Escribe Rodrigo Fresán
Sí hay futuro. O —al menos y mucho y para muchos— lo hubo en algún tiempo pasado.
Pero ahí sigue estando.
Aunque ya no se sepa muy bien si era ese futuro futurístico con el que alguna vez soñamos y fantaseamos y si tuvo/tendrá tiempo y lugar antes o después de nosotros. Porque —más allá de las fechas con las que se datan los grandes hitos literarios de la ciencia ficción— lo cierto es que todo puede acontecer dentro de mucho o hace tanto, en una galaxia muy lejana o a la vuelta de casa.
Y algo de razón —y mucha gracia— tuvo aquel quien alguna vez dictaminó que «la verdadera Edad Dorada de la sci-fi no fue la década de los cuarenta, sino los doce años de edad».
Verdadero o falso, esos eran los años que tenía yo cuando me crucé por primera vez con Isaak Yúdovich Ozímov, alias Isaac Asimov (Petróvichi, 1920-Nueva York, 1992; Asimov, sí, como el otro gran aporte de Rusia a la literatura norteamericana junto a Vladimir Nabokov). No era algo difícil de suceder, porque por entonces, a mediados de los años setenta, Isaac Asimov estaba en todas partes y llevaba ya un rato largo estando aquí y allá y en todos lados. Asimov era uno de esos escritores marca registrada. Como Agatha Christie para el policial y como Harold Robbins para ricos y famosos y siempre calientes. Un indiscutido y omnipresente best seller entre best sellers y escritor/editor/divulgador de/en más de quinientos libros sobre todos los temas habidos y por haber.
Y, sí, yo empecé por donde había que empezar en el Universo Asimov: por su Trilogía Fundación, compuesta por los relatos y nouvelles escritos entre 1942 y 1950 y finalmente reunidos/ordenados entre 1951 y 1953 en los libros Fundación, Fundación e Imperio y Segunda Fundación, y más tarde ampliada, entre 1982 y 1988, con dos precuelas (Preludio a la Fundación y Hacia la Fundación) y dos secuelas (Los límites de la Fundación y Fundación y Tierra, donde Asimov se dio el gusto de unir todas sus series y ciclos novelísticos), así como por múltiples incursiones post mortem bendecidas por herederos y firmadas por Gregory Benford y David Brin y Greg Bear y Orson Scott Card y Harry Turtledove.

Una saga fundamental de la ciencia ficción del siglo XX
Fundación como hito indiscutible y clásico perdurable que por estos días (luego de muchos intentos infructuosos) es, sí, refundado como serie de televisión a estrenarse el 24 de septiembre en Apple TV+, adaptada por David S. Goyer (guionista del Batman de Christopher Nolan, entre otros blockbusters). Y con el gran Jared Harris poniéndole rostro y voz y acciones al psicohistoriador Hari Seldon, vivo o muerto como holograma inmortal, dentro de unos 50.000 años. Hari Seldon —según la edición número 116 de la Encyclopedia Galactica publicada en el 1020 E.F. por la Encyclopedia Galactica Publishing Co.— es/fue/será «matemático y experto en artes marciales nacido en el año 11.988 de la Era Galáctica y fallecido en el 12.069 (y estas fechas son más comúnmente establecidas en los términos de la presente Era Fundacional como del -79 al año 1 E.F.). Seldon estableció los axiomas básicos en el teorema de la psicohistoria —precursora y premonitoria de la actual big data—: 1. La población en la cual un determinado comportamiento será modelado debe ser suficientemente grande (75 billones aproximadamente). 2. La población debe permanecer ignorante de la aplicación de los análisis psicohistóricos. Y —añadido después— 3. La humanidad es la única inteligencia actuante en la galaxia. Oriundo de Helicon en el sector Arcturus, los padres de Seldon eran de clase media (una leyenda de dudosa autenticidad afirma que su padre se dedicaba al cultivo hidropónico del tabaco). Muy pronto, Seldon reveló una asombrosa habilidad para los números. Son innumerables las anécdotas referidas a ello, pero muchas de ellas son contradictorias. Se dice que a sus dos años ya podía calcular con precisión las…».
