Una entrevista de Diego Nieves
Julio Villanueva Chang no es Julio Villanueva. Es Julio Villanueva Chang. Es zurdo de mano, lo sé por cómo, gentilmente, ha firmado con un plumón estilo Jumbo mi ejemplar de Mariposas y murciélagos, su libro de crónicas (Tusquets, 2022). Son diecinueve perfiles escritos entre sus veinticinco y treinta años, en donde conocemos a veteranos modelos de arte, profesionales en llamar la atención, taxistas a los que no los para ni la muerte de sus pasajeros, entre otras tantas historias.
Alguna vez me dijo, en su curso «De cerca nadie es normal», que prefería evitar las palabras “interesante” y “pequeño”. Pude corroborar que, ya desde tiempo en el que escribió este libro del que hablaremos, no uso esas palabras ni una sola vez. Conversamos sobre su libro, sobre su curso de creación de perfiles, sobre su asiento preferido en los aviones, y hasta sobre el único poema que alguna vez publicó, nada más ni nada menos que en la tierra de Joyce: Dublín.
En “Mariposas y murciélagos” ya nos cuentas con qué marca de lapicero Edmundo Paz Soldán hacía los crucigramas de Mario Lara, el creador de los Geniogramas de El Comercio. ¿De dónde crees que sale este estilo tuyo?
La verdad no lo sé. Creo que uno empieza siendo un misterio de sí mismo. Creo que uno puede ser el mayor experto en sí mismo, pero, al mismo tiempo, la persona que está más próxima a autoengañarse. No creo ser la excepción.
¿Puedes contarme un poco de esa crónica del libro, Destinos cruzados? En donde el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán y el crucigramista Mario Lara se encuentran.
Es curioso, yo sabía que Edmundo Paz Soldán venía aquí (al Perú), y yo quería hacer un acto público con él. Porque casi nadie ha hablado de ese perfil, y a mí me gusta. Quiero decir que esa crónica, con el tiempo, me sigue pareciendo, en su pureza e ingenuidad, de esas historias que te regala el continente del azar.
Le propuse entonces hacer una conversación sobre cómo hablamos en ese momento, cuando le pedí una entrevista para El Comercio, en donde yo trabajaba en ese tiempo. Yo sabía que él había ganado el Premio Juan Rulfo con Dochera (se refiere a una novela de Edmundo Paz Soldán protagonizada por Laredo, alter ego de Mario Lara, crucigramista). Además, me había contado cómo había resuelto, en su niñez, crucigramas con su familia en Cochabamba, y que el crucigramista era Mario Lara, el que hacía el Geniograma de El Comercio.
Entonces yo le pregunté a Paz Soldán: «¿No te gustaría conocerlo?». Yo propuse el encuentro. Yo fui testigo de ese encuentro, entre un creador y una persona de la vida real que se convirtió en un personaje de ficción (Dochera), por esa historia infantil de Paz Soldán, de haber crecido en Cochabamba resolviendo crucigramas con su padre. Lara ya estaba mayor. Nos esperó en su casa.
Yo conté esa historia, la de ese encuentro. Viéndolo en retrospectiva, era una historia complicada de contar, porque tienes que hacer la historia contando el cuento y, a la vez, contando el encuentro. Y esas explicaciones te llevan a confusiones, a nuestra habitual capacidad de no retener, de confundir nombres. Sobre todo, en un mundo ultra referencial de los crucigramistas.
Siento que mi instinto narrativo ya existía en ese momento. Tu pregunta original es cómo llegué a eso. Pues, justamente, como te dije, no lo sé. Yo escribía poemas. Y publiqué un solo poema. No en una revista a Lima, ni en una antología de Perú. Sino en una revista de Dublín, que nunca la llegué a ver. Porque la persona que me pidió el poema murió en un accidente. Nunca supe cómo se llamaba la revista.
¿Se llegó a publicar?
Ella me dijo que lo había publicado. Yo creí en ella. Por eso me atrevo a decir que publiqué un poema en toda mi vida en Dublín, la ciudad de Joyce. Yo tenía un instinto verbal, que todavía lo conservo. Eso, unido a una curiosidad por aprender, que es lo único que sobrevive en mí de esa época, es la materia prima esencial. No tiene nada que ver con la literatura o con el periodismo. Tiene que ver con una forma de querer entender dónde estoy. A mí me fascina el conocimiento. No sé si eso tiene relación con que yo haya estudiado algo peor que estudiar periodismo, que es estudiar para ser maestro en el Perú. Freud dijo que era una de las profesiones imposibles.
Entonces yo soy también un desconocido de mí mismo. No podría explicar cómo llegué a tener un criterio para erigir o preguntar la marca de lápiz de un niño que resolvía crucigramas en Cochabamba (se refiere a Paz Soldán). Simplemente eso.

¿Cómo se llama ese único poema?
Es que no me acuerdo. Pero era un poema de amor.
¿Estaba en español?
Sí, en español. Ellos lo deben de haber traducido, supongo. Porque ella era bilingüe. No creo que haya sido una publicación bilingüe. Ella era miembro del comité de esa revista. Quién sabe si era una revista de fanzine, universitaria o de un grupo poético dublinés.
Tú creas perfiles, y, más allá de la historia, te concentras en ciertos detalles por encima de lo habitual. En el Perú, un país con una lectura promedio anual bajísima, ¿crees que a la gente le puede interesar estos detalles que a simple vista no son utilitarios, que no responden a lo funcional, eso que tanto busca lo gente?
En algo hay que creer. Qué más te puedo decir. Creo que uno tiene una intuición para saber qué te va a hacer voltear el cuello. Si eres un apático, un aburrido, un indiferente… Partiendo de esa cognición de la fatalidad, trato de captar esa irracionalidad, que te hace voltear el cuello, a prestar atención a algo que no sabías hasta ese momento que te importa. Y es un acto absolutamente intuitivo, no obedece a la razón. Entonces, cuando te digo que en algo hay que creer, es una convicción en la incertidumbre y en la intuición. Y la intuición es saber algo sin saber cómo lo sabes.
¿Qué asiento prefiere Julio Villanueva Chang en el avión? ¿Ventana, pasillo o al centro?
En pasillo. Me permite tener unos centímetros más para invadir el espacio público. ¿Recuerdas El codo del viajero de Budasoff? (se refiere a un magnífico texto de Eliezer Budasoff, publicado en la edición de enero/febrero de 2015 de Etiqueta Negra, en el que, entre otras cosas, Budasoff habla de aceptar la fatalidad de viajar en un avión con un desconocido). Es un texto magnífico y magistral de la pelea en los apoyabrazos. El vencedor o la vencedora es el que no puede resistir el contacto con el otro.
Bueno, me pasa eso. Creo que, si te sientas a la ventana, hay una ilusión de paisaje que disfrutas en ciertos momentos del viaje. Pero yo no soy una persona que se emociona mirando la ventana de un avión. Por otro lado, el pasillo me permite estar más cerca del baño, rezando porque mis compañeros no tengan ganas tan frecuentes, en largos tramos, sobre todo, de dirigirse a ese lugar donde todos somos iguales.
Claro que recuerdo ese texto, porque invitaste a Budasoff. Estuvo hablándonos con muchos detalles, por una hora, de ese texto.
Sí, más de una hora. Entonces, claro, elijo el pasillo quizás también porque es una forma de escapar, ¿no? Es eso. Uno es prisionero en su cuerpo. En el promedio nacional, yo soy una persona mediana-alta. No lo suficientemente delgada o encogida como para poder viajar cómoda en el asiento central, ni tampoco ilusionada por el paisaje cercano a la estratósfera.