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Jeremías Gamboa en 972 páginas

"El principio del mundo", novela de Jeremías Gamboa, está siendo leída bajo la noción implícita –y pocas veces discutida– de “literatura nacional”.

Publicado

24 Jun, 2025

Escribe Paolo de Lima

El principio del mundo, la nueva novela de Jeremías Gamboa, está siendo leída bajo una noción implícita –y pocas veces discutida– de “literatura nacional” entendida como forma normativa: aquello que debe representar correctamente al país, a sus sectores populares, a su historia, a sus luchas. Es decir, se concibe a la literatura nacional no como un campo de conflictos simbólicos, sino como un vehículo para una pedagogía moral o política dirigida al lector “ideal” de la nación.

Frente a esta concepción normativa, una lectura desde su dimensión histórica y material permite entender que la llamada “literatura nacional” no es un espacio neutral ni libre de tensiones, sino un dispositivo donde se negocian –y muchas veces se refuerzan– las formas de representación que el orden social impone; en ese marco, puede leerse como un aparato ideológico en el sentido althusseriano del término: una serie de instituciones, prácticas, discursos y afectos que reproducen las relaciones de producción bajo formas de legitimidad cultural.

Es decir, la narrativa de lo nacional –quién escribe, desde dónde, para quién, con qué tono y qué personajes– opera como un mecanismo de interpelación de clase. Se convierte así en un campo donde se fija lo que debe contarse, cómo debe contarse y qué tipo de sujetos merecen ocupar el centro del relato. En ese sentido, las exigencias de redención o rebeldía no son simples gestos críticos: también pueden funcionar como mecanismos de control simbólico, como formas de mantener a raya aquello que escapa a la expectativa del “buen personaje” o de la narrativa políticamente útil.

Así, cuando se le exige a El principio del mundo que “sea rebelde”, lo que en realidad está en juego es la expectativa de que la literatura producida desde los márgenes –o que representa sujetos subalternos– funcione como prueba de compromiso con una idea oficial (aunque progresista) del país. En otras palabras: se espera que este tipo de novela cumpla una cuota de denuncia, resistencia o militancia. De lo contrario, se la tilda de conservadora, complaciente o inconsecuente.

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Jeremías Gamboa acaba de publicar una novela monumental pero las críticas no son parejas.

Esta exigencia revela que incluso quienes cuestionan las jerarquías culturales dominantes pueden reproducir su lógica normativa: solo ciertas formas del sufrimiento, del conflicto o de la conciencia son aceptadas como legítimas en la literatura “crítica”. La paradoja es que esa exigencia forma parte igualmente del aparato ideológico nacional: pide formas heroicas o subversivas, pero solamente las acepta cuando son estéticas, políticamente asimilables e ideológicamente traducibles al marco de lo tolerable.

El principio del mundo, en cambio, es una novela incómoda porque no entrega esa catarsis. En lugar de representar la rebeldía como clímax, se detiene en la formación del sujeto. Y lo que encuentra es esto: una historia de adaptación, de deseo de encajar, de tensiones irresueltas. Y esa historia –aunque parezca débil frente al mandato de la épica– es, en sí misma, una radiografía del poder cultural: cómo se construye el ciudadano útil, cómo se domestica la diferencia, cómo se produce el silencio desde el afecto y no solo desde la represión.

Desde esta lectura, la novela de Gamboa no reproduce necesariamente las lógicas del aparato ideológico nacional en tanto lo expone. No lo subvierte a gritos, pero lo filtra desde dentro, mostrando cómo incluso los sujetos racializados y precarizados internalizan el deseo de “ser como los otros”, y cómo ese deseo los modela, los quiebra o los mantiene a flote. Su forma, su extensión, su atención al detalle son a su vez recursos para desbordar el mandato narrativo de lo “típicamente peruano”.

En lugar de una novela militante, tenemos una novela de formación frustrada: un Bildungsroman sin redención. Y esa frustración, vista desde una conciencia crítica, vale tanto como la denuncia explícita, pues también es forma de mostrar el carácter histórico y material del fracaso: no como destino individual, sino como consecuencia de las condiciones sociales que organizan y limitan lo posible.

Mientras no transformemos esta feroz sociedad poscolonial, seguiremos siendo las estirpes condenadas a leer historias de jóvenes moldeados por el deseo de encajar, no por falta de rebeldía literaria, sino porque la rebelión, a veces, consiste simplemente en atreverse a narrar la imposibilidad de ser. Y esto no es culpa de la literatura, sino de un mundo heredado que nos configuró de este modo y que solo podremos desmontar si aprendemos a interpelarlo en su propia violencia estructural. Porque, en contextos como el nuestro, escribir –incluso desde el despojo, incluso desde esas 972 páginas– sigue siendo una forma de no claudicar ante la historia.

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Paolo De Lima
Paolo de Lima es doctor en Literatura por la Universidad de Ottawa (Canadá), editor de los volúmenes Lo real es horrenda fábula (2019) y Golpe, furia, Perú. Poesía y nación (2021). Es autor de los estudios La Última Cena: 25 años después. Materiales para la historia de la poesía peruana (2012) y Poesía y guerra interna en el Perú (1980-1992) (New York, 2003). Ha publicado también el dossier Perú: los poemas del hambre (Puebla, 2018). Es, a su vez, autor de los poemarios Cansancio (1995 y 1998), Mundo arcano (2002), Silenciosa algarabía (2009), reunidos en Al vaivén fluctuante del verso (2012), Soliloquios (2022) y Ottawa (2022).
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