Y sí: me acuerdo de mí por entonces y de mí entonces (pésimo para las matemáticas: la llegada de la coma en los decimales supuso para mí el cierre definitivo de ese magno portal) y del modo en que yo abría una novela de ciencia ficción con todo el futuro por delante. Yo consumiendo todo lo que caía en mis manojos (en mis manos y en mis ojos) del A-B-C del futurismo escrito. La A de Asimov y la B de Bradbury y la C de Clarke. La imaginación desbocada y, sí, tan casi infantil del primero y la melancolía epifánica del segundo a quien nada le importaba cómo funcionaban los cohetes, y la obsesiva tecnología profética del tercero (al poco tiempo se les sumaría la D de Philip K. Dick: apólogo de la disfuncionalidad y del desperfecto y de un mañana perturbadoramente cercano y desprolijo y alucinado y de la posibilidad de que lo que entendemos como realidad no sea real). Yo había llegado ahí desde las ya bien conservadas pero aun así antigüedades de Jules Verne y H. G. Wells (donde el futuro o, mejor dicho, lo futuro tenía tiempo y lugar en un presente adelantado con la relativa proximidad de la Luna y Marte y la voluntad de magnates espaciales tan parecidos a los de ahora mismo) y de pronto me encontraba entre marcianos en extinción y monolitos alienígenas y reordenamientos cósmicos donde el examen del ahora permitía vislumbrar la decadencia y caída por venir.
Reencuentro y releo todo eso este 2021 pandémico y con casi medio siglo más de historia personal. Mi edad de oro como lector de galaxias lejanas ha ido a dar a una edad de plomo donde cada vez cuesta más salir de casa. Y, claro, mi pasado ya es más grande que mi futuro más crepuscular que amaneciente. Y, aun así, el encanto permanece.
¿Y qué fue lo que hizo que me comprase no hace mucho (sin saber lo del estreno de la serie) la Foundation Trilogy en la canonizadora edición de la Everyman’s Library? Está claro que mi primer espécimen (en aquellos por entonces omnipresentes volúmenes de Bruguera que había que abrir con cuidado para que sus páginas no saliesen disparadas en todas direcciones) ya había sido volatilizado por la antimateria, demasiadas mudanzas atrás. ¿Ganas de volver a experimentar todo aquello consciente de que, para bien o para mal, ahora, paradójicamente, las propuestas más creativas de la sci-fi pasan por lo paródico que acaba enalteciendo: los muy animados dibujos de Futurama y Rick and Morty? ¿Fue parte del mismo impulso que me tiene contando los meses y semanas y días para el estreno de la nueva versión del también cíclico Dune de Frank Herbert (más que evidente contracara complementaria de lo de Asimov) dirigida por el formidable canadiense y actual maestro del género filmado Denis Arrival / Blade Runner 2049 Villeneuve? ¿Cabe pensar que la coincidencia revisionista de dos de los títulos más amados y admirados del asunto (pletóricos de mapas, diagramas, cronologías y árboles genealógicos y hasta continuaciones a manos/garras de herederos o más o menos autorizados) funciona como antídoto a ese puro presente al que cuesta adelantarse más de 48 horas? ¿Se trata de una sincronía que no puede sino ser una forma de cronorresistencia de lo distante a la espantosa cercanía de la E.P. o Era Pandémica donde, seguro, ya se están escribiendo demasiadas novelas y se nombra una y otra vez algo llamado covid-19 (y sus variantes) que no son las siglas identificadoras de una nave espacial sino las (im)precisiones de una nebulosa cercana a la que se intenta neutralizar con ciencia un poco demasiado inexacta y más que improvisada sobre la marcha con marcha fúnebre?

