Escribe Luis Eduardo García
Fernando Pessoa y Jorge Luis Borges nunca se conocieron, sin embargo fueron contemporáneos. El primero nació en 1888 en Lisboa y el segundo en 1899 en Buenos Aires. Once años de edad y miles de kilómetros de distancia los separaban, por lo que lógicamente las posibilidades de que se conocieran eran muy remotas.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX las comunicaciones eran muy difíciles, las noticias llegaban con semanas, meses y hasta años de retraso. El contacto entre escritores de diversas latitudes era, además, muy complicado y se podría decir que las literaturas de Europa y América Latina se producían en condiciones de aislamiento. A esto habría que agregar un incipiente mercado de libros y traducciones, sobre todo en nuestro continente.

El desconocimiento mutuo entre estos dos escritores es en cierta manera extraño tratándose de dos anglófilos. Ambos usaron el inglés como si se tratase de su lengua materna y tuvieron como precursores a escritores británicos afines (admiración común por Shakespeare, John Keats, Robert Browning, Edgar Poe y Walt Whitman y discrepancia en torno a Kipling, Shaw y Chesterton); y ambos vivieron y asumieron la vanguardia con pasión e inventiva: Pessoa por el futurismo y Borges por el ultraísmo. No obstante estas búsquedas comunes, nunca establecieron ningún contacto, ni siquiera —hasta donde yo sé—epistolar.
Aunque un encuentro entre los dos haya sido improbable, en dos momentos de sus vidas ellos pudieron haberse cruzado en una calle de la bellísima capital de Portugal. El primero pudo ocurrir en 1914, cuando la familia Borges arribó a Lisboa procedente de Buenos Aires en su camino a Ginebra. El autor de El Aleph tenía entonces 15 años y 26 el autor del Libro de desasosiego. Para entonces el argentino era un aprendiz de escritor, mientras que el portugués ya había creado su famosa trilogía de heterónimos: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos.

La segunda oportunidad en que los dos pudieron haber coincidido tiene más visos de probabilidad. Sucedió en 1923, durante el mes y medio (entre junio y julio) en que los Borges permanecieron en Lisboa mientras esperaban el barco que los regresara a Buenos Aires. Emir Rodríguez Monegal ha documentado que un día de los 45 en que Borges permaneció en esa ciudad fue con su amigo António Ferro al legendario café A Brasileira, lugar en el que Pessoa había sentado sus reales y era muy conocido. Según el crítico uruguayo, autor por lo demás de una de las más minuciosas biografías del ciego universal, es probable que en el café estuviera sentado en su rincón preferido el lisboeta, pero la presentación de rigor no ocurrió porque simplemente Ferro y Pessoa estaban distanciados desde hacía ocho años. El azar no encontró su simetría aquella vez.
En su ensayo titulado Jorge Luis Borges, el autor de Fernando de Pessoa, Emir Rodríguez Monegal fuerza más la imaginación y proyecta un azaroso e hipotético encuentro: « (…) Puede ser el Terreiro de Paco, o alguna de las callejas estrechas de Baixa, o tal vez (más precisamente) la Rua Augusta. Por ella pasa, casi invisible en su vulgaridad, un hombre delgado y escueto, cubierto con un abrigo oscuro (¿de gabardina inglesa?) y ostentando un sombrero que adivino gris (la fotografía es en blanco y negro: no hay colores en este sueño). El sombrero parece demasiado grande para la cara afilada en que sólo distingo unos ojos miopes y un cuidadoso bigote triangular. Cruzándose con ese hombre, pero sin rozarlo, tal vez sin mirarlo, ignorándolo, veo un cuarteto de turistas argentinos: padre y madre aún jóvenes y hermosos, una hija deslumbrante de belleza, un hijo tímido, rollizo y oscuro, incorregiblemente miope (…) ¿Necesitaré revelarles que el hombrecito oscuro es Fernando Pessoa (si alguien alguna vez fue Fernando Pessoa) y que el cuarteto de turistas argentinos son los Borges: Jorge Guillermo, el padre; Leonorcita, la madre; Norah, la poética muchacha; Jorge Luis, o Georgie, el tímido, torpe muchacho.

Es casi seguro (aunque no haya otras fotos que las de mi imaginación) que los Borges pasaron lado a lado del invisible Fernando Pessoa por esas calles de la Baixa y que no se reconocieron (…)». Pero ya está demostrado que lo que tanto imaginaba Rodríguez Monegal nunca tuvo lugar en la realidad. ¿Sobre qué hubieran conversado ese lector miope y escritor inexperto de 24 años y ese autor también miope de 35, ya reconocido para ese momento como un autor de culto en Portugal? ¿En qué íntima discusión hubieran caído esos dos hombres hasta cierto punto misóginos, de antepasados lusos, embaucadores de lectores desprevenidos y partidarios de causas casi siempre perdidas? Solo el azar lo sabe.