«Cien años de soledad» en voz de 15 escritores de Perú y México. Alguna vez se escribió que García Márquez había enviado la mitad de esa monumental novela por correo a sus editores en Argentina, porque no le alcanzaba el dinero para enviar la novela completa. Que al llegar estaba lloviendo, y su editor usó las páginas para secar el charco en la entrada de su casa, y que un escritor amigo llegó a su puerta leyendo boquiabierto cada una de esas páginas.
«Cien años de soledad» está rodeada de miles de leyendas, desde su concepción hasta de los efectos que provocó en sus lectores. Gabriel García Márquez publicó, el 30 de mayo de 1967, la novela que cambiaría para siempre la forma en que se veía la literatura latinoamericana. La puso en el espacio, si se quiere. Y todos voltearon a ver qué había en estas tierras y descubrimos fascinados que muchas de las cosas que sucedían en la novela eran posibles, porque se creía en ellas.
Más allá del enorme éxito editorial de la novela (Carmen Balcells decía que más del 50% de los ingresos económicos de todos los años provenían de la venta de esa novela; y que, además, si pudiera pedir un deseo, pediría encontrar otra novela igual), «Cien años de soledad» marcó a fuego decenas de generaciones (y lo seguirá haciendo), porque en el asombro y la emoción radica la fuerza de sus páginas.
Pero ¿te has preguntado cómo marcó esta gran novela a tus escritores favoritos? ¿Qué sintieron la primera vez que leyeron «Cien años de soledad»? Les consultamos y estas fueron sus impresiones:
Gabriel Ruíz Ortega (Perú): Creo que «Cien años de soledad» no deja de despertar impresiones primerizas de asombro. No me llama la atención lo obvio: su importancia literaria, sino ese hechizo que nos reconcilia con la iniciática condición de lectores, solo eso, leer sin pretender ser un gran lector o aspirar a un nicho en el parnaso.
Raquel Castro (México): «Cien años de soledad» fue parte de mi vida desde antes que supiera leer: era uno de los libros favoritos de mi madre y ella me platicaba sus tramas y subtramas del mismo modo en que me contaba cuentos o historias familiares. Paradójicamente (o quizá previsiblemente) tardé muchos años en leerlo por mí misma. Fue como volver a casa. Y al mismo tiempo, fue un gran descubrimiento. Para mí, «Cien años de soledad» es una especie de herencia familiar, de la que me hablaron desde niña y a cuya posesión accedí «al tener la edad adecuada». Temo que ese afecto empaña cualquier intento de hacer un juicio objetivo… y eso me da mucho gusto.
Gabriel Rimachi Sialer (Perú): Cuando tuvo su segunda operación (la última antes de morir), mi papá me pidió que le trajera algo de leer. «Tú eres escritor, escoge tú», me dijo. ¿Qué darle a un hombre víctima del cáncer, que sabe que va a morir (ciertamente sabía más que nosotros y nunca nos dijo, para no preocuparnos, que el cáncer ya había invadido su cerebro; nos enteramos meses después de su muerte, ordenando sus cosas, al encontrar sus placas de la tomografía) y que sólo quiere alejarse de esa cama de hospital y de su destino inminente? Debió haberme visto la cara de desconcierto, pues me dijo, con esa sonrisa cansada que tenía entonces cuando estaba internado: «Lo que sea, hijo, menos Vargas Llosa». Sonreí. Mi papá siempre decía que García Márquez «sí era un escritor de verdad, con una mente fabulosa, ese señor había inventado un mundo». Y ese mundo volvió a él cuando regresé con un ejemplar de «Cien años de soledad» en edición popular que compré en el kiosko de la esquina. Cuando mi viejo se puso a leer en aquella cama del hospital Santa Rosa, y conversamos mientras caía la tarde -como nunca más volvería a pasar- de todo lo que en ella ocurrió. Más allá de lo asombroso de su lectura, «Cien años de soledad» tiene para mí la magia de la reunión, una que nunca jamás podrá repetirse, porque muy pocas personas con cáncer, por más que uno las ame, tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.