En cualquier caso, sus tramas no ofrecerán el consuelo y la distracción de la larga distancia sino, más bien, todo lo contrario: las autoficcionales postales apresuradas de un aquí y ahora marcado por el casi inmediato facilismo de lo distópico y postapocalíptico salpimentado por la «zombificación» voluntaria y adicta cortesía de y a gadgets estilo Black Mirror en cuyas pantallitas los dragones de George R. R. Martin han suplantado a los gusanos gigantes y a esos serviciales robots sujetos a tres leyes (la otra gran serie asimoviana y cuyos modelos ahora son empleados por autores «serios» como Ian McEwan y Kazuo Ishiguro en sus últimos títulos).
Nada que ver —nada que vislumbrar— con lo de Asimov & Herbert & Co.
Y tiene mucha razón Michael Dirda en su brillante prólogo a la Foundation Trilogy en Everyman’s cuando afirma que «la ciencia ficción es, después de todo, el arte de la extrapolación». Es decir: la astucia de enrarecer lo normal y de proyectar lo conocido. Así, todo clásico sci-fi no es otra cosa que una reescritura en código de su propio tiempo. Así —como ya escribí en otra parte, en la presente edición de Letras Libres— «a mediados de los sesenta, Dune (rechazada inicialmente por veinte editoriales, uno de los responsables suspiró un «tal vez esté cometiendo el error de la década») era el producto perfecto para los tiempos que estaban cambiando. Para todos los acuarianos que ya habían agotado las visiones de la un tanto añeja El Señor de los Anillos, Dune se propuso como una obra maestra del marketing generacional. Ingredientes: preocupaciones ecológicas, delirios conspira-mesiánicos, seducción/revancha tercermundista para los hijos del insomne Sueño Americano, paisajes que anticipan las psicodélicas portadas de Roger Dean para Yes, ideología underground («Todos los gobiernos sufren de una patología recurrente: el poder atrae a las personalidades patológicas; no es que el poder corrompa, sino que resulta magnético para los corruptibles») y dichos de samurai zen («Arrakis te enseña la actitud del cuchillo: cortar aquello que está incompleto y entonces poder decir: Ahora sí está completo, porque termina aquí») y glosario de resonancia musulmana («Mahdi: Aquel Que Nos Guiará al Paraíso»), estructura progresiva-sinfónica, apología de la hermandad femenina cortesía de las implacables Bene Gesserit, metáfora inmediatamente invocable de Vietnam, antecedente de Las enseñanzas de Don Juan, retrato velado de las primeras escaramuzas entre Occidente y Oriente Próximo por el petróleo, una muy recitable y tatuable y posterizable Letanía contra el miedo y, acaso lo más importante de todo: no es magdalena en el té lo que induce crono-trip, sino que lo que lo produce es un trip en sí mismo. Una heroica droga, la melange, altamente adictiva y de la que resulta imposible desengancharse. Sí, Dune —aunque no se la entienda de este modo— es una de las más importantes y panegíricas drug novels de su época y así el acceso a la Tierra Prometida solo se consigue previo consumo de melange: la «especia de las especias» y sustancia que provoca prolongación de la vida y aumento de fuerza física, odiseas espacio-temporales, cambio cromático en las pupilas, anticipación del futuro y, posiblemente, la fortaleza para hacer frente a miles y miles de palabras sobre su composición, destilado, tráfico y comercio».
De igual modo, antes de viajar a Arrakis, las idas y vueltas por la cosmogónica Fundación asimoviana con Trantor como «mundo rector», surgen —lo explica Dirda— de una, para Asimov, deslumbrante lectura de Decadencia y caída del Imperio romano de Edward Gibbon pasada por el tamiz de Estudio de la Historia de Arnold J. Toynbee y proyectándose contra/sobre los mitos ideológicos esenciales de los años treinta y cuarenta: la salida de la Gran Depresión, el comunismo, el fascismo, el nazismo, las brigadas internacionales, los demócratas del New Deal y la segunda parte de una Gran Guerra con más y mejores y más destructivos efectos especiales.
