Casi nunca es fácil leer una gran novela, ni siquiera las que parecen sencillas. No es fácil leer, por ejemplo, Un mundo para Julius, que es dócil solo en apariencia. A muchos nos tocó descubrir la novela cumbre de Alfredo Bryce Echenique en la adolescencia, y quizás entonces fue una lectura deliciosa llena de vértigo y melancolía, de carcajadas ambiguas por todas esas miserias de clase expuestas. Pero prueben dársela a un chico sin un mínimo de cultura lectora, alguien sin mayor interés por la fabulación escrita, como los que abundan en estos tiempos. Verán lo fácil que se pierde, lo rápido que suelta el hilo. Porque Bryce, desde su magnífico primer párrafo, juega con los puntos de vista, muda de persona gramatical, se mete en la mente del niño que camina y oye a mamá Susan, que era linda (la muletilla más lograda de la literatura peruana). Juguetón en apariencia pero riguroso artesano, Bryce suelta como un sablazo una súbita segunda persona que le habla a Julius pero también te habla a ti, que solo lees (o lees solo). Seguir todo eso, ordenar los instrumentos de esa orquesta invisible, implica una adecuación de la consciencia, un aprendizaje paulatino del juego.
Los que amamos la lectura estamos tan acostumbrados a habitar los mundos escritos que a veces olvidamos que la posibilidad de que esas fantasías se erijan no es automática. No somos usuarios que decodifican textos para seguir “una historia” o sentir “unas emociones” catalogadas, cual emojis. Lo que parece “natural” es resultado de una tradición perfeccionada por siglos, una suerte de tecnología. La novela es una máquina de mirar el mundo con ojos nuevos, pero hay un requisito: antes de poder operarla, debemos aprender cómo hacerlo. Y cada autor buscará su estilo, y algunos reinventarán el juego. Debió ser difícil para un lector entender qué estaba pasado la primera vez que vio un parlamento que no iba ni entrecomillado, ni con guiones. ¿Quién habla? La novela incorporó el curso de los pensamientos, de lo visto en el instante —los detalles que paran el tiempo—, y también lo imaginado: lo dicho por alguien se confunde con la manera en que un personaje recibe en su mente esas palabras, voz percibida y voz interior pueden ser la misma cosa. La novela se instala en la consciencia, existe para expandirla. Un narrador tiene tal obsesión con su amor prohibido que se detiene a describir, con vocación de anatomista, el acto de pronunciar su nombre. “Lolita. La punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.”. No sé ustedes, pero yo sentí el nombre en mi propia boca (para fortuna extra, Nabokov dijo que el nombre Lolita debía pronunciarse en español). Aquello fue memorable no solo por la audacia y el juego. Comenzar una novela así es llevar a otro nivel la operación interior de mezclar lo abstracto, lo físico y lo sensorial: añadir un instante en el que intervienen a la vez el tacto, y el gusto, y la vista. Crear sentidos nuevos: otra magia del novelista.
Alguna vez los señores mayúsculos, caballeros y reyes y condes tuvieron el monopolio de los personajes protagónicos. Tiene sentido: eran hombres de acción, sus parlamentos decidían cosas, sus errores cambiaban el destino de los pueblos y sus maldades movían ejércitos (alguien como Donald Trump nos asusta por eso, su condición de carácter obsoleto: sus cambios de temperamento son claros y sus acciones provocan remezones verdaderas en el planeta). La evolución de la novela también se puede entender como el tránsito desde esos grandes personajes hacia la vida ordinaria, la culpa de un hombre cualquiera, como tú (o como el niño que fuiste). Todo ello con un lenguaje particular. No existe posibilidad de estabilizar la escritura, pues todo lo que se normaliza y se vuelve código, pierde un poco la principal magia del género. La novela no solo cuenta cosas. Nos transporta a una mente, a sistema particular de palabras, y al hacerlo nos remoldea el circuito: por su culpa terminamos alterando las cosas que vemos en el mundo real —el mundo real, ja— jalando los contornos de lo que miramos. Cuando lees, por ejemplo, La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, sales de la biblioteca, caminas por el césped y un invisible vargasllosita va componiendo los detalles visuales con las palabras que persisten, que surgen de la nada como lo helechos mágicos de un LSD peculiar, ineludible.
Pero claro: la novela proviene en parte de los relatos de las vidas de los santos, un género que inspiró las biografías de los artistas (que, por cierto, se alucinaban santos). Por eso relacionamos a ella la historia voluminosa. Pero a mí nunca me interesó mucho esa sucesión de episodios, el acopio de vivencias. Todo eso crea un hábito plano, las ganas de seguir y ver “qué pasa”. Mejor dicho: me interesa eso, pero solo como energía latente (un patrimonio de los ancestros). El otro día vi la adaptación cinematográfica de Pastoral americana, de Philip Roth, una de esas novelas que deciden vocaciones (de hecho, decidió la mía). La película es mala, indigna de la obra en la que está basada. La enorme novela de Roth logra, con un narrador que sabe bien cuándo detenerse y cuándo mirar, instalarte en dos momentos claros de la conciencia: de la gloria del Sueco, el deportista judío con el que los niños de Newark soñaban, a la miseria y tragedia de un hombre incapaz de instalarse en una nueva época. Este tránsito no se enuncia, se construye en variaciones de la percepción y del temperamento: nada me ha mostrado mejor una gloria perdida que la descripción pormenorizada del proceso de hacer guantes (en la fábrica de la familia del Sueco, que es emblema de tiempos idos). En la película, todo ocurre en una sucesión plana. Salí del cine y entendí de nuevo por qué me amaba el género: porque transmite, en cientos de páginas, un universo perceptivo, sensorial, la mente ficticia logra crear nuevas conexiones neuronales en el lector que hizo el esfuerzo por leerte, durante días y semanas. Podemos no recordar nada de la historia, pero ciertas novelas, de solo pensarlas, nos generan un hincón (que no es físico). Una textura. Un olor. Una luz difícil.
Juan Manuel Robles. Lima, Perú. Ha publicado «Lima Freak. Vidas insólitas en una ciudad perturbada». Fue finalista del Premio Cemex – FNPI en 2008. Su primera novela «Nuevos juguetes de la Guerra Fría» (Seix Barral, 2015) fue considerada entre las mejores novelas del año. Actualmente dedicado a la docencia y la escritura literaria y periodística, escribe columnas de opinión en el semanario «Hildebrandt en sus 13», donde apareció este artículo y que reproducimos con permiso del autor.