Adelanto exclusivo | «Habitar el desasosiego», de Eric V. Álvarez

Admirador rendido de Pessoa, el escritor peruano Eric V. Álvarez acaba de publicar su primera y esperada novela ambientada en una Portugal a donde Javier Deustua regresa tras muchos años para enfrentarse con su pasado y las tragedias que se esconden tras la bruma del puerto. Recomendada.

Publicado

24 Nov, 2021

Escribe Eric V. Álvarez

La neblina del puerto de Lisboa no es como la de Lima. Javier Deustua ha olvidado la diferencia, pero le basta poner el primer pie fuera del vapor Costa Fortuna para sentir de inmediato el frío salino que el viento empuja contra su cara. La neblina limeña envuelve a las personas con una capa de humedad que proviene de tierra adentro, no del mar. En Lisboa, en cambio, la neblina llega desde el mismo océano y del Tajo y cubre a los habitantes con un halo de sal evanescente: aquí, quien quiere ser una sombra, lo es.

Alza la mirada y ve la imagen recortada de los edificios contra el cielo, como en una pintura, afantasmados por esa aureola de vapor. En la bruma de la bahía, la ciudad parece abandonada. Ya casi es de noche, y por sobre esa capa gris que cubre la capital portuguesa observa las siete colinas que compara con gigantes dormidos y que se alzan a lo lejos, como cuidando desde su altura toda la ciudad. El Tajo lo recibe con los brazos abiertos y se siente de nuevo en casa, a pesar de que desde hace varios años no visita las calles de Lisboa, a pesar de que en su pasaporte de ciudadano sudamericano el sello lleva el signo imborrable de su extranjería.

De pie ante la ciudad, observándola con detenimiento, avanza unos cuantos pasos hasta el muelle y por su cabeza cruza el ímpetu del viaje. ¿Y si partiera hacia Coimbra, si pasara por Setúbal o caminase por Braga, antes de hacer lo que vine a hacer, antes de buscarlo? Todavía espera un momento, de pie, observando, con la maleta en las manos frías que aguardan el calor de los guantes que trae en el bolsillo de su abrigo, y dejando que la ciudad le entre por los ojos, que lo acapare por dentro. Sí, es casi irresistible querer emprender un viaje por las provincias portuguesas, pero si debo conocer una geografía, si debo adentrarme en un paisaje, ese paisaje se llama Bernardo Soares, se dice.

Los maleteros y descargadores sacan los equipajes y los entregan a sus dueños. Por las escaleras, a espaldas de Deustua, cerca de las dársenas, las personas descienden del barco y caminan por el muelle Alcántara, se pierden por las entradas de los bares y restaurantes y él, solo, alzándose el cuello del sobretodo y cogiendo su maleta que un hombre que huele a especias le entrega, camina por la Rua da Cintura. Levanta un brazo y un auto se detiene. El conductor y él intercambian palabras de saludo, Deustua indica una dirección y sube. Dentro, y después de haber pasado por Cais do Sodré, de ver el Jardim do Roque Gameiro, de doblar por la Rua Bernardino Costa y de recalar en la Rua do Arsenal, ve aparecer, como dibujándose sobre el parabrisas, la imagen de la Praça de Comércio y decide bajar.

Cuando el taxi lo deja en la Praça do Comércio, observa el estuario del Tajo y camina con dirección a la avenida Infante Dom Henrique, hacia el sur. El cielo es un manto de cenizas que amenaza con despedazarse y el frío hace que Javier enguante sus manos. Da varios pasos mientras observa el mar que se pierde ante su vista, y llega al Terreiro do Paço. Conforme el sol va muriendo tras el mar, los faroles empiezan a encenderse. ¿Es la misma ciudad que dejó hacía tantos años? ¿Las calles cercanas a la Praça do Comércio tienen ese mismo olor salino?