Así, de manera apenas subliminal, los ciclos de Fundación y Dune —cuyo más astuto que inteligente centrifugado hizo multimillonario a George Star Wars Lucas— son, además de históricas en el sentido más total y absoluto y definitivo del término, novelas muy pero que muy políticas.

Y digámoslo también: tanto lo de Asimov como lo de Herbert no es algo literariamente encandilador y está más bien a unos cuantos años luz del grand style de prosas fantásticas y cromadas como las de Gene Wolfe, John Crowley, Ursula K. Le Guin, Cordwainer Smith, James Tiptree Jr. (Alice Bradley Sheldon), J. G. Ballard o William Gibson o la originalidad casi alucinada de lo de Tim Powers o Robert Charles Wilson. Tampoco lo de Asimov tiene el rigor documentado-científico verosímil y posible de lo de Kim Stanley Robinson. No es grave: la ciencia ficción fue siempre algo más «de idea» (de buena y original idea) que «de escritura». Lo del fundador Asimov entonces (algo donde comulgan muy efectivamente los excesos sinfónicos de la space-opera, la dialéctica de cámara del diálogo/monólogo platónico, la conversación cercana al cómic y exabruptos del tipo «¡Grandes galaxias galopantes!», la construcción sólida de caracteres más bien bidimensionales y, lo más interesante y a su manera original, la ausencia absoluta de computadoras y vida extraterrestre) debe ser tomado y apreciado y celebrado como lo que fue y es y seguirá siendo. Una de las primeras y mejores grandes ideas de su especie.
Y la gran idea fue/es esta: la de una saga futurista que se (pre)ocupa por/del futuro.
A saber a partir de lo sabido: expansión y colonización del universo todo vía Imperio Trantoriano vía practicantes de la ciencia aplicada de la Psicohistoria inspirada por un robot marca Asimov pero ya insinuada en un relato de Sherlock Holmes. A saber aún más: «Utilizando conceptos no matemáticos, se ha definido a la Psicohistoria como la rama de la Matemática que estudia, histórica y sociológicamente, las reacciones de los conglomerados humanos ante determinados estímulos sociales y económicos… Implícitamente, en todas estas definiciones se presupone que el conglomerado humano del/al que se analiza debe ser lo suficientemente grande como para poder admitir un tratamiento estadístico… La Psicohistoria se ocupa del destino no de un hombre sino de masas de hombres, es la ciencia de las multitudes, multitud de billones a las que se les aplica el mismo tipo de predicción que se le anticipa a una bola de billar: así, la paradoja de que la reacción de un solo humano no pueda ser destilada en ecuaciones matemáticas pero que sí puedan comprenderse las reacciones de miles de millones de humanos». Y otra paradoja: todo lo anterior en manos y en mentes de individuos singulares y únicos y muy calificados para la calificación. Y resultado de tanto cálculo: habiendo alcanzado su cultura el cénit, para el psicohistoriador Hari Seldon será históricamente inevitable una catastrófica decadencia, por lo que ya mismo hay que ponerse a trabajar sentando las bases de un Segundo Imperio. Ahí y de ahí, el psicohistoriador Hari Seldon crea dos Fundaciones (o grupos de científicos e ingenieros cuya misión será la de preservar cultura y conocimientos y reducir, según sus cálculos, una ineludible y oscurantista Edad Media de 30.000 años a «apenas un milenio») para, en extremos opuestos de la galaxia, establecer los pilares de un nuevo imperio. Y, claro, no sobran aquellos que prefieren un borrón y cuenta nueva porque sabrán sacar provecho del caos. Entre un punto y otro, entre unos y otros, oligarquía y dictadura de mutante y voluntad de las masas y los peligros del pensamiento religioso (cuidado con el profético y modificador de conductas grupales El Mulo) imponiéndose al raciocinio científico y la celebración del individuo-en-muy-pero-muy-selecto-grupo por encima de todo y de todos y, también, por su bien.
