A mi hijo, y a sus lágrimas,
que ahora son las mías.
Era un día lluvioso, aún lo recuerdo. Los gotones reventaban sobre las calaminas mientras los truenos retumbaban en el cielo, que parecía querer romperse en pedazos. Gualberto era de talla baja, mirada tierna y movimientos lentos. Miraba arriba, acaso aún asustado, sin comprender lo que sucedía. Ella le había prometido estar allí, pero no llegaba. Quizás la lluvia la detuvo. O tal vez fue él quien la descubrió y no la dejó venir. A lo lejos escuchaba a la banda tocar un huayno, y a la gente haciendo sonar la suela de sus zapatos contra el pavimento. Su rostro reflejaba lo ocurrido, pero no podía amilanarse. “Pueblo de Ocros, pueblo de Ocros, tierra bendita donde he nacido…«, cantaban como si se tratara de un himno. Ya no quería seguir esperando. Prefería enfrentar a quien, suponía, la estaba deteniendo. Se puso de pie, se acomodó la camisa desalineada, cogió el peine, se engominó el cabello y salió. Estaba decidido a enfrentarlo.
Retumbaban los platillos, el clarinete le hacía ese bajo melódico, y el bombo acallaba el llanto de los más débiles. “¡Banda carajo! ¡Banda, banda!”, escuchó. Era la voz que tanto temía. Entonces el hombre que debía enfrentar estaba allí, en la guerra de bandas. No me importa, estoy dispuesto a todo, iré a buscarlo. De pronto, siente que alguien lo toma del brazo y lo jala, casi, casi, arrancándole el brazo. Era la huaylishada. Cuando reaccionó estaba en medio de una multitud que corría en fila, abrazados, como si se conocieran de toda la vida. Uno de ellos llevaba una jarra, otra muchos vasos, otro tocaba puertas y, si no le abrían, pues la forzaba hasta que pudieran entrar. No había tranca que se resistiera. ¡Pobre de aquel que era encontrado durmiendo! El castigo tenía que ser ejemplificador para aquel que se había rehusado en disfrutar de la fiesta patronal. Tenía que beber de ese brebaje hasta que, mágicamente, decidiera unirse a ellos. La ronda hacía círculos, avanzaba, retrocedía para luego avanzar una vez más, o retroceder, su movimiento era errático. Si alguien se caía, allí había alguien para levantarlo. Nadie se quedaba en el suelo, esa era la consigna. Y allí estaba mi hermano, sonriente. ¡Carajo! Sonreía. Su cabello ondulado y sus ojos grandes me encontraron del otro lado. “¡Hermano!”, me gritaba. “¡Que haces allá, ven acá, carajo. Ya olvídate de esa vaina!”. Pero él no sabía realmente de qué se trataba. Lo miré a la distancia y le grité con toda mi fuerza “IHermano. Te amo. Siempre fuiste un ejemplo para mi. Gracias por protegerme!”. Parecía que me despedía y no entendía por qué.
La banda tocaba nuevamente “Hoy estoy aquí, mañana ya no, pasado mañana por donde estaré…» y Miguelito, mi hermano, tarareaba la canción. Yo seguía sin entender porqué todo eso me parecía haberlo vivido antes. Tenía esa sensación de llorar, pero el serrano no llora cuando lo miran, y no lo hice. Decidí perderme en la ronda, abrazarlos a todos, tomé mi chompa para agitarla en el aire mientras la banda nos seguía. “¡Banda, banda!”. Lo escuché nuevamente. Allí estaba otra vez. Tenía que hacerlo. Ya lo había decidido. Los platillos resonaban cada vez más rápido. Yo la amaba, la amé desde el primer día en que la vi, risueña, coqueta. Ese día, aún lo recuerdo claramente, ella salió de un momento a otro, su cabello largo, su sonrisa. Ese día me prometió que estaría allí, a la hora acordada.
Gualberto volvió a escuchar los platillos y violines, los cantos tristes resonando en el fondo. Abrió los ojos, la habitación estaba repleta de gente, todas de negro. Una cruz al fondo. Y ella, preciosa, con ese rostro angelical, se encontraba observándolo con los ojos rojos. No le había mentido, estuvo allí el día y la hora pactada. Un tiro lo alcanzó antes del encuentro, nunca supo de dónde vino.
Sonrió por última vez, mientras ella lo miraba a través de ese vidrio que no le permitía tocarla.