Escribe Luis Eduardo García
Ver más allá de la oscuridad aparente, comprender de un solo golpe cómo funciona la naturaleza de las cosas es lo que han desde siempre científicos y poetas, con lo cual han producido grandes conocimientos e impulsado el desarrollo material y espiritual de la humanidad.
Ciencia y poesía
“La capacidad de comprender antes que ver constituye el corazón del pensamiento científico”, dice Carlo Rovelli en su libro El orden del tiempo, y más adelante agrega algo muy revelador: “Quizás una de las raíces profundas de la ciencia sea también la poesía: saber ver más allá de lo visible”.
Comprender, significa entender, alcanzar o penetrar algo. Ver tiene muchas acepciones, entras las cuales están: percibir con inteligencia, comprender, examinar, reconocer y darse cuenta de algo y conjeturar o deducir un hecho del futuro por algún indicio. Comprender, ver más allá de lo visible, ha sido el proceder habitual de poetas y escritores, así como el de los hombres de ciencia que han cambiado el mundo. Ambas disciplinas parecen compartir un mismo objetivo y, a la vez, un mismo misterio. En este sentido, hay científicos de la poesía, así como poetas de la ciencia. Ciencia y literatura son disciplinas afines en la búsqueda del origen y el conocimiento de las cosas quizás porque el algún momento de la historia fueron parte de lo mismo: conseguir la sabiduría.
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Uno de los misterios más grandes de la humanidad es averiguar cuándo y cómo se originó el universo. Por miles de años, las inteligencias más poderosas se han dedicado a esta tarea con resultados sorprendentes, muchos de los cuales parecen obra de la imaginación. Parecen, digo, porque en realidad son producto de técnicas y procedimientos científicos realizados con estricto rigor. En el caso de la literatura, se atribuye a la fantasía ser la única autoría de escenarios utópicos y distópicos; sin embargo, el tiempo se ha encargado de demostrar que muchas de las fantasías salidas de la mente de poetas, cuentistas y narradores tienen asidero en el conocimiento científico; es decir que no son obras puramente mentales.
Es tal vez el sistema educativo el causante desde hace muchos años de un profundo malentendido: que ciencia y literatura son irreconciliables, o que la única forma de conocimiento es la razón y, por tanto, la intuición, las “corazonadas”, los “presentimientos” y las visiones literarias (también llamados comunicación emocional, inteligencia afectiva o intuición trascendente) no tienen cabida en un universo dominado por la precisión científica y la experimentación . En realidad, no es que sean iguales. Es indudable que la ciencia tiene mejores y más completas armas para llegar a la verdad, pero no se puede negar que para lograrlo muchas veces tiene que echar mano de un recurso casi exclusivo de la literatura: la imaginación.
Hace unos meses leí un libro fascinante (El desafío del universo de Telmo Fernández y Benjamín Montesinos) que cuenta cómo desde la época de las civilizaciones más antiguas se planteó este desafío y cómo es que las respuestas fueron variando de acuerdo a las creencias religiosas y los avatares de la Ciencia.
Muchas de estas revelaciones se dieron en condiciones muy precarias y cuando no se contaba con la tecnología adecuada para escudriñar lo que ocurría a distancias muy lejanas de la Tierra. Por ejemplo, Aristarco de Samos había propuesto algo parecido al sistema heliocéntrico 2 mil años antes de que lo hiciera Copérnico.
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Arquímedes, por ejemplo, llegó a la conclusión de que el empuje de un objeto sumergido en un fluido es igual al peso de fluido desalojado por dicho objeto, cuando entró en una bañera y el agua se derramó al subir su nivel. Entonces gritó “¡Eureka!” y regresó corriendo desnudo hacia su casa para comunicar el principio científico que acababa de descubrir. Anaximandro, a su vez, comprendió que debajo de los pies de los hombres continuaba el cielo antes de que los barcos pudieran dar la vuelta a la esfera terrestre; Copérnico, que la tierra giraba antes de que los astronautas del Apolo XI pudieran comprobarlo desde el espacio interestelar con sus propios ojos; y Boltzman, que el calor es la agitación microscópica de las moléculas antes de que se demostrara en los laboratorios que estas y los átomos existían de verdad.