Y, a continuación, alguna de las enseñanzas fundacionales por venir y más dignas y prácticas de aplicar a nuestro día a día: «Ser de ideas obvias resulta provechoso, en especial si se goza de la reputación de tener una mente sutil»; «A la hora de triunfar, toda planificación es insuficiente. También se debe saber improvisar»; «Jamás dejes que tu idea de lo que es moral evite que hagas lo correcto»; «No existe hombre más estúpido que aquel que no se sabe sabio»; «Los productos terminados son el consuelo para mentes decadentes»; «La educación e instrucción es eso que jamás llega a su fin»; «La sociedad es algo mucho más fácil de apaciguar que la propia consciencia»; «Signo inequívoco de una cultura agonizante es que se erijan diques contra el progreso de las ideas»; «La verdad científica está más allá de toda lealtad y traición», y «No hay nada más fácil a la hora de comprender lo desconocido que el postular una voluntad arbitraria y sobrehumana» (y de ahí que en el Universo Asimov no abunde lo alien y todo sea cosa de homo sapiens más o menos desarrollado).
Lo que va a dar directamente a los postulados personales —y agnósticos y ateos de Isaac Asimov— predicados en ficciones y ensayos y hasta en un volumen acerca de la Biblia (Guía Asimov para la Biblia) en los que suena graciosamente parecido a otro colega de gremio: el humanista interplanetario Kurt Vonnegut (como Asimov, también defensor de expresar las ideas más complejas de la manera más clara y sencilla posible). Allí, Asimov recomienda ambos Testamentos como grandes clásicos del fantasy y de la ciencia ficción que «leídos como se debe, no son otra cosa que el mejor argumento posible para abrazar al ateísmo». Y también, de nuevo —en este sentido o sinsentido—, Asimov pone más que nunca en evidencia su relación de opuesto fundacional y complementario proponiendo la idea del elector científico y estelar a Frank Herbert y a su mesiánico y místico y desértico elegido.

Así habló Asimov: «Una vez, una persona muy religiosa me denunció y acusó de forma desmedida y muy apasionada y le respondí enviándole una postal donde decía: Estoy seguro de que usted cree que, cuando yo muera, sufriré los tormentos y espantos que usted le adjudica a su todopoderosa y sádica e ingenua y tan creativa deidad a la hora del castigo. Y que semejantes tormentos se aplicarán a mi persona por toda la eternidad. ¿No le parece esto suficiente? ¿No es un tanto injusto el que, además de todo eso, usted me insulte mientras sigo vivo?… En cualquier caso, no hay sitio donde vaya en el que alguien no se me acerque y casi me acuse con un «¿Cree usted en los platillos voladores? ¿Cree en la telepatía? ¿Cree en dioses astronautas? ¿Cree en el Triángulo de las Bermudas? ¿Cree en la vida después de la muerte? ¿Cree en Nuestro Señor Jesucristo?». No, respondo. No y no y no y no y no… Y, de tanto en tanto y de manera muy educada, alguien, casi desesperado ante mi constante letanía de negaciones, insiste: «¿Cómo puede vivir así? ¿Es que no cree en nada?». A lo que yo respondo: «Sí que creo en algo. Creo en la observación, medición y racionamiento puestos en práctica por observadores independientes… Y estoy más que dispuesto a creer en algo, no importa cuán ridículo sea, si existe alguna evidencia firme que lo respalde. Y se entiende que, cuanto más ridícula y firme sea esa idea, más sólida deberá ser la evidencia que la respalde»… No me refiero, está claro, a las elucubraciones de creacionistas que hacen pensar que «teoría» es aquello que se te ocurrió luego de una larga noche borracho… En ningún momento de mi vida, ni siquiera por un segundo, me he sentido tentado de acercarme a religión de ningún tipo. Y esto jamás me ha hecho sentir que exista un vacío espiritual dentro de mí. Tengo ese espacio bien cubierto por mi filosofía de vida, que me resulta perfectamente satisfactoria y que no incluye ningún tipo de aspecto sobrenatural. En resumen: soy un racionalista/humanista que solo se arrodilla ante aquello que la razón me demuestra como verdadero… En lo que hace a Dios, mi idea es que, de existir, ha hecho su trabajo tan mal que ni siquiera merece el ser discutido».
