo incitan a realizar la especulación contrafáctica en cuestión, pues esta suele tener un carácter compensatorio, reivindicativo e incluso revanchista.

Finalmente, si la especulación contrafáctica está vinculada con la toma de una decisión por parte de un personaje, esta tiene que ser coherente con lo que se sabe de este personaje y consistente con lo que, según la información histórica de que se dispone, este o sus contemporáneos consideraron de manera consciente dentro de su horizonte de posibilidades.

Estos son los principios que trataré de respetar en la formulación de la siguiente especulación contrafáctica sobre la conquista del Perú.

¿Qué habría ocurrido si Atahualpa se hubiera presentado a la plaza de Cajamarca con guerreros armados en lugar de desarmados y Pizarro hubiera muerto y los españoles hubieran sido doblegados o eliminados?

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Esto no es una simple fantasía, fue una posibilidad considerada por los protagonistas del evento. Varias crónicas han señalado que el general Rumi Ñahui, quien había hecho espiar a los extranjeros, advirtió al Inca de sus poderes y los peligros que traían consigo. Ahora bien, sería inexacto considerar que Atahualpa se presentó en Cajamarca sin las tropas de Rumi Ñahui, que esperaban en las afueras de la «llacta», por simple arrogancia personal y que lo suyo se trató de un simple error de cálculo militar.

En su acucioso estudio «Dominación sin dominio: el encuentro inca-español en el Perú colonial temprano», el estudio que posiblemente ha cernido con la mayor profundidad la conducta de Atahualpa desde sus propias coordenadas culturales, el historiador Gonzalo Lamana señala que la cita en Cajamarca constituyó el acto final necesario de una larga cadena de maniobras improvisadas, las cuales respondieron a dilemas políticos culturalmente específicos. Para él, gran parte de la actuación del Inca ante los extranjeros -el encuentro mismo en la plaza- se explica como parte de un proceso de indagación, contención y objetivación, con que Atahualpa se enfrentó a los visitantes, a los cuales decidió leer como huacas de poderes aún por discernir, pero a los que quería como potenciales aliados en su búsqueda de legitimación pública ante los suyos. Esta necesidad de validación se debía a la posición precaria en que se hallaba a pesar de su victoria, que era demasiado reciente para ser definitiva. Sus decisiones y las de los españoles tuvieron, además, puntos en común con las de otros escenarios en que mundos diferentes establecen contacto por primera vez. Pizarro y Atahualpa interpretaron, con frecuencia mal, el comportamiento del otro, y reaccionaron siguiendo los patrones de su respectivo universo cultural, copiándose y antagonizándose entre sí en un laberinto de espejos que tuvo el desenlace trágico que conocemos.

Ahora bien, este desenlace pudo ser diferente. Al responder alguna conducta abiertamente provocadora de los españoles, y reaccionando de manera especular, Atahualpa bien pudo seguir la sugerencia del general Rumi Ñahui y atacarlos en algún momento de su periplo entre Piura y Cajamarca. Bien pudo haber llegado a la conclusión de que, si bien eran «huacas» poderosos que le convenían como aliados, eran demasiado peligrosos. Como había ocurrido con tantos exploradores y aventureros que habían tentado empresas en el Nuevo Mundo y seguirían haciéndolo después, Pizarro habría podido morir: no hay que subestimar los poderes de la flecha, la lanza y la macana en un ataque por sorpresa y en un entorno agreste en que las virtudes del caballo quedan neutralizadas. Uno puede colegir qué habría ocurrido entonces. Alguna crónica parafrasea las intenciones expresadas por Atahualpa una vez liberado de su cautiverio: hacer chaco con los españoles y matarlos a todos, menos al herrero, que le enseñaría a dominar al nuevo metal, y al palafrenero, encargado de mantener y adiestrar a los caballos, a los que conservaría con vida. Esta confesión de intenciones corresponde a un reflejo cultural típico de los incas: asimilar las innovaciones de los grupos étnicos doblegados en lugar de rechazarlas o destruirlas. Esto no les habría garantizado nada, pero por lo menos les habría permitido estar mejor preparados para enfrentar a las siguientes empresas de conquista que, atraídas por el oro, sin duda alguna habrían seguido viniendo del Viejo Mundo.

