Fue hace poco. El miércoles 21 de octubre se anunció oficialmente: cuatrocientos objetos personales de García Márquez, entre ellos muchas prendas de vestir, se pondrían a la venta. La noticia pudo haberme impactado, pero no: desde hacía un mes yo la sabía por Constanza, una lectora jalisciense, curiosa y pertinaz que conocí en la FIL Guadalajara de 2016 y que, ahora, además de ser mi amiga, era una eficaz gestora cultural perteneciente al equipo que está detrás de la transformación de la casa del Nobel en México en un centro literario. “¿Estás hablando en serio?”, le pregunté a Constanza. “Absolutamente”, me contestó, “y tienes que apurarte porque detrás están un montón de fans, coleccionistas y especuladores. Eso sí, nada está barato”. Yo no había pensado entonces en comprar nada, mi primera impresión fue la de un saqueo de mal gusto, una acción entre necrofílica y extravagante de la que un joven periodista García Márquez habría escrito una crónica estupenda y divertida sin imaginar que, por esas vueltas del destino, él sería después el protagonista de una experiencia igual; pero al escuchar las palabras de Constanza, me entró un no sé qué por adquirir alguno de esos objetos.
La venta al público se iniciaría el 27 de octubre, de manera presencial y con cita previa. Imaginé un viaje relámpago, estricto y acaso secreto, y sin embargo, Constanza, que es una buena amiga, me dijo que no era necesario que fuera al DF, que ella podía hacer la compra por mí y que, además, podría hacerla antes, el 20 de octubre, en una exposición especial para amigos y personas cercanas al escritor. Me pasó la lista de precios: los sacos, entre tres y cuatro mil dólares; los botines, ternos y overoles, entre cuatrocientos y mil; las camisas, quinientos; y otras prendas y objetos de escritorio, entre doscientos y quinientos. La ropa no me interesaba y me parecía excesivamente cara por más que fuera de marca. “Puede ser un lapicero, un pisapapeles o un portarretratos”, le escribí a Constanza. El miércoles 21, luego de realizada la exposición especial y el mismo día en que se lanzaba la venta oficial, me respondió: “No conseguí nada de lo que me pediste. Todos los objetos de escritorio se vendieron muy rápido. Te compré una corbata. Está linda”.
Quedé entre sorprendido y defraudado, pero esos sentimientos fueron cambiando conforme se acercaba el día en que recibiría el envío. Ilusión, expectativa y algo así como un temor a lo desconocido fue lo que sentí cuando el empleado del courier me entregó una cajita hiperprotegida que, antes de comprobar su casi ausencia de peso, me pareció contener una botella de vino. Estaba solo en mi casa, y abrir el paquete fue una ceremonia silenciosa, sin testigos. Debajo de todas esas capas de plástico y cartón había una corbata azul con rombos blancos y amarillos que me llenó de una profunda nostalgia, porque los químicos del detergente no habían podido borrar del todo las huellas de la muerte y porque algo en su color o en su diseño me hacía recordar a mi papá. No sabía qué hacer con ella, varias horas de clase me esperaban como siempre, así que la volví a meter en su caja y la guardé en el closet de mi cuarto, como quien esconde el cuerpo de un muerto. Me olvidé del tema, o al menos lo dejé en suspenso. Hasta que la noche del día siguiente volvió a aparecer. Era sábado, cumpleaños de un querido amigo escritor y tallerista, y en la reunión que hizo en su departamento para celebrarlo, comenté a los presentes -también queridos amigos escritores y talleristas- lo de la venta de objetos de García Márquez. Quizá por la influencia de los vinos, o quizá por la alegría de estar entre amigos, dije que deberíamos viajar a México a comprarnos algunos de esos objetos y montar a nuestro regreso un taller llamado “Escribiendo con la ropa de García Márquez”. “Algo tendría que suceder con nuestra escritura”, agregué, y todos se rieron con mi ocurrencia, sin saber que yo ya tenía la corbata en mi casa, a la que imaginaba en la oscuridad del clóset, resplandeciendo y palpitando como un objeto radiactivo.
Amanecí con algo de resaca pero relajado. Y como todos los domingos, por ser el único día que tengo libre o que debería serlo, me puse a escribir después del desayuno. Abrí el archivo de la novela en que vengo trabajando, releí lo último que había escrito y no sé qué exactamente me hizo recordar a la corbata. La fui a buscar al clóset y la saqué. De pronto la sentí menos cargada de una presencia invisible, la sentí liviana y hasta agradable, y me animé a llevarla al baño para probármela. Delante del espejo de pie, con el pijama todavía puesto, me la colgué al cuello y, con una sonrisa en los labios, volví a la oficinita a continuar con lo mío. No podría decir que en esas tres horas y media en que estuve tecleando obtuve mejores resultados, pero avancé fluido y seguro, con esa misteriosa conexión entre la cosa y la palabra que más de uno asocia con la levitación o el correr olas.