Con semejantes preceptos y modales (el ver para creer como mantra), lo del Fundador de Fundación y derivados no demoró en trascender su propio espacio para invadir otras disciplinas. Y así el psicólogo Martin Seligman y el astrónomo Carl Sagan y el economista Paul Krugman y el millonario cósmico Elon Musk no han dudado aplicar sus parámetros a sus respectivos oficios como manual de instrucciones.
Pero lo definitivo y lo incuestionable y lo histórico y genérico: en 1966 —más allá de varios premios Hugo y de ser best seller en The New York Times— la World Science Fiction Convention declaró la trilogía original como «la más grande de todas las series en la historia de la ciencia ficción» imponiéndose al Barsoom marciano de Edgar Rice Burroughs y a la anillada Tierra Media de J. R. R. Tolkien. Entonces, alguien precisó: «Todo lo publicado antes de Fundación pertenece a la vieja línea del género, todo lo publicado después ya es ciencia ficción moderna».
Y, sí, desde entonces Asimov siempre como el apellido sobre el título. Asimov como garantía de que lo que allí se ofrecía era inequívocamente «asimovístico». Asimov como gran entrepreneur y producto de sí mismo elaborado por sus propias manos y por las puntas de sus dedos. Asimov como máquina de movimiento perpetuo y máquina de escribir con prisa y sin pausa y, hoy, prestando su nombre a lo que alguna vez puso su nombre: ASIMO (acrónimo de Advanced Step in Innovative Mobility, es la sigla de uno de los robots de Honda) y, seguro, por ahí hay alguna estrella bautizada en su honor. Y acaso más importante: la revista Asimov’s Science Fiction —fundada en 1977 con su bendición— se sigue publicando a día de hoy en su memoria y para la preservación de su propia saga.
Asimov como inmigrante hijo de inmigrantes judíos y, enseguida, joven prodigio que termina el secundario en tiempo récord y (superando las elitistas dificultades de admisión de entonces para un judío) salta a Columbia y sale de allí convertido en químico y precoz profesor de la Boston University. Y, de paso, Asimov publicando en 1939 su primer relato en la revista Astounding, miembro capital del club/secta The Futurians, donde también militan James Blish y Damon Knight y Frederik Pohl entre otros y la práctica ciencia ficción simpatiza con impracticables ideales comunistas y la llamada a «trabajar activamente para alcanzar un estado mundial y científico». Y, sí, de nuevo, ya entonces: Fundación.
Comprendiendo que no es un objetivo muy factible, el 1 de agosto de 1941, Asimov tiene una epifanía en el metro y lo ve todo claro y preciso y corre hasta las oficinas de Astounding y le cuenta su idea al legendario editor Joseph Campbell Jr.: la de contar todo un imperio, su auge y caída y renacimiento. Campbell, entusiasmado, le dice que es demasiado material para un cuento. Tal vez una novelette, sugiere Asimov. Por qué no ir más lejos: cuentos, novelettes, novelas, todo un ciclo narrativo… una historia, propone Campbell. Y ordena: «Isaac, quiero que vuelvas a tu casa y me pongas por escrito toda la cronología de tu nuevo universo».
Asimov obedece y lo escribe (sus registros estipulan que para el 8 de septiembre ya ha enviado a la revista la primera entrega y recibe como pago un cheque fechado el 17 de septiembre por 126 dólares) y no deja de escribirlo hasta su muerte por una infortunada transfusión de sangre en tiempos del sida.
Antes y después, Arcadia Arkady Darell —personaje de la serie nacida el 7/11/362 E.F. y fallecida el 7/1/443 E.F. y escritora de ficción— exclama: «¡Oh, puff! ¿A quién puede interesarle el respeto académico?… Mis novelas van a ser interesantes y van a vender mucho y me harán famosa. ¿Qué sentido puede tener el escribir libros que no sea el de que se vendan y que te conviertan en alguien muy reconocido?».
