Escribe Paolo de Lima
Resulta inevitable abordar la nueva novela de Jeremías Gamboa, “El principio del mundo”, sin detenerse primero en la notable amplitud de sus casi mil páginas: un volumen que exige una lectura pausada, sin apuros, con la misma atención que merece la vida cuando se la mira de cerca. Lejos de artificios, la obra revela una entrega sincera, el resultado de apostarlo todo a la escritura, transformando la memoria en un acto de permanencia.
Desde la dedicatoria inicial se intuye un gesto significativo para el lector atento: un guiño a “La guerra del fin del mundo” de Mario Vargas Llosa, no como tributo a una tradición abstracta, sino como reconocimiento concreto a quien impulsó los primeros pasos del autor. Más adelante, un epígrafe de César Vallejo tomado de “El buen sentido”, dedicado a su madre, actúa como un hilo emocional que atraviesa toda la novela y acompaña su centro afectivo.
Resulta palpablemente perceptible que el mérito de “El principio del mundo” no reside tanto en la precisión formal del lenguaje –un ejemplo tomado al azar: el uso reiterado del conector “De pronto” en la página 735, que bien podría haberse afinado–, sino en la coherencia y vastedad con que el autor rescata su historia. A lo largo de cientos de escenas, Gamboa no solo reconstruye una biografía ficcionalizada, sino también la de su entorno: padres, abuelos, hermanos, tías y amigos, entretejiendo un relato coral que captura con detenido apego la atmósfera social y emocional de una Lima atravesada por desigualdades, afectos y silencios.
El protagonista, fuertemente vinculado a Lima, transita por oficios, trabajos precarios, viajes y migraciones, con un punto de inflexión en su estancia en Boulder, Colorado. Esa experiencia, leída a la luz de “En busca del tiempo perdido” (un eco que se hace explícito en la dedicatoria final), permite entrever una voluntad deliberada de recuperar lo vivido, de articular los fragmentos del pasado desde el presente. Detalles como “era una mujer acaso de la misma edad que tengo yo ahora” (pág. 147) revelan ese ejercicio constante de autoobservación: el narrador que escribe desde un presente maduro para reconstruir con minuciosidad anecdótica las formas del ayer.
El título, “El principio del mundo”, remite no solo a la figura de la bisabuela Simona Gómez Cinzano, sino a toda una genealogía de mujeres –madres, tías, abuelas– cuya presencia vertebra la historia familiar. En sus 972 páginas, la novela despliega una Lima reconocible y contradictoria: la que resplandece en las luces del océano pero también en los recuerdos escolares, en los barrios, en las casas compartidas, en los amigos como Sabino o Cárdenas, que actúan como testigos de la formación de una conciencia.
Personajes como Hilda Berroa, cuya sola presencia ordena un aula, o figuras entrañables como la abuela Ramona y la tía Emiliana con su lliklla cambiante, enriquecen la narración con matices afectivos. Estas vidas, sumadas a las experiencias de desarraigo, retorno y reencuentro, no son solo recuerdos, sino capas vivas de una identidad forjada con la palabra.
Frente a quienes podrían percibir su extensión como insistencia o exceso, la novela se presenta como un mural vital, con los colores y contradicciones del recuerdo. Es, en esencia, el testimonio de un escritor que no teme exponerse, que entiende la escritura como un modo de atravesar el tiempo. Gamboa retrata el pasado y el presente limeños con una sensibilidad genuina, haciendo de la memoria un ejercicio de afirmación frente al olvido. Así, “El principio del mundo” no solo honra la historia íntima de un escritor, sino también una historia compartida, y lanza una pregunta urgente: ¿qué hacemos con lo que fuimos, cuando el país –otra vez– parece romperse?