Escribe Luis Eduardo García
Las gafas son útiles cuando son útiles, quiero decir, cuando uno las usa debido a la miopía, la presbicia, el astigmatismo o alguna otra anomalía de la vista. En cambio, cuando no las llevamos puestas, nos convertimos en unos perfectos inútiles, en unos ciegos sin lazarillo, en unas almas en pena, o que dan pena. Y más todavía cuando uno es lector de novelas de bolsillo, escudriñador ocasional de boletos de autobuses o vive solo en un departamento. Una situación risible y trágica ilustra muy bien lo que les digo.
Hace varias semanas decidí irme de viaje al sur del país. Antes de marcharme a la agencia de transportes, quise llamar para certificar la hora de partida. Con este fin, metí la mano al bolsillo de mi camisa y saqué el boleto donde estaba el teléfono que buscaba. Movimiento inútil el de mi cuerpo. Quise leer las letras microscópicas, sin embargo, fracasé estrepitosamente. Sin las gafas no soy nada, nunca seré nada. Estiré automáticamente mi mano derecha hacia la mesa de noche, lugar donde suelo colocarlas por lo general, pero no las hallé. ¿Dónde estaban las gafas? Busqué por todos lados. Nada de nada. Las malditas se habían esfumado. Sospeché que la hora de partida era inminente, así que partí raudo a la agencia de transportes.
Por culpa de las gafas llegué una hora y media antes de la salida. ¿Qué haría mientras tanto? Me acordé que en el bolso de mano llevaba una novela de Roberto Bolaño: Los detectives salvajes, así que me dispuse a saborearla desde la primera página. Pronto me di cuenta de que se trataba de un imposible. ¡El libro de marras tenía unas letras microscópicas! Además, los lentes de astigmático que tenía puestos no ayudaban mucho, tampoco la luz del lugar. Imposible meterle el diente a la novela. Tuve que resignarme. Y, sobre todo, tuve que dar la vuelta al día en ochenta mundos. De la sala de espera iba a la cafetería, de la cafetería al baño, del baño a la puerta de entrada y de allí otra vez a la cafetería.
Una voz en los altoparlantes me pilló camino al baño. Apenas escuché el llamado para abordar el autobús, giré en redondo y corrí a formar cola. Saqué el boleto mientras corría e intenté leer el número de asiento que me tocaba. Otro esfuerzo inútil. ¿Dónde estaban las malditas gafas que no venían en mi auxilio? La que vino en mi ayuda fue más bien la terramoza. “Asiento 24, señor García. Le deseamos un feliz viaje”, me dijo. Me instalé en el asiento y coloqué la novela de Bolaño sobre mis faldas. Apenas partió el autobús, la chica que me recibió el boleto empezó a repartir los diarios del día. Yo le pedí un Perú 21 y leí sin ganas algunos titulares y una que otra nota informativa. El resto del tiempo me dormí, o mejor dicho, me hice el dormido.
No tenía a nadie con quien conversar. Mi compañero de asiento era un gordiflón que roncaba y se revolvía en el asiento como si éste fuera su cama. Mientras tanto, Los detectives salvajes seguían en mis faldas. Por culpa de las gafas, mi viaje se había convertido en un pequeño infierno. Para un lector compulsivo, no leer es más que una tragedia: es un asunto de vida y muerte, un suicidio por aburrimiento.
Hasta ese momento había comprendido la utilidad de las gafas, pero no su tiranía. La tiranía la sentí cuando faltaban pocos minutos para arribar a mi destino. Recuerdo que metí la novela de Bolaño al bolso de mano y entonces rocé un objeto familiar. ¡Las gafas, las putas gafas que tanto había buscado, estaban en el fondo! Entonces, como comprenderán, me sentí como un ciego ante el resplandor. Qué cagada de suerte la mía.