David Foster Wallace: «Un maldito ser humano»

El 27 de enero apareció en El Dominical del diario El Comercio un buen artículo sobre la intensa vida narrativa de David Foster Wallace. Con el permiso del Director publicamos en La Conjura el texto completo. Escribe: Álvaro Jasaui Chero Es el año 2010. El escritor estadounidense Jonathan Franzen se detiene a casi mil metros […]

El 27 de enero apareció en El Dominical del diario El Comercio un buen artículo sobre la intensa vida narrativa de David Foster Wallace. Con el permiso del Director publicamos en La Conjura el texto completo.

Escribe: Álvaro Jasaui Chero

Es el año 2010. El escritor estadounidense Jonathan Franzen se detiene a casi mil metros sobre el nivel del mar, en la parte más escarpada de la isla Alejandro Selkirk —antes llamada Más Afuera— en las costas de Chile. Está harto, y reconoce en esa sensación algo más que el cansancio de los viajes. Es un eco del hartazgo letal que se apoderó, tras una vida de tensión, de un querido amigo suyo, David Foster Wallace.

Karen Green había encontrado el cadáver de su esposo colgando en el patio trasero, una tarde del 2008, al volver a casa. En el garaje descansaban 200 páginas ordenadas de El rey pálido, la novela que llevaba trabajando desde antes de conocerla. 300 páginas más se encontrarían luego entre hojas sueltas y archivos de su computadora. Desde entonces, Franzen había reprimido su ira y tristeza, escribiendo frenéticamente, sin pensar en su amigo por dos años. Ahora, que ha dejado de llover y el sol revela un brillante mar azul al frente, Franzen toma en sus manos una pequeña cajita de madera en forma de libro y esparce una porción de las cenizas del escritor que humanizó la literatura posmoderna.

Según cuenta Franzen en “Más afuera”, crónica que escribió para The New Yorker, Karen le había dado las cenizas porque “le gustaba la idea de que parte de David descansara en una isla remota y deshabitada”. No había mejor metáfora para representar la tensión que atravesó siempre la vida emocional y la literatura de Wallace: el deseo de establecer contactos sinceros y cercanos, contrapuesto a la trampa solitaria que es tener una consciencia individual, diferenciada del mundo. La muerte de Wallace rápidamente le volvió una leyenda, una suerte de ‘escritor incomprendido’ que vemos, por ejemplo, en la representación que hace Jason Segel en El último tour. Parte de esta fama se debe a la difusión que se hizo después de su muerte del discurso de graduación que dio en el 2005 en la Universidad de Kenyon.

El discurso, publicado en el 2009 como Esto es agua, enfatiza a los graduados la importancia de dejar de lado el solipsismo al que tiende la forma de vida contemporánea y reconocerse en las necesidades de los otros. Los que no conocieron a Wallace más allá de ese discurso no podían saber que estaba dándose recomendaciones también a sí mismo. Si enfatizaba con desesperación que la única libertad que defendía la cultura estadounidense del mass media era “la libertad de ser todos los amos de nuestros reinos del tamaño de diminutos cráneos, solos, al centro de toda la creación”, era porque él mismo se sentía un rey pálido, sentado en un trono de ficciones.

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Nacido en una familia culta y sin dificultades económicas —su padre era filósofo; su madre, literata—, David era amistoso y sociable en la escuela, además de inteligente y deportista: era uno de los mejores jugadores de tenis de su secundaria. “Tienes mala cabeza”, le decía su entrenador: el talento de David se basaba en su capacidad para calcular perfectamente la trayectoria de la pelota, lo que le volvía un jugador certero, pero lento. Su “mala cabeza”, ese hábito del análisis y la observación minuciosa, pronto se volvió contra él mismo. Pese a que sus padres eran poco exigentes y comprensivos, Wallace estaba obsesionado con la posibilidad de decepcionarlos, y se aseguraba siempre de tener las mejores notas. Comenzó a fijarse, además, en la percepción que los demás tenían de él. Sus ataques de ansiedad le hacían sudar profusamente. Los disimulaba caminando siempre con una raqueta y una toalla.

Cuando llegó a la Universidad de Amherst, Massachusetts, el talento de Wallace comenzó a despuntar. Descubrió que “le gustaba estudiar”, se dedicó menos al tenis y llevó cursos de filosofía y literatura, en los que obtuvo la máxima nota posible en su primer semestre. Encontró en Amherst un grupo de compañeros que temían y admiraban su intelecto, pero con los que se llevaba bien después de clases, cuando descubrían tras ese genio a un tipo simpático y gracioso que imitaba a sus profesores en numerosas sesiones donde se intercalaban el estudio y la marihuana. Pero algo cambió cuando volvió de las vacaciones de Navidad. En lugar del genio alegre y vital al que estaba acostumbrado, el compañero de cuarto de Wallace se encontró con un David entumecido y callado, tirado en una esquina con un abrigo grueso y una maleta entre sus piernas. Volvería entonces a casa, y sería diagnosticado con depresión severa.

