Escribe Luis Eduardo García
El Congreso de la Lengua ya casi llega a su fin, pero en la increíble Cartagena de Indias Gabriel García Márquez es un fetiche, un milagro, una idolatría. El escritor no está, se marchó hace días -al menos eso dicen-, sin embargo los cartageneros siguen pensando en él como si todo el tiempo estuviera aquí. Cartagena es un lugar muy importante en su vida. Durante dos años (1948-1949) trabajó en el diario El Universal donde –afirma la “gabolatría”- el jefe de redacción Clemente Manuel Zabala le marcaba con lápiz rojo los errores que cometía el joven reportero.
En realidad hoy, 26 de marzo, “Gabo” no está, ascendió a los cielos del antiguo puerto fundado en 1533 por Pedro de Heredia. Si la edición conmemorativa de Cien años de soledad editada por la Real Academia celebra los 114 años del ascenso de Remedios la Bella a los cielos de Macondo, este IV Congreso ha celebrado con absoluta puntualidad los 15 minutos de ascensión de Gabriel García Márquez hacia los cielos concéntricos de la querencia popular y la fama mediática.
“Después de un homenaje donde han estado presentes Bill Clinton, el Rey Juan Carlos de Borbón, el presidente Álvaro Uribe, ex presidentes, ministros de distintos países latinoamericanos y miles de colombianos, ¿qué más se puede pedir? Solo faltó el Papa”, me dijo hace un par de noches el escritor Fernando Ampuero. Y es que su ascenso fue verdaderamente apoteósico. Tenía razón el propio “Gabo” cuando sostenía hace años que en Latinoamérica la realidad superaba largamente a la ficción. Quizás sospechaba que la “vitrinización” del escritor que tanto temía Sastre no lo iba a tocar nunca.
Todo aquí parece imposible, sin embargo es real. Lo comprobé, mejor dicho lo comprobamos, los cientos de periodistas que vinimos a cubrir el IV CILE el día en que lo vimos entrar de la mano de su mujer vestido totalmente de blanco. El divo de Aracataca ingresó al auditorio levantando las manos y dando besos de agradecimiento. El público se puso de pie y lo aplaudió –estoy seguro- por un tiempo más largo que el empleado por él en contar cómo escribió durante dieciocho meses las aventuras y tribulaciones de la estirpe de los Buendía.
La física y las ciencias en general tendrán -deberán- estudiar a partir de ahora cómo fue que el escritor ascendió a los cielos ese día, de qué material estaba hecho su cuerpo durante los quince minutos que lo envolvió la gloria de los aplausos y cuántos millones de dopaminas y serotoninas segregaron los más de 2 mil personas que llenaron el auditorio principal del Centro de Convenciones de Cartagena de Indias. Adrenalina sí que hubo. Y por millones. Luego he pensado que de tanto quererlo y admirarlo la gente ha convertido a García Márquez en un santo viviente. Poco faltó para que lo sacaran en andas por las calles.
El instante fue eterno mientras duró. Fue cuando sobre una pantalla de vídeo semicircular empezaron a cruzar en distintas direcciones cientos, miles de mariposas, y del techo del auditorio unas manos perfectamente disimuladas entre la oscuridad soltaron miles de papeles amarillos en clara alusión a la lluvia de mariposas que rodea a Aureliano Babilonia en la mítica novela publicada en 1967 por la editorial Sudamericana de Buenos Aires. El escritor había cerrado el círculo. Mejor aún: había llevado la ficción a la realidad y la realidad a la ficción.
El monstruo cartagenero no quedó allí. Era insaciable. Exigía más adrenalina, más dopamina, más seretonina. Entonces se echó a aplaudir a su escritor como si este fuese un político exitoso o un actor de cine al que le hubieran entregado un Oscar recién salido de fábrica. Aplaudió y aplaudió. Mientras veía al escritor levantar el ejemplar de Cien años de soledad, me acodé de esa vieja fotografía que alguien le tomó en los años 70 en Barcelona con un ejemplar de ese libro abierto sobre la cabeza. Ahora ya lo sé. Esa fue la pre-aura, la pre-ascensión hacia los cielos. La versión final ocurrió varios años después, en Cartagena de Indias, un lunes 26 de marzo del 2007, a las 11 de la mañana aproximadamente.
Son las 9 de la noche. Ya se pronunciaron todos los discursos de despedida y ya se hicieron –o están por terminar en todo caso- los actos de cierre, los apretones de mano, el intercambio de e-mails, los buenos deseos entre los ponentes, asistentes y periodistas. Lo único que no termina nunca es la “gabolatría”. García Márquez está en todas partes y en ninguna. Lo sé porque mientras atravieso la Plaza de la Aduana en el viejo centro histórico de Cartagena he visto a García Márquez beber unas cervezas con sus amigos de El Universal. Claro que lo que digo es -con toda seguridad- producto de la autoficción, pues por esta única vez la realidad no ha podido superar a la fantasía. El divo de Aracataca no necesita estar para ser. García Márquez acaba de entrar al club de los eternos, de los que sobreviven a pesar de sí mismos.