Hubo otros hechos, acaso más llamativos. Un día tuve que hacer unos pagos en el Jockey y, pasando por una tienda de ropa, vi en el escaparate un saco gris de tweed que me pareció encantador. Me gustan los sacos, tengo muchos, pero este cuadriplicaba el precio que acostumbro pagar; aun así, lo llevé. Entonces no establecí el nexo, pero sí unos días después. Me habían invitado a la inauguración de unos nuevos módulos de lectura de la Municipalidad de Lima, y contra lo que había sido mi decisión inicial, resolví ir. Esa noche me puse el saco con la corbata, una dupla de veras maravillosa, y me sentí tan bien conmigo mismo, tan reconciliado con la vida, que anduve conversador y divertido y hasta me parecieron simpáticos el alcalde y otras autoridades a las que debí saludar. También por esos días vi muchos videos de entrevistas a García Márquez, varios de los cuales solo se hicieron públicos después de su muerte, y si bien disfruté y aprendí mucho de aquellas conversaciones inéditas para mí, comprendí también que lo que me impulsaba a revisar todo aquel material era mi infantil deseo de encontrarme con la que ahora era mi corbata. Con ese mismo objetivo revisé todas las fotos de García Márquez en la web, deteniéndome en aquellas citas con reyes y presidentes en las que por fuerza debía llevar un atuendo formal. Creí haberla visto en una de las tantas tomas que tenía con el rey de España, el corazón me dio un brinco de alegría, pero la mala calidad de la imagen no me ofreció ninguna certeza.
Lo que sí es seguro es que, navegando por la web, me aparecieron varios avisos de ropa y una camisa capturó mi atención. La compré porque hacía juego con la corbata, y me abstuve de comprar también un pantalón y un par de zapatos caros porque ya me estaba dando cuenta de que había sucumbido a un extraño hechizo. Con mi atuendo cada vez más completo salí dos veces más a reuniones formales, la presentación de un libro de un embajador y la cena por el aniversario de una conocida editorial, y como nunca, ya no sentía miedo de contagiarme y departía feliz con los protagonistas de aquellas actividades. En ambas ocasiones me dispersé con un grupo de artistas y empresarios de la cultura y llegué por la madruga a mi casa, canturreando y medio trastabillante, hundido en una borrachera jubilosa, y tuve un sueño repetitivo en el que, a diferencia de lo que había ocurrido en la realidad, aceptaba el ofrecimiento que me habían hecho hacía algunos años de abandonar mis esforzadas labores como profesor para dedicarme a escribirle los discursos a un oscuro -especialmente oscuro- presidente de la República. Viajaba mucho, y vivía contento y despreocupado con el triple de sueldo y una serie de privilegios.
Así pasaron diez días desde que llegó la corbata de García Márquez a mi vida. De tanto andar saliendo en mis escasos ratos libres, no volví a escribir nada y si lo hice, garrapateé frases llenas de metáforas con genitivos y sustantivos siempre adjetivados que terminé por borrar por incongruentes y fraudulentas. ¿Me habría ido mejor con un overol? ¿Debí prestarle más atención a aquella estufa de la lista que me pareció vieja y aparatosa pero que estaba más ligada al trabajo y la productividad? Quién sabe. Lo cierto es que ahora me resultaba claro que la corbata me había como inoculado la fascinación de su dueño por el boato, la pompa y el poder, a mi pequeña escala, por supuesto. Debía deshacerme de ella. Se me ocurrió -en ese orden- regalarla, cortarla en pedacitos o quemarla, opciones que descarté inmediatamente porque me acordé de un cuento breve de Ítalo Calvino, uno donde no era posible liberar a un emperador de un hechizo que le provocaba una piedra preciosa, porque cuando se la daban a un arzobispo, creía estar enamorado de él, y cuando la arrojaban a un lago, no podía separarse de sus aguas. En otras manos, hecha añicos o cenizas, la corbata podía seguir ejerciendo su enigmático influjo.
Estuve unos días pensando en una salida, con la corbata relativamente lejos, metida en la maletera del carro, en el sótano. Ya estaba por tirarla al camión de la basura cuando, revisando un libro de crónicas y ensayos sobre escritura que me gusta mucho, releí un consejo del autor que, medio en serio, medio en broma, a él le había funcionado y que yo al fin podía poner en práctica. Entonces encendí mi computadora de escritorio, me até una pierna a la silla con la corbata para no moverme y me puse a escribir. Y fue, créanme, lo mejor que pude hacer.