¿El cielo sigue siendo tan impredecible como cuando era niño y su madre tenía que protegerlo en casa para evitar que su asma recrudeciera? El cementerio aquel donde reposa su padre ¿todavía mantiene la majestuosidad y la belleza arquitectónica de sus recuerdos? ¿Y Azinho? ¿Todavía será aquel amigo afectuoso que recuerda con saudade? ¿Qué era saudade? ¿Nostalgia? ¿Melancolía? ¿Una tristeza vaga e indefinible que no puede definirse con exactitud en ningún otro idioma que no fuera el portugués? La palabra aparecía ante sus ojos cada vez que allá, en Lima, alguien mencionaba a Lisboa o cuando leía a algún autor lusitano, pero Javier no tiene todavía una definición precisa para aquel término, para determinar sus límites, para capturar efectivamente su esencia. “Es acaso una nostalgia por algo no vivido, por un recuerdo jamás sucedido y que solo tiene vida en el anhelo de la imaginación”, piensa. ¿Y Soares? ¿Dónde hallarlo? ¿Acaso sería una tarea sencilla encontrar al escritor por el que había realizado tan largo viaje? Se sienta en las graderías de mármol de la estatua ecuestre del rey José I. Enciende un cigarro y observa la entrada hacia el Arco Triunfal que todavía tiene esa presencia imponente de sus recuerdos de juventud, cuando jugaba de niño y cuando su padre era el agregado cultural de la embajada peruana en Portugal. Sin embargo, después de la muerte de su padre, la madre de Javier, junto con él y su pequeña hermana, Amarilis, regresaron al Perú y vivieron mucho tiempo por debajo de esa vida a la que habían estado acostumbrados aquí, en esta Lisboa que ahora parece otra ciudad, no ya la ciudad de sus recuerdos. Con el cigarro en los labios, Deustua recuerda aquellos tiempos. Intenta descifrar la locución latina que se inscribe en la parte más alta del Arco, pero luego de una lectura rápida, decae su intento por traducirla. La mirada, aunque puesta en el monumento, se arraiga en sus recuerdos. Le es inevitable ver las imágenes de su padre muerto en el ataúd, los paisajes por los que la carroza llevó el cuerpo hacia el cementerio dos Prazeres, y la silente lluvia que cayó aquel entonces es la misma que empieza ahora a acapararlo y que se estampa contra él. Luego le vienen a la mente las imágenes de su madre trabajando en oficios que él conoció solo por el contacto con las sirvientas que su padre ponía a disposición de su familia, en Lisboa, antes de que la decadencia de los Deustua iniciara. La muerte de Amarilis fue otro golpe furioso del destino. Pequeña, enferma, asistida en un hospital sin las condiciones apropiadas, murió de una tisis que le recrudeció por el clima anfibio de Lima y nada pudieron hacer. Ya adulto, entendió por qué su padre había decidido llamar así a su hermana. Los recuerdos son incontrolables porque ha caído en un espiral de imágenes que se suceden una tras otra. Pero sale de ese torbellino de su memoria cuando se da cuenta de que el cigarro que tiene en los labios ya ha expirado y el rancio sabor del tabaco apagado le lastima el paladar. Escupe y se pone de pie.

Desde hace un rato un hombre lo mira desde el otro lado de la plaza, al final, en el Cais das Colunas, una abertura que une el Tajo con la Praça do Comércio en donde se recibía a los barcos en otros tiempos. Está sentado, con una sarta de palos y telas, fumando en una pipa desgastada de la que sin embargo no brota ninguna voluta que señale que está prendida. Tiene la barba enmarañada, entrecana y con filamentos de tabaco que sobresalen por entre los pelos. Sacude su pipa constantemente y por un momento mira el piso, pero sin dejar ver a Deustua. El frío empieza a arreciar. Las nubes parecen traer el augurio de una tormenta, se posan sobre las colinas y empiezan a destejerse en diminutas gotas que caen oblicuamente y con más violencia. El hombre vestido con harapos avanza en esa dirección, como si la presencia solitaria de Deustua lo imantara y fuera imposible desviar el camino.

—Oiga, ¿no tendría un poco de tabaco que me regale? Lo he visto durante largo rato fumar. Vamos, solo necesito un poco para pasar la noche. El mío se ha mojado. Siempre me pasa, siempre se moja mi tabaco y debo esperar hasta la mañana para fumarlo, cuando ya está seco. Pero no hay placer más grande que fumar cuando todo está oscuro. Por eso le pido un poco de tabaco. Ande, dígame que sí tiene y que me dará un poco.

—No tengo nada. Era lo último que me quedaba.

—Entonces unos cuantos escudos, por favor, y yo le daré algo a cambio.

—¿Qué me podría dar usted? —dice Javier, mirándolo de arriba abajo.

—Deme unas moneditas y lo verá.

Un resto de curiosidad asoma en los ojos de Javier. Se saca los guantes y de su bolsillo extrae unas monedas.

—Tenga, con esto bastará.

—Se lo agradezco. Por ese acento creo que no es usted de acá.

—No. Pero hablo bien el portugués.

—Habla bien el portugués —dice el hombre, repitiendo las palabras de Deustua—. Pero entonces déjeme adivinar —continúa, mientras guarda las monedas en sus bolsillos y se rasca la barba— de qué lugar es usted.

—No tengo tiempo para adivinanzas.

—Es usted argentino —dice el hombre, otra vez sin oír a Deustua.

Ya de pie, Deustua se da cuenta de que el hombre es mucho más alto que él. Lo mira con recelo. Piensa, por un fugaz instante, que el mendigo estaría haciendo tiempo para que algún cómplice suyo llegara para robarle. Empieza a andar.

