Guillermo Martínez, una vida entre la literatura y la matemática

Guillermo Martínez, escritor argentino, es también un destacado matemático y catedrático de dicha materia en la Universidad de Buenos Aires.

Publicado

15 Mar, 2025

Una entrevista de Alonso Rabí do Carmo

Intrincados son los caminos de la matemática y la ficción, dos lenguajes en apariencia enemigos si no fuera por la magia imprevisible de las palabras y las estructuras que se encargan de crear tan insólito parentesco.

Guillermo Martínez, escritor argentino nacido en Bahía Blanca, es también un destacado matemático y catedrático de dicha materia en la Universidad de Buenos Aires. Su literatura se encuadra en los límites no siempre precisos del misterio y el fantástico, así como en el terreno de un género como el policial que, al menos en el papel, exige una precisión matemática.

Lo encontré una mañana en Arequipa, noviembre de 2019, en una de las ediciones del Hay Festival. Años después volvimos a encontramos gracias a Zoom, donde esta conversación continuó. Echando mano del arte de edición, me las arreglé para, esta vez, fundir en uno solo un diálogo que, en realidad, pareció tener apenas un paréntesis temporal.

Comencemos por la literatura. Muchos lectores de América Latina hemos asumido que la parte más significativa del fantástico y el policial en nuestra región, al menos en un inicio, tiene al Río de la Plata como un lugar fundamental. ¿Por qué se da esta circunstancia, por qué entre Argentina y Uruguay se llega a producir tanta literatura fantástica y policial de tanta calidad?

—Es cierto. Argentina tiene una tradición bastante diferenciada de otras, como la española, ¿no? Creo que gran parte de este asunto tiene que ver con una modalidad del género fantástico muy particular que se desarrolla en Argentina, especialmente con un grupo de escritores asociados o vinculados a la revista Sur. Cuando Roger Caillois está haciendo su antología del cuento extraño se encuentra justamente en Argentina y en ese momento hay un interés enorme por el fantástico. Para ese entonces ya Borges, Bioy y Silvina Ocampo, por mencionar tres autores, desarrollaban parte importante de su obra cuentística, luego vendría Cortázar, una especie de punto culminante. Ese cuento fantástico creo que tiene una característica: lo fantástico no es el objetivo final del relato, es más bien una especie de aparato óptico, una especie de linterna cuya función es iluminar algún aspecto de lo real, como ocurre, por ejemplo, en “El Aleph”.

Una zona oscura de lo real, diríamos…

—Es que hay un borde. Y lo fantástico vuelve hacia lo real. En “El Aleph” la esfera representa algo de la historia privada que tenía el autor con Beatriz Viterbo. Entonces para mí ese es el modo particular que tiene el fantástico entre nosotros. Y otro tanto ocurre con el policial, muy relacionado a una biblioteca extraordinaria que organizaron y difundieron Borges y Bioy Casares a través del Séptimo Círculo. Hay otro hecho y es que muchos escritores argentinos de prestigio han visitado alguna vez el cuento policial. En Argentina nunca se estigmatizó el policial, cosa que puede haber pasado en otras tradiciones.

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Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares compartiendo una Navidad. Foto: Hector Atilio Carballo

Al cuento le hemos atribuido una dificultad enorme, bíblica. Es el género más difícil por decirlo con más claridad. Podemos establecer la analogía entre un buen cuento y un mecanismo de relojería, pero en el caso del cuento policial, ¿esa analogía se radicalizaría?

—Diría que sí. Considera que muchos escritores argentinos se forman primero como cuentistas y yo no soy la excepción, a mí me gustó siempre el cuento. Cuando era adolescente nunca pensé que iba a ser capaz de escribir una novela porque me parecía un desafío demasiado grande. Sin embargo, tampoco me convencía del todo el cuento policial, porque no había en él espacio suficiente para la digresión, se desvían las sospechas, se incorporan subtramas, en fin, se añaden “capas” que terminan configurando la confusión entre cuento y acertijo.

Hablábamos de precisión y tú eres matemático y eres escritor. ¿Cómo es el vínculo que hay entre el lenguaje de las matemáticas y las palabras, entre los números y la ficción? ¿Existe algún tipo de relación secreta entre estos dos órdenes?

—Hay analogías muy fuertes, muy poderosas en cuanto a la creación. El matemático imagina y concibe cosas en un mundo fundamentalmente platónico. En ese mundo ideal construye relaciones a partir de patrones que debe codificar en un texto que por lo general recibe el nombre de teorema. Y la lectura de este teorema debe dejar abierta la posibilidad de rehacer ese mundo de objetos.