Aristarco sostuvo que la tierra giraba alrededor del sol cuando Galileo no había inventado el telescopio. Eratóstenes calculó la distancia a la luna con pasmosa precisión cuando la geometría y la física eran incipientes. Copérnico propuso su teoría heliocéntrica cuando Newton aún no había descubierto la Ley de la Gravedad Universal. Albert Einstein afirmó que el tiempo y el espacio no son absolutos antes de que se comprobara mediante los telescopios infrarrojos que la luz de las supernovas llega a la tierra cuando estas ya han muerto hace varios millones de años.
El conocimiento literario
Poetas y narradores han tenido experiencias similares, que algunos llaman intuiciones o epifanías. Le sucedió a Edgard Lee Masters y a James Joyce, quienes escribieron Antología de Spoon River y Ulises luego de haber vivir experiencias intensas y traumáticas que no estaban ligadas necesariamente a la disciplina y al rigor literario. Dicen que tras culminar sus creaciones ambos padecieron crisis nerviosas muy fuertes de las que tardaron en recuperarse.
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Dante Alighieri propuso una hipótesis cristiana sobre los castigos a los que practican el mal antes de que las ciencias naturales nos advirtieran sobre la destrucción del medio ambiente; Julio Verne imaginó una nave con que se podía llegar a la Luna mucho antes de que se tuviera la certeza de que un cohete podía atravesar con la fuerza y el combustible suficientes el límite de la gravedad terrestre; George Orwell escribió una novela sobre el control de las sociedades antes de que Internet se convirtiera en una forma eficaz de mantener la atención de los seres humanos.
En el caso del llamado género de ciencia ficción, la intersección entre ciencia y literatura ocurre de modo armónico. Hay casos incluso en que esta armonía es el objeto mismo de la historia y ambas comparten procedimientos para llegar a la verdad o evitar catástrofes humanas. Además de los libros de los autores ya citados, pienso en La máquina del tiempo de H. Wells, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde de R. L. Stevenson, Un mundo feliz de Aldous Huxley y los libros de divulgación científica escritos por Isacc Asimov. Hay autores como Alberto G. Rojo que han documentado las visiones de Edgar Allan Poe respecto a la luz del universo que todavía no llega a la tierra (Eureka: un Poema en Prosa, 1848) la bifurcación del tiempo y la hipótesis de los mundos cuánticos en un cuento de Jorge Luis Borges (El jardín de los senderos que se bifurcan) y el viaje a través del tiempo en la novela Contact de Carl Sagan (1986). Existen, por supuesto más casos en los que es posible rastrear muchos hechos que luego han sido consagrados por la ciencia como verdades. En todo caso, ¿llegaría el día en qué se pueda imaginar el conocimiento científico o experimentar en un laboratorio las realidades literarias?
Se presume que para la invención de sus realidades, poetas y escritores deben tener la cabeza muy lejos de sus pies, y que para crear sus sofisticados principios y leyes universales los científicos deben afirmar muy bien sus pies sobre la tierra. En realidad, no es tan cierto. Para llegar a imaginar el mundo de 1984, George Orwell tuvo que conocer muy bien la realidad científica y social de su tiempo; mientras que para admitir la posibilidad de viajar al futuro los científicos de hoy han tenido que apelar a la fuerza extraordinaria de su creatividad para proponer la tesis de los «gusanos del tiempo». La ciencia y la literatura se parecen más de lo que presumimos. Es increíble que ciencia y literatura estén tan cerca y, al mismo tiempo, tan lejos por los caprichos de los dogmáticos.
