Un texto de Jaime Bayly*
Me llevaba bien con ella, aunque tampoco era su amigo. Soledad, hasta donde yo sabía, no tenía amigos. En realidad, sí los tenía, pero eran todos de mentira, imaginarios. Vivían con ella en sus libros y en su casita del árbol. Se quedaba allá arriba hasta que anochecía, sola, siempre sola, pues nadie más podía subir a esa casita. Venía entonces a la casa grande con un aire ensimismado, sumergida en su mundo de fantasía, comía sin decir palabra y se marchaba a dormir. Mi hermana era como un ángel. Flotaba, vivía en las nubes, era un misterio impenetrable.
La casita del árbol se la construyeron mi papi y el Chino Félix. Les quedó linda, por lo menos se veía linda desde abajo, porque yo no podía subir, Soledad no me daba permiso para subir, y mi papi, que la engreía sin hacer ningún esfuerzo por ocultarlo, le daba toda la razón, decía que ella era dueña de su casita y podía escoger quién subía y quién no.
Soledad no vivía con nosotros, apenas venía a la casa los fines de semana, pues de lunes a viernes dormía en el internado, un colegio de monjas alemanas, el Santa Teresa, exclusivamente para niñas, que obligaba a las chicas a dormir allí durante la semana, algo que a mis papás les parecía excelente y a mí, horrible. Yo, cuando la mandaron al internado, me moría de pena por ella, y noté que al comienzo sufría bastante, pero ya después se fue acostumbrando y creo que hasta le gustó, pues los domingos en la tarde se iba contenta de regreso al internado.
Soledad era mayor que yo, pero no se notaba mucho porque yo era alto y ella no tanto, era incluso un poco bajita, o sea que casi medíamos igual. Mi hermana era rubia, delgada, paliducha, y andaba siempre con un airecillo distraído. Tenía un pelo precioso, largo, rubio, lleno de luz, un pelo que nunca se dejaba cortar, pues quería que esa melena luminosa llegase hasta el suelo, y por lo pronto ya le cubría más de media espalda. Yo, incapaz de contrariarla, adoraba su pelo, tanto que a veces le pedía que me dejase tocarlo, solo tocarlo, y entonces ella, como haciéndome un favor, me concedía ese breve instante de placer, no sin antes obligarme a que me lavase las manos, pues era una maniática de la limpieza. Era un momento mágico, como estar acariciando a un ángel caído del cielo de Los Cóndores, cielo que, a diferencia del de Lima, sí tenía nubes visibles y matices celestes. Ya, suficiente, lo vas a enredar, me decía ella al cabo de unos minutos y se iba bailando, porque Soledad caminaba bailando como bailarina de ballet, dando brincos y vueltitas, haciendo maromas y piruetas, suspendiendo segundos eternos en el aire su grácil figura, y yo me quedaba solo y admirándola, solo y con mi horrible pelo chuto marrón, solo y envidiando su pelo principesco.
Soledad era como una princesa, la princesa de Los Cóndores, y mis papás la trataban así no solo por ser la mayor sino porque ella, refinadísima, exigía todos los engreimientos. Los exigía y los merecía en verdad, pues era una niña tocada indudablemente por la gracia. No hacía ningún esfuerzo por ser simpática, no hablaba con nadie, jugaba sola y en su casita del árbol, pero todos nos moríamos por ella, por arrancarle siquiera una sonrisa, una mirada fugaz. Soledad nos ignoraba a todos y tal vez por eso la queríamos tanto.
Mi mami, era gracioso, vivía tomándole fotos, y por eso Soledad no tenía solo un álbum de fotos, tenía ya más de diez. Cada año mi mami le compraba uno nuevo, más voluminoso, y ya en octubre no entraban más fotos, porque no perdía ocasión para retratarla: si Soledad se colgaba una flor en la oreja, corría a fotografiarla; si se quitaba la flor, le hacía una foto también. Mi hermana era increíblemente fotogénica, en todas las fotos salía linda, misteriosa, mirando al infinito, a algún punto muerto, pues nunca miraba a la cámara ni sonreía como nosotros, los niños tontos, ella posaba, era toda una artista, miraba a esa nube, a aquella rama del eucalipto, y por eso salía retratada leve y distante, como una verdadera princesa.
Era fotogénica sin duda y también muy higiénica, porque se lavaba las manos con jabón muchas veces al día. Soledad vivía lavándose las manos, para no hablar de su pelo, que lavaba diaria y concienzudamente con los mejores champús. Ella toda olía a jabones y champús, a frescas fragancias, a limpiecita. A mí un frasco de champú me duraba un par de meses, Soledad en cambio se lo terminaba en una semana. Era tan cuidadosa de su higiene que cuando una mosca aterrizaba apenas un segundo en alguna parte de su cuerpo, Soledad corría al baño, sacaba una bolita de algodón, la mojaba con agua purificadora que mi mami le compraba en la farmacia rusa y se frotaba una y otra vez en ese punto infectado por la mosca, frotaba y frotaba incansablemente para dejar su suavísima piel, su inmaculada piel, libre de toda impureza.