Interpretarlo.

—Eso, interpretarlo. Y bueno, el escritor también. En un mundo también platónico, el escritor imagina y concibe fragmentos narrativos, personajes, diálogos, elabora un destino, un conjunto de hechos que son codificados, no en un teorema, pero sí en un nudo dramático, en un argumento estructurado. Ese orden tiene una secuencialidad, ¿no? Entonces, entre un matemático y un escritor veo dos actividades muy similares: la creación y la codificación. Ahora bien, la diferencia más importante tiene que ver con el lenguaje. El lenguaje matemático tiene que ser necesariamente un lenguaje libre de ambigüedades, por eso se crea el lenguaje de las fórmulas matemáticas, una definición matemática, por ejemplo, tiene que ser muy estricta, se debe entender sin dudas. En cambio, el lenguaje literario muchas veces necesita de la ambigüedad, de la imprecisión, del claroscuro. Además, cada uno va al texto literario con su propio mundo, con sus propias herramientas, a diferencia de un teorema, que es entendido de la misma forma por un matemático ruso que por uno australiano. En el texto literario interviene la sensibilidad de cada lector, fomenta la empatía, sugiere, necesita de mas interpretaciones.

Julio Cortázar conversa con una lectores en Buenos Aires

¿Cómo describirías la convivencia de un matemático y un creador de ficciones, algo que describe tu caso, verdad?

—Me gusta pensar o decir que la matemática fue un accidente en mi vida. Hubo influencia de mis padres, eso cuenta también. Mi padre era un escritor vocacional, incluso tenía una gran disciplina para escribir, era un gran lector también. Mi madre era profesora de letras. No había televisión en casa, lo que aseguraba horas para la lectura. De manera que en mi infancia tuve muy cerca a la literatura y también al cine, porque mis padres habían participado de la fundación de un cine club en Bahía Blanca. Estas dos actividades fueron muy importantes en mi infancia, luego vendrían el ajedrez y el tenis, ese era mi mundo. No imaginaba que en el futuro me esperasen las matemáticas, aunque debo decir que yo quería estudiar una carrera que me permitiera ganarme la vida, como reza el dogma de la clase media, ¿no? Bueno, en esos tiempos todavía había el optimismo de poder ganarse la vida con una carrera universitaria (risas).

Y elegiste una.

—Sí, ingeniería. Y las primeras materias que uno lleva en ingeniería son de matemáticas. Confieso que en la escuela no me interesaba la matemática, incluso me iba mal, pero algo pasó y comencé a descubrir otras connotaciones en la matemática, sobre todo vinculadas a la filosofía, algo que mucho mas tarde trataría de incorporar a mi literatura. Hay un universo que conecta a la matemática y la filosofía y eso a primera vista no es tan obvio, de modo que fue fascinante ir descubriendo esas conexiones. No soy el primero naturalmente, ya Borges había utilizado la idea de los diferentes infinitos o los lenguajes artificiales, por ejemplo. “La biblioteca de Babel” o “El jardín de los senderos que se bifurcan” son cuentos de Borges donde hay indudable presencia de las matemáticas.

Hay que sumar el azar…

—Claro, ahí está “La lotería de Babilonia”. Entonces me dediqué a estudiar el campo de la lógica matemática, que establece contactos más directos con la filosofía a través de los teoremas de Godel. Pero ojo, yo ya escribía antes de decidir mi carrera, y nunca dejé de hacerlo, ya tenía un vínculo fuerte con la literatura. Participaba en concursos desde los catorce años. Mi primer libro, Infierno grande (1989), aparece cuando yo tenía diecinueve, mientras hacía la licenciatura y la primera novela en paralelo al doctorado. Al volver del posdoctorado escribí Crímenes imperceptibles. Si querés, estaba viviendo una vida paralela con el ejercicio de la matemática. Llegó un momento en que puse las matemáticas entre paréntesis, pues no sentía el mismo grado de creatividad que me exigía la escritura.

«Crímenes imperceptibles», primer libro de Martínez.

En todo caso, ¿llegas a ser dos personas en una?

—Bueno, hay cierta alimentación en cuanto a escenarios, personajes, miradas sobre el texto te diría. En matemática hay que tener una mirada muy rigurosa sobre los textos, muy crítica, porque el desliz o el error podrían ser fatales. Se trata también de un lenguaje altamente formal y eso genera una obsesión en la corrección, obsesión que yo ya tenía con mi literatura, pero que se agudizó con la matemática.

Eso da pie a otra analogía: rigor matemático y rigor narrativo.