Claudia Salazar (Estados Unidos): Leí «Cien años de soledad» por primera vez a los 15 años, en un fin de semana completamente enganchada a sus personajes y su genealogía laberíntica. Recuerdo esa confusión de nombres como parte de la maravilla producida por esa lectura. La leí nuevamente el año pasado y no sólo sobresalió su maestría técnica o su precisión estructural sino esa apasionada ambición por recrear el mundo. Una pasión que mantendrá siempre vigente a este universo ficcional.
Alexis Iparraguirre (Estados Unidos):Abrí Cien años de Soledad tarde, a los 19, y, desde luego, ya sabia cómo empezaba y cómo terminaba. Incluso se hablaba siempre de momentos claves: la llegada de los gitanos, del ferrocarril, la huelga contra la compañía bananera. Lo asombroso era (y es) su registro: el vocabulario y la entonación. Sobre todo esa entonación bíblica. Podía decir que Aureliano Buendía creó el mundo en siete días y funcionaba. Por páginas de páginas, disparate tras disparate, y todo impecable, verosímil, casi histórico. García Márquez innovó la novela mundial con arte viejo: la voz del cuentacuentos de la tribu.
Marco García Falcón (Perú): Sin exagerar, me enseñó a escribir. Fue una de las primeras novelas que subrayé y anoté de arriba abajo. Incluso, maravillado por su fluidez y limpieza, resumí en un cuaderno sus estructuras sintácticas, de un claro estilo periodístico proveniente de la escuela hemingweyana. Me enseñó también a diferenciar la narración panorámica de la escénica, y a eludir los diálogos directos cuando estos no son imprescindibles o cuando uno no logra hacerlos verosímiles. Otra cosa que aprendí en sus páginas fue a insertar descripciones a través de las acciones y percepciones de los personajes, y a saber qué ingredientes debe tener un buen remate de capítulo o de libro. Así no te guste su mundo representado o su sensibilidad, Cien años de soledad es un verdadero arsenal de recursos y trucos literarios para cualquier aspirante a escritor. Y esa es una de las tantas razones por las que se la continuará leyendo.
Juan Manuel Chávez (Perú): “Cien años de soledad” tiene, para mí, una significación similar a la de “Don Quijote de la Mancha”. Son libros que no conseguí avanzar la primera vez que intenté leerlos, tampoco la segunda; cúspides en las que me desbarrancaba. Eso sucede cuando tienes veinte años y nunca te entrenaste como lector. No solamente soy un escritor tardío; mi contubernio con los libros fue, en general, un vínculo postergado con relación a otras fascinaciones. El hecho es que consumí la novela de García Márquez a plazos y a saltos. El día que la terminé, tuve la sensación de haberla releído ya, de las varias veces que regresé sobre sus páginas por gusto estético y por necesidad de entendimiento. Más allá de los méritos literarios de “Cien años de soledad”, que podría sintetizar en la amplitud imaginativa, las estrategias expresivas para contar y la forma en que se alumbran las palabras como las conejas a sus crías, esta novela me probó que yo debía crecer como lector para intentar nacer como escritor.
Luis Hernán Castañeda (Perú): Estoy en el campo. Es el fundo de un tío que se jacta de destilar el mejor pisco del país. Mis padres y yo lo visitamos siempre; mientras ellos huyen del calor en la terraza, yo merodeo entre las parras, trepo a los pecanos o aplasto saltamontes. Pero esa tarde me he encerrado en la camioneta. Tengo un libro nuevo. Llega un rumor de voces y risas, pero yo no lo escucho: estoy en otra casa. Afuera llueve. Miro por la luna y me pregunto si de ese cielo quemado podría caer una lluvia parecida: torrencial, interminable. Sería bueno que se inunde esta pampa. La lluvia nunca viene y yo sigo leyendo.
Juan Manuel Robles (Perú): Una relectura del libro, a estas alturas, tiene para mí el placer de un cuento largo, lleno de magia. No precisamente la magia fantástica que se asocia a lo garciamarquezano, sino más bien la del narrador que sabe correr, acelerar, abreviar en tres líneas la partida y el retorno, el envejecimiento por enfermedad y el rejuvenecimiento súbito por la maravillosa dentadura postiza; decirnos leyendas al oído, usar la continuidad del flujo para aprovechar ese doble estándar —racional y fantástico— del descubrimiento científico. Creo que ese vértigo fabulador, felizmente, volvió a la literatura latinoamericana (tal vez nunca se fue).
