Escribe: Juan Manuel Robles
Fue tan grande Cien años de soledad, tan influyente y omnipresente, que tuvo que ser contrarrestada con furia por la arrogancia de varios jóvenes escritores del final del siglo XX. Esos chicos hicieron mucho ruido y los adolescentes que veníamos luego, mi generación, estuvimos algo seducidos por sus bravatas. Era comprensible su punto: romper ese monumento era la única forma de dar paso a nuevas voces, a nuevas formas de narrarnos. El provocador título de la antología McOndo, del escritor chileno Alberto Fuguet, resumía este espíritu. Latinoamérica también se cuenta desde la ciudad y el neón, desde el McDonalds con sillas sintéticas y olor a desinfectante, desde la crudeza sin magias. Nuestro mundo sudaca es sucio, sucio como Bukowski, frío como Carver, nuestras mentes están llenas de marcas de consumo y anglisismos. Vemos una ciudad desde el avión —las casitas—, y pensamos en metáforas de Lego.
El problema fue que esa ofensiva jovial terminó por estigmatizar y caricaturizar la obra cumbre de García Márquez (cumbre por su importancia, El otoño del patriarca es superior), al punto de confinarla al incómodo lugar de los símbolos fáciles. En esos años todos jugábamos a creernos muy inteligentes repitiendo esa anotación de Borges el implacable: “Ojalá hubieran sido solo 50 años”. En el Dominical peruano, un test incluía la pregunta obvia: “¿Borges o García Márquez?” No recuerdo una sola vez en que alguien respondiera que se quedaba con el colombiano. Y así, entre broma y broma, entre celebración del parricidio y desprecio por lo mainstream, Cien años de soledad fue reducida a una vaga idea mental: la crónica larga de mujeres que levitan y niños que nacen con cola de cerdo. Para empeorar las cosas, la habíamos leído en la adolescencia, y ya se sabe que todo lo que nos deslumbró en ese momento de la vida es sospechoso de barato; esos artistas —pensamos— seguro nos embaucaron.
Se entiende esta renuncia histriónica. Cien años de soledad se propone narrarnos cómo se funda un universo; eso, representar las fundaciones, es el primer impulso de la creación estética, jugar a Dios. Y es también la primera razón para sospechar cuando ese arte se gasta (décadas después). La historia del arte consiste en la pérdida de esa ingenuidad que nos hacía aceptar que alguien, el Señor Artista, nos mostrara sin matices todos los ángulos de un mundo. Era eso lo que hacía este colombiano, que además era periodista: contaba todo con una seguridad que lindaba con el autoritarismo. Con los años, lo vimos como un precursor da la mirada exotizante sobre América Latina. Para mi generación, Cien años de soledad se volvió muy rápido la obra de un abuelo.
Pero lo cierto que es que esa propuesta de García Márquez provocó deslumbramiento del otro lado del charco, al más alto nivel intelectual. Cuando se creía que la literatura moderna ya había dado casi todo, y los franceses andaban haciendo jueguitos como el “Nouveau roman” —el escritor como cámara objetiva, la redacción que desprecia los personajes: narrar en cinco páginas una mesa vacía—, cuando la literatura se ponía a imitar al arte moderno, despreciando la historia y buscándose teorías-bastón, apareció aquel relato macizo, sudamericano, que le daba un giro a las enseñanzas de los grandes (de Flaubert a Faulkner). Es cierto que ese texto tenía el vértigo ambicioso, ingenuo, de la fundación. Pero también es verdad que podíamos sentir, muy modernamente, el flujo mental de un hombre que, en su rincón del Trópico, descubre con sus nuevos aparatos que la tierra es redonda.
Una relectura del libro, a estas alturas, tiene para mí el placer de un cuento largo, lleno de magia. No precisamente la magia fantástica que se asocia a lo garciamarquezano, sino más bien la del narrador que sabe correr, acelerar, abreviar en tres líneas la partida y el retorno, el envejecimiento por enfermedad y el rejuvenecimiento súbito por la maravillosa dentadura postiza; decirnos leyendas al oído, usar la continuidad del flujo para aprovechar ese doble estándar —racional y fantástico— del descubrimiento científico. Creo que ese vértigo fabulador, felizmente, volvió a la literatura latinoamericana (tal vez nunca se fue). La lupa. El imán. El mapa y el astrolabio. Podría mencionar otros deleites que me produce Cien años de soledad, pero prefiero quedarme con una sola imagen: la de los adolescentes que dibujamos sobre una hoja de papel el árbol genealógico de los Buendía, porque en un punto todos los nombres se nos empezaban a confundir. Algunos de esos papeles —me consta que muchos tuvieron que hacerse uno— están hoy, todavía, amarillentos entre las páginas de las viejas ediciones de la novela.
Cuando yo veo el mío, siento que estoy frente un pequeño cuaderno de navegación. Y nada me parece más literario que esa nostalgia.
(Columna del autor aparecida en Diario UNO. Especial 50 años de Cien años de soledad. 28/5/2017)