—Sí, sin ninguna duda. Pero cuidado, eso no hace necesario pasar por la matemática para escribir. Si un escritor no es matemático imagino que tendría que ser igualmente riguroso, cuidar la estructura, la coherencia del texto. Sin embargo, el texto puede ser abierto y flexible, siendo riguroso, como pasa con Kundera, Puig o el mismo Henry James. Otros como Calvino o Borges son más estrictos en su búsqueda de esa solidez, de lo esencial. Me inclino más por este segundo camino.

Mencionaste a tu padre. ¿Él tenía también un vínculo entre la ciencia y la literatura?

—Él era una persona tremendamente curiosa. Una de sus frases favoritas era “nada de lo humano me es ajeno”. Era un gran lector y no solo de clásicos, porque había hecho algunos años de la carrera de Literatura junto con mi madre. Él era en realidad ingeniero agrónomo y por supuesto tenía admiración por la matemática, en especial por la estadística. Y leía en varios carriles: clásicos, ciencia ficción, le encantaba el policial, y era uno de los recomendadores de libros en la biblioteca de Bahía Blanca que se llamaba Bernardino Rivadavia. Era lector de Cioran, de Bachelard, estaba enterado de las polémicas existencialistas. Era más curioso que yo en cuanto a novedades, por ejemplo, descubrió a Gombrowicz y yo le traía sus libros desde Buenos Aires cada vez que volvía a Bahía Blanca.

La biblioteca era una tentación.

—Claro. Y leía autores por etapas. Había todo Thomas Mann y entonces leía todo Mann. Lo mismo con Gombrowicz a quien ya mencioné y muchos otros autores, incluyendo a Henry James, mi autor de cabecera. Mi padre si quieres era más ecléctico, pero gracias a su mirada sobre la literatura yo me ahorré bastantes prejuicios o esnobismos literarios sobre autores que corresponde o no corresponde leer. Me gusta la idea de mi novela La última vez, cuando el crítico abre los libros y decide por sí mismo si vale la pena o no leerlos.

Un lector autónomo, sin preconceptos.

—Exacto, que no tenga prejuicios al momento de enfrentarse a un libro y que su lectura sea el factor decisivo. Sin esas “fobias exquisitas” como las llamo en la novela.

La biblioteca, el espacio fundamental para la creación en Martínez.

Es como distorsionar un discurso crítico.

—A mí me parece que los libros tienen que decir su palabra y uno tiene que tener la autonomía necesaria para decidir por uno mismo. Borges decía que nos tenemos que resignar que la belleza aparece con más frecuencia de la que imaginamos, aún en los textos más deleznables. Es interesante poder descubrir eso. A veces nos toca hacerlo cuando presentamos un libro que quizá no nos gustó tanto.

Es la imagen popular: encontrar el objeto brillante escondido en un pajar.

—Y eso requiere también una mirada propia. Por supuesto, a estas alturas de la vida uno reconoce rápidamente si hay posibilidad de encontrar algo valioso. Los libros se delatan a sí mismos muy pronto.

En tu libro Borges y la matemática, hay una frase que dice: “La matemática se desliza en los textos de Borges dentro de un contexto de referencias filosóficas y literarias”. Algunos le reprochan y otros celebran que Borges haya creado un universo de ideas. ¿Podemos matizar esta afirmación?

—Yo creo que Borges, como todo gran escritor, no es una unidad. Uno abrevia un montón de cosas cuando dice “Borges”. Borges pasó por diferentes períodos y sobre esto reflexionó también Juan José Saer, que tenía una relación de amor y odio con Borges. Entonces Saer trata de preguntarse cuál es la parte que le interesa de la obra de Borges. Borges aparece como un autor ligado a la vanguardia, a la poesía de vanguardia y su obra recorre un largo camino hasta terminar en una suerte de clasicismo casi impostado, ¿no? Hubo una etapa que Saer llamó barroca, con un cuento como “El Aleph” y después va desnudando y simplificando su escritura. Hay muchos Borges. Me parece importante tener una idea propia sobre Borges leyendo con lealtad su obra, sin etiquetas a priori. Ahí puedes ver que hay cuentos que surgen de una idea ensayística, como “La biblioteca de Babel”, que transparenta su matriz ensayística, se ven primero las ideas. Pero no es el único tipo de cuentos que escribe Borges, hay otros que son exactamente al revés, como “El sur”, “Emma Zunz” o también “Hombre de la esquina rosada”. En “Emma Zunz” el relato pone todas las cortas a la vista, es el relato de una simulación. Al final, eso que se ha leído como una conjura criminal, en el fondo tiene algo de verdadero, es decir, al final Borges plantea una inflexión, un giro final, que es el elemento filosófico que está siempre en su obra. Pero ese cuento es fundamentalmente narrativo.