—Es usted argentino —prosigue el mendigo— porque yo estuve por allá después de la guerra del catorce. Bonita ciudad, Buenos Aires, bonitas mujeres.

—No, se equivoca usted. Yo vengo de…

—Sí, ya lo sé, viene usted de Venezuela. Claro, ¡cómo no lo adiviné antes! Pero si es evidente, usted es venezolano —dice el mendigo mientras lo rodea y lo mira como si fuera un adorno—. Estuve por esas tierras calurosas hace más de veinte años, trabajando en las petroleras. Una vida del diablo, pero qué maravillas sus mujeres, qué maravillas.

—No, señor, se vuelve a equivocar —dice Deustua, y avanza un poco. La lluvia mantiene constante su caída. El mendigo lo sigue y lo toma del brazo.

—Ah, entonces no me diga, es usted del Perú. Sí, sí, los incas, los poetas, Lima, claro, claro. Lo recuerdo completamente —dice el mendigo, y lo guía a través de la Praça do Comércio, con dirección a la Rua Augusta. De entre sus cosas saca un plástico que extiende por encima de sus cabezas, con los brazos en alto, y se protegen del frío y de la lluvia mientras avanzan dos cuadras hasta recalar en la Rua de São Julião y desembocan en un barrio en el que se erigen varios edificios grises con tenderos repletos de ropa agitada por el viento. El mendigo no quita los ojos del cielo. Inminente, cae una sábana de uno de los tenderos.

—¿Cómo lo supo? —pregunta Deustua, ya en confianza por el gesto del mendigo.

—¿Ve usted que tengo fino el oído para los acentos? Este plástico nos protegerá un poco de esta lluvia —dice. Se agacha para recoger la sábana que ha caído hasta sus pies como una hoja desprendida de un árbol. La recoge y la envuelve en varios rectángulos y luego la guarda entre sus cosas—. Estuve en Lima después de mi viaje por Venezuela. Un tiempo trabajé en las haciendas del norte de su país, en un lugar llamado Piura. ¡Qué mujeres, qué mujeres! También estuve en Chiclayo y en Trujillo. Una ciudad muy parecida a Lima, por cierto.

—¿Conoce usted Trujillo?

—Ciertamente. Conocí allá a unos poetas. O hacían llamarse poetas. Poetas buenos, algunos notables y otros malos, como casi siempre. ¿Sabe algo de ellos?

Deustua lo mira con recelo. Piensa que es imposible que un ser mal trajeado, con visos de locura, sepa algo del grupo que él tiene en mente. Prefiere llevar la conversación por otros rumbos.

—No. Pero dígame, dígame, cómo es posible que usted haya viajado tanto, siendo…

—¿Loco, pobre, desquiciado? Ah, pero, sobre todo, pobre. Sepa usted que para viajar no se precisan más que dos piernas y una buena disposición del ánimo. Quise conocer el mundo y abandoné toda comodidad. Hasta abandoné a mi mujer, fíjese usted. Bah, juzga usted desde su presente. Sus ojos no avanzan más allá de sus narices—. Queda, durante unos minutos, en silencio. Le busca la mirada a Deustua—. ¿Hacia dónde queda el futuro? —pregunta el mendigo. Saca la sábana de entre sus cosas, la tiende al viento y la amarra por su cintura. Deustua sonríe.

—Pues hacia allá —responde, y estira una mano hacia el frente y se moja con la lluvia. La deja ahí, tendida por fuera del plástico que los cubre y siente cómo resbalan por sus dedos algunos goterones.

—No, se equivoca. ¿Siempre es así de impulsivo para responder? Ya veo que no se ha tomado más de medio segundo en responder. He aprendido siempre a desconfiar de las personas que tienen la lengua fácil y la respuesta inmediata. Pero no me mire así, no, creo que usted es buena persona y parece muy inteligente también. ¿Sabe cuál es la respuesta? Ah, si se hubiera tomado un poco más de tiempo para pensar, solo unos minutos… —dice, rascándose la cabeza de la que se eleva un polvillo fino que se dora bajo la luz del sol—. El futuro está detrás de nosotros. ¿Sabe por qué? Pues porque no lo vemos, porque no sabemos nada de él, porque jamás podremos virar la cabeza hacia nuestras espaldas para tratar de ver algo que solo se nos aparece como posibilidad o como una ilusión. El futuro es solo especulación.

Deustua trata de replantear en su mente todo lo que conocía al respecto, todas sus lecturas y su formación, pero el mendigo interrumpe ese amago de pensamiento:

—¿Dónde está el pasado?

—Atrás —dice Deustua, y quita su mano de la intemperie.

Con el pulgar, señala por encima de su hombro.

Portada de la novela del escritor peruano Eric Álvarez.
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