Escribe Josefina Barrón
Melville no pudo contarlo. Se quedó en la Lima Leviatán, colosal blancura que se parecía más a la muerte que a la pureza. Apoplejía, tribulación, terraplenes rotos, cielos infencundos, terremotos demoledores de catedrales, cruces terciadas, no son mías las imágenes como sí del escritor que llegó a una ciudad que había estado sumida en una prolongada pobreza.
Lima la sin lágrimas yacía en su desmoral de posguerra. Quebrada, pues la fundación de la Patria pasaba su factura. Dos. Fueron dos las facturas. Teníamos una deuda externa y otra interna; agotamos recursos, recursos humanos, agrícolas, mineros. Solo habían pasado viente años desde que nos independizamos de España; sufríamos la secuela de una inmanejable libertad. Vivíamos, más que una República en ciernes, la codicia de unos cuantos caudillos que se arrancaban el poder. Melville debió llegar cuando éramos más débiles que nunca. Cuando reinaba la anarquía de los años previos a Ramón Castilla, quien por fin pudo poner orden y enrumbarnos hacia la Modernidad.

Debió impactarle el Callao, rehaciéndose a duras penas desde los escombros pues cien años antes había desaparecido en un maremoto de dimensiones apocalípticas. En las orillas chalacas, lejos de Bellavista que ya se había fundado, un pueblo joven de casuchas y callejuelas al lado de los almacenes reclamaba su espacio cerca del mar. El camino que seguramente hizo el escritor desde el Callao hasta Lima también cambió; por esos años los bandoleros imponían su propia ley en la penumbra de una ciudad que poco después tuvo alumbrado público y ya no los mecheros de aceite que los limeños ponían en sus puertas al caer el sol.
Ya no fue a pie ni a caballo. Tuvimos el primer ferrocarril de América del Sur. Pero Melville parece no haber vivido nuestro naciente esplendor sino el clima sombrío que nos asedió durante años y siglos, clima político, social y moral igual de turbio que el espeso manto de niebla que amortajó el horizonte, provocando horror en él. Poco después de su experiencia en estas tierras se abolió la esclavitud y se suprimió la contribución indígena, un tributo heredado de tiempos virreinales que fue una de las principales fuentes de ingresos del erario nacional antes del auge del guano. Los negros nunca estuvieron estigmatizados como sí los indígenas, presencia enigmática e incomprendida, enraizados a sus tierras ancestrales en los valles interandinos, lejos de la capital que era ciudad de mestizos, de mulatos, de negros y criollos que se medían por el color de la piel y la cantidad de sangre europea que corría por sus venas.

Melville llega al final de una época y al comienzo de otra. Quizás no supo lo que el mundo de los barcos balleneros en los que él viajó nos traería; tampoco vislumbró el tesoro que las naves ya recogían en las islas Chincha, pues el guano lo cambiaría todo. El guano y Ramón Castilla. De allí en adelante, el Perú viviría años de esplendor. Honraríamos las deudas. Abandonaríamos los moldes virreinales. Reformaríamos. Miraríamos por fin la Amazonía. La República sería una realidad.
Y en medio de toda la bonanza, un joven irlandés tomaría el té en finas tazas de porcelana a bordo de un barco guanero frente a las islas Chincha, debajo de sombrillas de seda y muy cerca de la que sería su alma gemela. Comenzaría una excitante aventura que tuvo que ver con el Perú y su comercio, con el guano, con la riqueza y con barcos balleneros en los que Melville nunca se subió. Pero esa es otra historia…