Habría un procedimiento matemático: afinidades, patrones.

—Diría que sí. Borges investiga en la historia de la literatura ejemplos afines que desliza en sus propias ficciones. Alude a esos ejemplos, los cita, y luego el relato se presenta como una variación más, es como si él capturara lo que hay en común en esas apariciones de un determinado motivo (lo genérico) y añade su visión particular, esa es una marca en muchos de sus cuentos.

En La razón literaria, mencionas algo que compartes con Borges, la admiración por Henry James, tu autor de cabecera.

—Borges lo admiraba sobre todo en las nouvelles, lo comenta con frecuencia.

Borges, inagotable aún alrededor suyo.

Es recurrente su mención a Otra vuelta de tuerca, por ejemplo.

—Es verdad. A mí, particularmente, me gustan esas nouvelles en las que James habla de la vida literaria, algunas de ellas no muy difundidas. La lección del maestro, La figura en el tapiz, por mencionar dos. Admiro mucho la manera cómo James utiliza esa especie de subgénero para hablar de las diferentes figuras o maneras de representar a un escritor en su época. De hecho, en dos de mis novelas hay guiños muy claros y evidentes hacia James. Por ejemplo, mi segunda novela, La mujer del maestro, es como una inversión del triángulo amoroso. En James, el escritor ya famoso y entrando en una edad bastante adulta, le roba la novia al aspirante joven. En mi caso, el aspirante joven despliega una estrategia para seducir por una noche a la mujer del maestro. Como ves, se trata de una versión contemporánea de un tema de James. Mi novela La última vez, está muy conectada con La próxima vez, también de James. En su novela James contrapone al escritor oscuro genial e incomprendido con la señora Highmore, una escritora exitosa y cada uno quiere algo del otro: ella quisiera tener un fracaso espléndido y él quisiera seguir escribiendo peor, a ver si un día consigue el éxito de ella. Hay mucha ironía en eso, ¿no? Esas novelas de James que reflexionan sobre el oficio y los malentendidos y las sutilezas de la cuestión artística y literaria.

En el Perú solemos crear dicotomías que muchas veces carecen de sustento.

—En Argentina también (risas).

Entonces, si alguien menciona a Vargas Llosa inmediatamente se contrapone la figura de Arguedas; o si alguien habla de Eguren aparece de inmediato Vallejo. Y acabas de decir que en Argentina también…

—Además dicen “otra vez Vargas Llosa” como si toda su obra fuera una abreviatura infame, cuando es más bien diversa, con novelas notables y otras que no lo son tanto.

Imagino los pares en Argentina: Borges y Cortázar por ejemplo.

—Sí, durante un tiempo ocurrió eso, es verdad. Para mí resultan bastante afines. Es como si Cortázar retomara algunos asuntos presentes en la obra de Borges —no olvides que ambos vienen de una época en que el cuento fantástico se escribía a mares y había muchos otros autores cultivándolo— para bajarlos un poco a tierra, darles un sesgo más vital, tratar de conectar esas temáticas, digamos, con el argentino de clase media. Por mencionar un caso, cuentos de Borges con personajes orilleros, un poco míticos, o legendarios, o en regiones extranjeras, lejanas, esos eran los mundos de Borges, algo brumosos. Si eran temas argentinos, igual se situaban en épocas no comprobables. En cambio, en Cortázar la conexión con el mundo contemporáneo es esencial, hay más carnalidad en lo sensorial, las relaciones humanas son mas concretas, en fin. Por otro lado, hay cuentos de Cortázar que podrían pensarse como borgianos, como “Todos los fuegos el fuego” o “La noche bocarriba”.  Narrativamente hablando, Cortázar tenía un ánimo más experimentador.

Tal vez los afectos culturales los podrían distinguir con más facilidad. Borges y los cuchilleros, los compadritos, el tango y la milonga, la épica. Cortázar con el jazz, la vibración urbana, en fin.

—Borges, por ejemplo, tenía como una especie de nostalgia de la guerra y sitúa esto en una época en que podía tener un sentido. Cortázar está más cerca de lo contemporáneo, pero en el fondo no los veo como antitéticos, los dos participaron de la modernidad del fantástico, junto con otros como Marco Denevi, Silvina Ocampo o Bioy Casares.

Borges amaba el policial. Ahí podríamos tener un elemento más radicalmente distintivo.