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Es paradójico que el tiempo que han permanecido vigentes las «verdades» científicas y los cambios que han experimentado los conocimientos acumulados a lo largo de la historia. Desde la etapa de los observatorios y calendarios primitivos hasta la era de los telescopios infrarrojos, el saber se ha ido comprimiendo de tal modo que en los últimos tres decenios se habla de una aceleración del desarrollo humano. Si antes la información se duplicaba cada 20 años, ahora lo hace cada 4 o 5. Algunos científicos creen que, debido al ritmo en que corren la ciencia y la tecnología, pronto el ritmo de producción del saber será mucho menor.
La información sobre origen del universo empieza con los mitos relacionados con la procedencia divina de los astros y llega hasta explicaciones complejas sobre la constante de radiación, los agujeros negros, la materia y la energía oscura, el Big Bang, el Big Crunch y otras explicaciones realmente sorprendentes. Según mi modo de ver, en todos estos casos y en todos los momentos de la historia, los científicos han seguido un camino parecido al de los poetas y narradores: de la imaginación a la realidad.
El poder de la imaginación
Sin el poder de la imaginación y la casualidad probablemente la ciencia habría avanzado muy poco. No todo entonces es obra de la experimentación y la rigidez, los dioses de los positivistas.
Es unánime en la comunidad científica el reconocimiento de que la ciencia avanza sobre dos piernas: una de naturaleza teórica y otra de naturaleza experimental. Ambas han contribuido de manera extraordinaria a su desarrollo, aunque se puede decir que la primera es el resorte que más la ha impulsado hacia adelante. La ciencia y la literatura guardan relaciones de consanguinidad más próximas de lo que parece. Se puede incluso decir que ambas llevan la marca indeleble de la imaginación en su ADN.
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Son muchos los hombres de ciencia, entre ellos Galileo Galilei, que han descubierto leyes universales o inventado cosas siguiendo los dictados de la imaginación antes que los procedimientos de la experimentación pura y dura. Por esta vía, la de los procedimientos que no pueden ponerse en práctica, es que el científico italiano llegó al enunciado de leyes sobre la caída libre.
Usando más el pensamiento que la comprobación, Newton llegó al descubrimiento de la ley de la gravitación universal. Es probable que la anécdota de la caída de la manzana que presenció mientras descansaba en su jardín sea una metáfora para destacar la influencia de la imaginación en el camino para hallar la verdad. Los más conservadores le llaman a esto deducción.
Es también célebre la explicación del origen de los corales que dio Charles Darwin mientras realizaba su mítico viaje alrededor del mundo en el Beagle. Sin usar ninguna clase de instrumentos ni menos someter a pruebas de laboratorio muestras de los corales, llegó a la conclusión de que estos habían crecido sobre la base de volcanes que se habían dio hundiendo poco a poco en el mar. Sus argumentos eran el producto de una especie de proyección mental, intuición o «epifanía científica».
Es cierto que la vía de la inducción (o vía de lo experimental) es un camino más seguro, aunque no el único. Albert Einstein, quien pensaba que Galileo era el más grande maestro de todos los tiempos del «experimento imaginario», fue muy radical al momento de reconocer la importancia de esta manera científica de obrar: «Los métodos experimentales de los que disponía Galileo eran tan imperfectos que solo la especulación más audaz podía llenar los vacíos de los datos empíricos».
¿Especulación? ¿Puede la ciencia perderse en sutilezas o hipótesis sin base real? La historia dice que sí, en tanto la ciencia, como el arte en general es un largo camino de vacilaciones y hallazgos inesperados. Sin embargo, pienso, estos ocurren solo si alguien es capaz de observar con atención, obsesionarse con una idea o meditar y teorizar con profundidad. No es que un científico llegue a resultados óptimos por obra de un milagro o una revelación divina. Digamos que la meta científica es el resultado de una serie de esfuerzos fallidos en el que interviene mucho la imaginación.