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¿Qué hubiera ocurrido con el Incario?

Es claro que, eliminados o doblegados los españoles que vinieron con Pizarro, Atahualpa muy probablemente habría culminado el proceso de desplazamiento de poder de Cuzco a Tomebamba, la actual Cuenca, en Ecuador, que había comenzado con Huayna Capac. En su entorno, se habría consolidado la clase de «yanacona» guerreros de élite curtida y afiatada en las guerras norteñas de pacificación que, sin tener nobleza de sangre, le había dado la victoria en la guerra contra Huáscar.

Esta transición no se habría producido sin dificultades. En «La Organización económica del estado Inca», John Murra señala que el incario se hallaba en un vasto proceso de transición en el momento del contacto. Además del sistema de prestaciones rotativas, el Inca empezaba a echar mano cada vez más de sirvientes perpetuos que, desligados del vínculo con su «ayllu», le servían de manera personal. En el epílogo de su legendario estudio, Murra realiza algunas conjeturas sobre qué habría pasado si la estructura económica del Incario hubiera continuado sin interferencias, y lanza algunas especulaciones la base de las tendencias existentes en el momento del contacto entre incas y españoles en 1532.

“Si el estado inca hubiera sobrevivido, habría encarado la necesidad de alimentar a una creciente capa de burócratas, miembros de linajes reales, guerreros «yanacona», sacerdotes y la gran muchedumbre que efectuaba sus prestaciones rotativas”, señala. “Y esto sin contar con la necesidad redistributiva para asegurarse la lealtad de virreyes cada vez más lejanos e independientes. Todos juntos, estos factores hubieran impuesto una reconsideración de la organización interna del reino”.

Habría habido, un problema adicional. Cada nuevo Inca que ascendía al poder se desligaba de su panaca de origen y se veía obligado a fundar una nueva, con territorios nuevos, con que podía alimentar a los miembros de su nuevo linaje. “Muchos estudiosos destacan el hecho de que hacia 1532 la expansión de los dominios del Cuzco había llegado ya hasta donde podía llegar; solamente en el norte, en los Andes hoy colombianos, quedaba alguien a quien someter”, señala.

¿Qué habría pasado si Atahualpa hubiera emprendido la búsqueda de nuevos territorios para su «panaca»? Sin dejar de circunscribirnos a las reglas de la especulación contrafáctica, no es descabellado imaginar una posibilidad no alejada de su horizonte cultural. Es plausible que Atahualpa incitara a alguno(s) de su(s) hijos a seguir el ejemplo del joven Tupac Yupanqui quien, en 1465, cuando tenía 25 años y aún no se había puesto la borla sagrada, realizó un viaje exploratorio a la Polinesia con 120 balsas y 2000 hombres, periplo que ha sido mencionado ampliamente por Pedro Sarmiento de Gamboa, Martín de Murúa y Miguel Cabello de Balboa, y cuya realidad ha sido demostrada con evidencia arqueológica. Este viaje habría sido coherente con las tradiciones de los gobernantes incaicos, quienes, en sus primeros tiempos como soberanos, tendían a repetir movimientos de sus predecesores, y habría sido comprensible, por su necesidad de nuevas tierras para su incipiente «panaca».

Los incas habrían entrado así en fructífero contacto demográfico y cultural con los pueblos del Triángulo Polinesio, los habitantes de la actual Nueva Zelanda entre ellos, estableciendo un vínculo de consecuencias impredecibles.

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* Publicado en la revista Ojo Dorado No. 5, dirigida por Fietta Jarque.

Rafael Dumett
Rafael Dumett nació en Lima en 1963. Estudió Lingüística en la Pontificia Universidad Católica del Perú, y teatro en el Teatro de la Universidad Católica. También realizó estudios de teatro en La Sorbona, París. Ha escrito las obras de teatro AM/FM 1985), Números reales (1991), El juicio final (1997) y Camasca (2019), ganadora del Premio del Teatro Británico Ponemos tu obra en escena. Y para el cine el largometraje Both (2005). El espía del Inca es su primera novela. Actualmente reside en San Francisco.

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