Soledad leía libros, muchos libros, se encerraba en su casita del árbol los fines de semana y pasaba horas leyendo novelas de amor, de suspenso, de aventuras. Yo le preguntaba ¿y no te aburres leyendo tanto?, y ella me decía no, la vida de los libros es mucho más entretenida, me aburro cuando me quedo en la casa grande. Yo no podía leer sus libros, a veces trataba cuando ella se iba al internado, me metía en su cuarto, cogía algún libro y comenzaba a leerlo, pero no entendía nada, chocaba con palabras rarísimas y me daba por vencido, y entonces corría al jardín a jugar tiros al arco con el Chino Félix.
Soledad era la primera de su clase, se sacaba siempre las mejores notas, salvo en deportes, curso que ella odiaba, pero en todos los demás, incluyendo el áspero curso de alemán, era buenísima, se sacaba de dieciocho a veinte, y por eso el alemán lo hablaba cada vez mejor, para envidia y asombro de todos en la casa. Yo, para buscarle conversación y gozar un ratito de su compañía, solía meterme a su cuarto los sábados por la noche, la única noche que ella dormía con nosotros, y le preguntaba cualquier cosa tonta, ¿cómo te fue esta semana?, ¿qué tal con las monjas?, ¿es rica la comida?, cosas así, y ella me contestaba en alemán y yo no entendía nada y ella se reía de mí y me decía así vas a aprender alemán poquito a poco, de solo escucharme vas a aprender, y después, como sabía que yo odiaba que me hablase en alemán, ya, no te molestes, tócame un ratito el pelo, y yo, con muchísimo respeto, pasaba mis manos por su pelo que olía tan rico.
Por sus buenas notas, por ser tan linda, por ser perfecta, mis papás la llevaron de viaje a Europa. A mí no me llevaron, todavía eres muy chico y te vas a aburrir en los museos, me dijeron. Me mandaron muchas postales, Soledad me escribía lindas postales, por lo general escogía aquellas que mostraban la fachada del hotel donde estaban alojados, hacía un circulito en una ventana con balcón y escribía este es mi cuarto. Volvieron con las maletas llenas de compras y regalos, Soledad me trajo el más lindo regalo de todos, una camiseta del Barcelona Fútbol Club, del que yo era hincha a muerte.
Ese viaje, me parece, fue crucial en la vida de mi hermana Soledad, pues regresó diciendo que ella quería irse a estudiar a Europa cuando terminase el internado alemán. Es otro mundo, decía con admiración. Es todo tan lindo, tan romántico, tan perfecto, me decía, cuando yo le preguntaba cómo era Europa, es como si el Perú fuese un televisor viejo en blanco y negro y Europa uno nuevecito a colores.
No mucho después de aquel viaje a Europa, algo intenso pasó una tarde: Soledad bajó sollozando de su casita en el árbol, subió a la casa grande gritando ¡mami, me estoy desangrando!, y se encerró en el cuarto de mi mami. Cuando salió, se había cambiado de ropa y noté en su rostro una expresión triste y extraña. Le pregunté a mi mami qué había pasado, no me quiso decir; le pregunté a Soledad, no me contestó, ni siquiera me contestó en alemán, me miró tan furiosamente que casi me escondí de ella. Fue el Chino Félix quien me reveló el secreto: a la flaquita le vino la regla. Yo no entendí nada, mis papás jamás me hablaban de esas cosas. El Chino Félix, el jardinero, mi mejor amigo, me lo explicó todo: ya es mujer, me dijo, ahora le van a salir sus tetitas, se le va a redondear el culito, le van a salir pelitos en la cuevita. Me quedé aterrado, nunca había pensado que mi hermana Soledad, mi adorada princesa, pudiese tener una cuevita.
Cuando terminó el internado, mi hermana no tuvo fiesta de promoción, pues las monjas alemanas no permitían fiestas ni celebraciones. Aunque su cuerpo era ya el de una mujer, seguía viviendo como una niña en su mundo de fantasía. Tenía que irse a Europa, estaba escrito, ella lo tenía todo perfectamente planeado. Las monjas del internado la ayudaron a escribir aplicaciones a varias universidades de Alemania. La aceptaron en una universidad en Hamburgo. Se fue a estudiar literatura, apenas tenía dieciséis años. Se fue sola, feliz, a su nueva casita en el árbol, Hamburgo. Me enseñaba el mapa, tocaba con su dedito ese punto negro que decía Hamburgo y me decía aquí voy a estudiar, hermanito, y yo me moría de ganas de abrazarla y rogarle que no se fuera.
Se fue, se tenía que ir. Esa mañana fui con mis papás al aeropuerto, todos lloramos, ella también. Yo abracé a Soledad bien fuerte, como nunca la había abrazado, y le dije te voy a extrañar, y ella solo me dijo te quiero mucho, hermanito, escríbeme, y yo olí su pelo maravilloso, lo olí con toda mi alma, como si fuese la última vez. Luego pasó los controles, volteó, nos hizo adiós, nos mandó besitos volados y se fue.
Cuando llegué a mi cuarto, encontré dos regalos que ella me había dejado: un mechón de su pelo rubio metido en una linda cajita y la llave de su casita en el árbol. Me hizo llorar de nuevo.
_______
*(Fragmentos de la novela “Yo amo a mi mami”, capítulo quinto, “¿Te puedo tocar un ratito el pelo?”, que escribí pensando en Doris, mi hermana, a quien llamé Soledad en aquella ficción, y que publicó la editorial Anagrama en 1998. Doris perdió la vida hace pocos días, montando en bicicleta en Máncora, donde hizo su penúltima casita en un árbol).