Rosalí León Ciliotta (Perú): Cuando empecé a leer «Cien años de soledad» quedé muy sorprendida. Me deslumbró el descubrimiento de que había una forma distinta y (para mí, en ese momento adolescente) novedosa de narrar historias; que no siempre tenían que ser realistas o de fantasía. También la sentí como una obra sin tiempo. Que sigue vigente medio siglo después y lo seguirá siendo en 100 años más, porque el tema de fondo es la condición humana. Puede que le hayan sobrado unas 100 páginas, brillante como es cada página escrita del libro, pero eso es cuestión de cada lector/a.
Karem Barboza (Perú): Recuerdo haber encontrado mi primer libro de Cien Años de Soledad, en la calle Quilca. De segunda mano, con olor a humedad, pero sin ningún subrayado. Leerlo, fue un tanto complicado al inicio. Fue el descubrir el realismo mágico en su máxima expresión. Sin embargo, en menos de lo que me di cuenta ya seguía el ritmo de la historia y sentía que se había convertido en un cuento. Un bello cuento con personajes mágicos, que nos hace reflexionar sobre la vida, la muerte, la vejez, el mundo; y que a la vez vivían el día a día en un pueblo llamado Macondo, que bien podría haberse llamado Pucallpa u Oxapampa. Sus personajes han quedado en mi memoria, tanto así que los tres perros que he tenido han llevado siempre por segundo nombre el de los personajes de este libro: Darko Aureliano, Luna Amaranta y Sumiko Remedios.
Salvador Luis (Estados Unidos): “Aunque parezca un poco ilógico, mi primera lectura de Cien años de soledad está dividida en varias lecturas de Cien años de soledad. Si mal no recuerdo la he leído tres veces, pero cada vez que he vuelto a ella he tenido la sensación de estar abriéndola por primera vez, a pesar de que los personajes y las situaciones son de algún modo familiares. Por supuesto, lo bello de esta experiencia es que la familiaridad que tengo con el libro nunca se convirtió en memorización, y si he vuelto a la novela en más de una oportunidad ha sido justamente porque cada vez que releo la ascensión de Remedios la bella me conmuevo tanto como la primera vez”.
Alessandra Tenorio (Perú): Hasta antes de «Cien años de soledad» solo había leído novelas realistas, donde las palabras eran planas representantes de los hechos. Al leer ese libro se me abrió un mundo nuevo: lo real maravilloso, que para mí no solo estaba en la historia, sino en la forma de escribir del tan querido Gabo, aquella donde lo narrativo se une con lo poético, con lo metafórico, sin perder la esencia de contar. Y como no podía ser de otra manera, desde entonces, siempre perseguiré a Gabo, incluso hasta donde se pierda su rastro en la nieve.
Enrique Prochazka (Perú): Me rehusé a leer la novela de GGM durante algunos años, a causa de un prejuicio divertido que tuve contra todo lo tropical. Un día acepté las insistencias de Alejandra, mi enamorada. Bastaron esas (¡sobrehumanas!) primeras páginas para quedar fascinado con el lenguaje, atado al destino de los personajes… y admitir que fui un idiota por postergar esa lectura tanto tiempo. En las relecturas he sentido que el tercio final no está a la altura de los iniciales, aunque la hecatombe del fin es cada vez un prodigio.
Alberto Chimal (México): «Debo decir que tengo una relación problemática con la obra de Gabriel García Márquez. Pero se debe a que, pese a sus opiniones sobre su propia imaginación creadora, no se puede negar lo deslumbrante de sus mejores ficciones. “Cien años de soledad” es una de esas obras que basta leer una vez y no se olvidan. Tal vez no es (ni fue jamás) una imagen fiel de la realidad hispanoamericana, pero no importa. Es una imagen de la tragedia de la civilización humana, y eso basta».
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«Cien años de soledad» marcó generaciones, y lo seguirá haciendo. Rodeada de su propia atmósfera mitológica (el mito, a diferencia de la leyenda, es fundacional, recuerden), es, innegablemente, una de las novelas más importantes del canon del siglo XX, y su lectura, además, genera más historias alrededor suyo. Y tú, lector ¿Qué recuerdos tienes de «Cien años de soledad»?