Cuando se reincorporó a clases, Wallace estaba decidido a recuperar el tiempo perdido. Leyó a filósofos preocupados por el lenguaje, como Ludwig Wittgenstein y Jacques Derrida, tras lo cual atravesó por lo que luego llamaría “un cambio de ansiedad existencial del miedo de ser solamente una calculadora de 98.6 °F, al miedo de ser solamente un constructo lingüístico”. Descubrió a escritores posmodernos como Thomas Pynchon y Johan Barth, y se volvieron sus autores de cabecera. Publicó pronto en el periódico de la universidad su primer cuento, “El planeta Trilafon y su ubicación respecto a Lo Malo”, que fue bien recibido y admirado. A pesar de la narración sencilla y directa, ya estaban ahí las semillas de las principales obsesiones de David: la soledad de la consciencia individual y la dificultad para establecer un contacto sincero se mostraban ya en el soliloquio de un hombre que no podía estar en el mismo planeta que el resto, ni con antidepresivos ni sin ellos.

Su primera obra realmente ambiciosa fue, sin embargo, nada menos que una de sus dos tesis: una novela de 500 páginas que dos años después se volvería La escoba del sistema. Su otra tesis era una refutación al filósofo Richard Taylor, quien sostenía sobre la base de la lógica modal que el futuro estaba predestinado y la libertad de elección era una ilusión. Esa experiencia doble le marcaría: sintió que para hacer la novela había “dado el 97% de sí”. Para la tesis de filosofía, el 50%. De ahí en adelante, se dedicaría a la ficción.

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Publicada cuando aún cursaba la maestría en Escritura Creativa, La escoba del sistema fue un éxito moderado. Una novela inmensa sobre una joven obsesionada con la idea de ser un constructo lingüístico a partir de las enseñanzas de su bisabuela homónima, discípula de Wittgenstein, escrita por un joven de 23 años, era un proyecto editorial delirante. Aunque la novela no pasó desapercibida, la crítica fue mixta: había quienes veían en la obra solamente un calco de la escritura de Thomas Pynchon. Wallace mismo, golpeado por las críticas, escribiría años después una carta a Jonathan Franzen donde diría que su primera novela “parecía escrita por un adolescente de catorce años muy inteligente”.

Tanto sus críticos como el mismo Wallace son injustos con su novela. En La escoba del sistema ya están los elementos de sensibilidad irónica que revolucionarían la literatura estadounidense. Valiéndose de las técnicas de la literatura posmoderna, como referencias evidentes a otros textos o un énfasis en la ficción consciente de sí misma, Wallace había construido personajes humanos, con un deseo evidente y palpable de pertenencia. Usaba las herramientas de la ironía para superar la ironía.

Pero pasarían diez años para volverse una verdadera celebridad. La broma infinita, novela a la que le había dedicado tres años de su vida en medio de una tumultuosa relación con la poeta Mary Kerr, se volvió el libro de cabecera de una generación que, atiborrada de una ironía que había perdido su capacidad crítica, buscaba una vuelta a la sinceridad. Un texto gargantuesco, de más de mil páginas y una cantidad impresionante de notas, que comenta la cultura mediática a través de una historia “más real que la realidad” —ambientada en un futuro cercano, en la que un director ha inventado una película capaz de aliviar todo deseo, y los años son comprados por las grandes marcas—, se volvió un improbable best-seller.

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David Foster Wallace: un maldito ser humano

“La ficción es sobre qué significa ser un maldito ser humano”, declaró David Foster Wallace en una entrevista en 1993. Esa frase resume su búsqueda artística. Después de La broma infinita, buscaría la respuesta escribiendo colecciones de cuentos, crónicas y ensayos que exploraban con cierto cinismo la vida en el siglo XXI. A pesar de los elementos absurdos y fantásticos de sus novelas, Wallace nunca pensó en otras alternativas a la realidad que le circundaba, sino que se comprometió fatalmente con responder “qué significa ser un maldito ser humano” en el Estados Unidos contemporáneo.

Eso fue lo que impulsó su último proyecto, el que le carcomió desde el 2000, aun cuando su vida personal comenzó a mejorar. Se volvió un esposo cariñoso y atento para la artista Karen Green, a quien conoció en el 2002 luego de que interviniera en su cuento “La persona deprimida”, para darle un final feliz. Sin embargo, debido a su obsesión con la nueva novela, Wallace renunció a un final feliz para sí mismo, aunque no sin dudarlo. En algún momento consideró dejar de escribir y abrir un albergue para perros, pero su deseo de terminar El rey pálido le superó, llevándole incluso a dejar los antidepresivos que tomaba hacía más de 20 años por temor a que estuviesen afectando su proceso creativo. Quería escribir algo que superase La broma infinita en sinceridad y en técnica. Hacia el final de su vida declaró en una entrevista a Le Nouvel Observateur que temía carecer de las “cualidades de espíritu” que encontraba en escritores como San Pablo, Rousseau o Dostoievski. El rey pálido, esa última obra inconclusa, explora un tema humano pocas veces tocado en la literatura contemporánea: el aburrimiento y el tedio existencial del trabajo diario. Según anotaciones en su cuaderno, Wallace quería escribir sobre cómo superar las olas mortales de aburrimiento y llegar a una posterior iluminación, quería afirmar una forma de superar la soledad en una sociedad intoxicada de consumo desmedido y horas extra en el trabajo. Quería escribir el perfecto manual para ser, a pesar de todo, un maldito ser humano.

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