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Así como los músicos encuentran a veces la melodía que tanto buscan mientras descansan en la banca de un parque, o los pintores dan con el color que hace falta en la tela en el momento en que beben una copa de vino, o los poetas hallan las palabras y los versos adecuados para el poema que persiguen en tanto caminan sin dirección alguna, así también las mentes científicas han coronado la cima de su imaginación en circunstancias totalmente banales. Quizás más adelante un científico obtenga una explicación más convincente sobre los agujeros negros mientras da de comer a su gato en la azotea de su casa o acierta con una manera de detener el calentamiento global justo cuando pasea en bicicleta por una calle desierta.
Pero no es únicamente la «experimentación imaginaria» la que pone su cuota en el desarrollo de la ciencia. También está el azar. Wilhelm Conrad Rönteng detectó, por ejemplo, la existencia de los rayos X mientras experimentaba a oscuras con electricidad en un tubo donde se había hecho un semivacío. Observó de pronto que una pantalla revestida de bario, platino y cianuro brillaba al otro lado cada vez que encendía la electricidad del tubo. ¿Cómo podía ser esto si el tubo estaba encerrado en cartón negro y la luz no podía escapar de él? Absorto por el fenómeno, colocó su mano entre el tubo y la pantalla y vio cómo esta se volvía transparente y dejaba ver sus huesos. ¡Había descubierto, sin quererlo, los rayos X! A Henri Becquerel le pasó lo mismo: se topó con la radioactividad luego que unas placas fotográficas envueltas en papel negro y guardadas en un cajón fueran impresionadas, en oscuridad total, por un pedazo de uranio que olvidó encima de ellas. El azar favorece a la mente preparada, decía Louis Pasteur.
¿Qué tienen en común los procedimientos que utilizan científicos, poetas y narradores para llegar a las verdades que buscan afanosamente? Según mi modo de ver, en todos estos casos y en todos los momentos de la historia, los científicos han seguido un camino parecido al de los poetas y narradores: de la imaginación a la realidad. Ciencia y literatura comparten caminos, formas de acceso, chispazos de intuición para acercarse al bien esquivo del conocimiento profundo.
En la biografía Einstein, su vida y su universo, Walter Isaacson cita varias hechos y anécdota sobre la semejanza entre los métodos empleados por este científico y los que emplea la poesía, por ejemplo. Albert Einstein, según propia confesión, partía siempre de la curiosidad y la imaginación para ‘ver’ la verdad científica. Su pensamiento era básicamente visual, es decir, usaba imágenes y experimentos mentales antes que el lenguaje verbal. “Detrás de una fórmula, él veía de inmediato su contenido físico, mientras que para nosotros seguía siendo una fórmula abstracta”, recordaba su exalumno Hans Tanner años después (p.592).
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Nathan Rosen, uno de sus ayudantes en la década del 30, sostiene: “A la hora de construir una teoría, su planteamiento tenía algo en común con la de un artista. Él aspiraba a la simplicidad y a la belleza, y para él la belleza era, al fin y al cabo, básicamente simplicidad” (p. 593). Isaacson cuenta en su biografía acerca del encuentro entre el poeta Saint-John Perse en Princeton. Eisenstein, curioso, le preguntó a boca de jarro al francés: “¿Cómo surge un poema?”. El poeta, dice su biógrafo, se refirió a la importancia que para él tenían la intuición y la imaginación. Einstein no podía estar más complacido ante esa respuesta. “Lo mismo le ocurre al hombre de ciencia. Es una iluminación repentina, casi un éxtasis. Es cierto que luego la inteligencia analiza y los experimentos confirman o invalidan la intuición. Pero inicialmente se produce un gran salto delante de la imaginación. La estética para una artista, como para un hombre de ciencia, de acuerdo con lo que proponía Einstein, reside en la simplicidad. Ese es el verdadero universo de la belleza. “La naturaleza es la realización de las matemáticas más sencillas”, dijo en la conferencia Oxford, el 10 de junio de 1933.