Escribe Rafael Dumett
Leí «El nombre de la rosa», del semiólogo y novelista italiano Umberto Eco por primera vez a los 22 años. ¿Qué había en esta novela que, muchos años después y sin que yo lo supiera conscientemente, me inspiró otra que aspiraba a imitarla? Voy a recordar la mirada del lector que era por entonces, con la conciencia de que la memoria suele jugar malas pasadas y evocar tiene siempre un inevitable componente de invención.
La novela transcurre en 1327. Fray Guillermo de Baskerville, un antiguo inquisidor, es convocado por el abad principal de una abadía de un lugar indefinido de Italia para resolver el caso de una misteriosa muerte ocurrida en sus instalaciones. Pero, a su llegada a la abadía, se producen más muertes, entre suicidios y asesinatos. Para hallar al criminal, Fray Guillermo realiza una serie de pesquisas, con la asistencia de su pupilo el joven Adso de Melk, quien es también el narrador de sus más de 600 páginas.
Apenas empecé a leerla, me di cuenta de que me exigiría una manera nueva de leer, si quería estar a la altura de la promesa del disfrute que albergaba. Fue una de las primeras veces en que, para una novela, tuve que ir constantemente al diccionario, en que traté de averiguar las expresiones que no conocía, en que leí tratando de comprender el sentido de cada palabra, de cada línea, de cada párrafo, en que traté de ubicar en el mapa los lugares más importantes que mencionaba. Era mi modo de tratar de hacer justicia a ese universo fascinante pero completamente ajeno a mi experiencia, que se ha convertido en un hábito conservado hasta el día de hoy.

De «El nombre de la rosa» me impresionaron: su longitud y, sin embargo, su capacidad para mantener interesado al lector. Su erudición exuberante, que a veces abrumaba pero servía para sostener, con el lenguaje como única arma, una cosmología hoy desaparecida. Me encantó que uno pudiera ver, como telón de fondo, a toda una sociedad en movimiento -los ecos de los movimientos turbulentos en Europa, los conflictos religiosos al interior del Vaticano que se derramaban hacia afuera, las guerras cercanas y lejanas, o la exaltante diversidad humana de los «fraticelli», grupos de herejes trashumantes de la Edad Media. Literalmente aluciné con los títulos de cada capítulo, que describían los momentos del día: maitines, laudes, tercia, sexta, nona, etc. y que contribuían al extrañamiento cognitivo con que el autor diestramente nos apabullaba. Me impactó su capacidad para sostener diálogos largos y desvergonzadamente densos en que dos personas enfrentaban hasta las últimas consecuencias dos opiniones, dos experiencias, dos visiones contrapuestas del mundo. Me asombró profundamente su habilidad para convertir una trama detectivesca en torno a la sustracción y destrucción de un libro subversivo en un elogio de la risa como pulsión fundamental de la vida humana.
Hay cosas que me encantaron en esa primera lectura y que hoy ya no me llaman tanto la atención. Los laberintos, las bibliotecas, los símbolos ocultistas, las claves secretas, las referencias ocultas y no tanto a Borges. Hay otras que no noté en aquella lectura primigenia, pero que hoy me saltaron a la vista en una lectura realizada hace poco con miras a un evento en el cual participé. Hoy siento que a los personajes se les nota demasiado la maqueta en que han sido moldeados, en función de la trama y las ideas con que se juegan y no al revés. Por otra parte, la riquísima serie de experiencias que le ha tocado vivir a algunos personajes no parece haber dejado huellas en ellos. Solo por citar un ejemplo, si bien Guillermo de Baskerville ha abandonado «motu proprio» su oficio de inquisidor, esto no reviste cicatrices en su comportamiento.

Lamento, por otra parte, que no haya personajes femeninos que no sean constructos de sus pares masculinos, algo que, debo confesar, me fue indiferente en mi lectura juvenil. Esto último quizá sea injusto. El narrador de la novela es un monje virgen -por lo menos al inicio de su periplo- que casi no ha salido de su monasterio y su lenguaje expresa la educación que ha recibido así como su visión, pecaminosa y por ello idealizada, de la mujer. Pero igual lo resiento.
Pero hay algo que no solo he releído con placer sino que, para mí ha acrecentado su valor con el paso del tiempo. Es la serie de notas esbozadas en “Las apostillas a El nombre de la rosa”, lista de observaciones del autor italiano sobre el proceso de escribir su novela, que me hicieron comprender en esa lejana juventud que la novela no es, en principio, un asunto de palabras sino de universo. Un universo que hay que amoblar, paradójicamente, con palabras, una por una, como los ladrillos de una catedral. Leerlas de nuevo ha sido reencontrarme con emociones que creía perdidas, no muy diferentes de los primeros encandilamientos de mi educación sentimental.