Dicho y hecho, y Asimov ya no con el aire juvenil e inequívocamente nerd (ver foto de portada para la ya mencionada edición de la Trilogía en Everyman’s) y pronto con su look maduro y esas patillas y pelo más largo y sonrisa de casi playboy con labia de Don Draper más cerca de Derek Flint que de James Bond.

Asimov millonario e inmediatamente reconocible y reflejo y automáticamente mencionable cuando se piensa en «escritor de ciencia ficción» incluso en todos aquellos en quienes el género no significa demasiado. Asimov escribiendo sin cesar, sin secretaria (aunque se le atribuyó una hoy imperdonable tendencia a arrojarse sobre señoritas para besarlas y abrazarlas más de lo que corresponde), negándose a viajar en avión o a tomarse vacaciones. Asimov saliendo poco y nada de su espartano estudio (un escritorio casi de campaña con vistas a una pared pintada de blanco y una cantidad intimidante de muebles archivadores de metal) en un piso de lujo frente a Central Park y siempre con las persianas bajas porque «escribo mejor con luz artificial».
Y Asimov aprendiendo en el acto mismo para enseñar cosas como que «el aspecto más triste de nuestras existencias ahora mismo es que la ciencia gana más conocimiento de lo que la sociedad gana en sabiduría»; que «si el conocimiento genera problemas, no es a través de la ignorancia que podremos solucionarlos»; que «la inteligencia es un accidente de la evolución y no necesariamente una ventaja»; que «nunca dejes que tu sentido de la moral te impida hacer lo que es correcto»; que «en la vida, contrario a lo que sucede en el ajedrez, la partida continúa más allá del jaque mate»; que «parte de lo inhumano de toda computadora es que, una vez programada y funcionando con eficiencia, es completamente honesta»; que «siempre se me ha hecho muy triste el que, cuando le cuentas a las personas acerca de la desaparición de la capa de ozono, de la deforestación indiscriminada, del efecto invernadero, de la sobrepoblación, del aumento del nivel del mar, de la contaminación del aire que respiramos, o de la amenaza nuclear, se limiten a bostezar e irse a dormir una siesta. Pero basta que les digas que han llegado los marcianos para que se pongan a gritar y a correr como locos»; que «no existen las naciones: existe la humanidad. Es lo único que tenemos. Y si no lo comprendemos pronto, no habrán naciones porque no habrá humanidad»; que «todo planeta es la Tierra para quien vive en él»; que «las historias de ciencia ficción por sí solas y separadas unas de otras pueden parecerles algo trivial a los críticos y filósofos y académicos de hoy; pero el núcleo y corazón de la ciencia ficción —su esencia— se ha vuelto algo crucial para nuestra salvación, si es que merecemos ser salvados».
Y todo lo anterior inspirado y exhalado a partir de lo más importante de todo: «Lo único de mi personalidad que considero lo suficientemente severo como para justificar algún tipo de tratamiento psicoanalítico es mi compulsión por escribir. Lo que quiero decir es que mi idea de un rato agradable es encerrarme en mi ático y ponerme a golpear teclas. Así que, bien pensado, por qué curarme de esto. Escribo por el mismo motivo por el que respiro: porque si no lo hago, moriría… Si mi doctor me informase de que me quedan solo seis minutos de vida, no lo lamentaría demasiado. Simplemente me pondría a teclear más rápido».
Así, claro, Isaac Asimov escribió no una autobiografía, sino tres, y cuando en 2002 su viuda decidió unir/condensar los tres volúmenes en uno, el título escogido fue It’s Been a Good Life.
La vida de Asimov fue una buena vida, sí.
Y la buena vida pasa, pero la buena obra permanece.
Y aquí viene de nuevo, próximamente en el plasma de vuestros televisores de pantalla ancha y sonido dolby y patrocinado por tentadora pero no bíblica manzana y todo eso.
Feliz fiesta.
Felices milenios nuevos.
Felices doce años.