—Borges era un conocedor del policial, hizo antologías y dirigió una biblioteca de libros del género. La relación de Cortázar con el policial evidentemente no tuvo la misma intensidad, sin embargo, hay un cuento suyo que resulta un aporte original al género, se trata de “Continuidad de los parques”, un relato breve, enigmático, en el que muere un lector. Ojo, que también podría haber sido un cuento borgeano (risas).

Ahora, el policial argentino tiene una tradición enorme.

—Digamos que tiene una visa siempre transitoria de circulación, gracias a Borges, a Bioy, a Martini, a Pigilia, gracias a muchos autores y autoras como Claudia Piñeiro que han teorizado sobre el policial y han hecho que los relatos caminen a la par de esas reflexiones. En Argentina siempre hubo policial y muchos escritores lo han practicado como he mencionado antes.

Ricardo Piglia
Ricardo Piglia Foto: Susanna Sáez

Y en esa tradición tan vasta, ¿con qué autores te sientes más afín o más cómodo?

—Tengo la sensación de que el tipo de novela que yo hago no está tan representada en Argentina. En todo caso, me siento cercano a autores como Pablo de Santis. Mi modo de novelar tiene pretensiones más filosóficas, aunque sé que decirlo así puede sonar pedante. Hay una línea muy atractiva para mí, que es la que siguen novelas como El nombre de la rosa, de Umberto Eco o Cosmos de Gombrowicz, por citar dos ejemplos. Son novelas en las que la trama policial está asociada a la discusión de algún problema filosófico o conceptual. Es allí donde me siento a gusto. En Crímenes imperceptibles aludo a la paradoja de Wittgenstein; en Los crímenes de Alicia, está el trasfondo de los cuadernos de Lewis Carrol y sus pesquisas lógicas. 

Ganaste el Premio Nadal en 2019 con Los crímenes de Alicia. Anteriormente te referiste a ciertas limitaciones del cuento policial. ¿La novela llega a resolver esas carencias?

—Sobre el papel claro que sí. A veces, cuando uno escribe siguiendo las convenciones del género policial, hay una parte que tiene que ver con la trama y a mí me gusta que la trama sea importante, entonces la novela policial permite otro tipo de reflexiones, como por ejemplo introducir discusiones o cuestiones filosóficas, algo que he tratado de hacer en Los crímenes de Alicia. Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, que fue un gran escritor y también matemático, era alguien muy preocupado por las paradojas del lenguaje y los juegos de la lógica; algo de todo esto está presente también en la lógica de la investigación policial. Eso me interesó tanto en mi novela anterior, Los crímenes de Oxford, como con esta. Y haré lo mismo con una tercera novela, que formará parte de algo que yo llamo la trilogía de la lógica y el crimen, porque hay una serie de cuestiones en la lógica que desatan paradojas y ponen en jaque al sentido común. Y eso me interesa. Y allí hay otra analogía posible: cuando la matemática y la literatura son profundas y genuinas, de alguna manera ponen en jaque todo lo que dábamos por sabido.

¿A qué se debe, según tú, la vigencia del género policial? ¿Por qué fascina tanto el crimen?

—Más que con el crimen en sí mismo, creo que esa fascinación tiene que ver con un desafío a la inteligencia, un desafío que está implícito en el desarrollo de la novela policial. Por otro lado, hay un aspecto de la novela de intriga que contribuye a eso y es la idea de que cualquiera puede ser un sospechoso, nos plantea dudas sobre la realidad de las personas, uno se encuentra a veces con una viejita que es tan simpática y resulta otra cosa, alguien que está maquinando un envenenamiento o qué sé yo (risas). Y ese juego de pensar mal de los demás es un juego muy humano, ¿verdad? Cae el mediodía en Arequipa y el sol brilla bajo un manto azul intenso. Guillermo Martínez se aleja, pensando en una novela de intriga, pero de intriga literaria, en la que “no correrá sangre, sino palabras”, porque se trata del registro de una confusión interpretativa (y problemática): lo que los escritores quieren decir y lo que los lectores interpretan. Años después, un botón hace que la imagen de Guillermo se desvanezca en un segundo. Desde entonces, somos todo ojos.

Alonso Rabí Do Carmo
Alonso Rabí do Carmo (Lima, 1964). Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y realizó estudios de posgrado en literatura latinoamericana en la Universidad de Colorado, en Estados Unidos. Ha ejercido el periodismo durante más de veinte años y entre los años 2006 y 2008 fue editor del suplemento El Dominical, del diario El Comercio. Colabora en diversas publicaciones y ejerce la docencia en la Universidad de Lima y en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC).

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