Escribe Pepe Cantellano
Algunos años después de la muerte de mi padre, tuve un sueño muy extraño, que de tan extraño parecía real: era una tarde muy soleada y tranquila en mi barrio, interrumpida por un repentino incendio en nuestra casa, el hogar de mis padres. Era un sueño de esos locos, donde los lugares son diferentes a lo que en realidad son, pero tenemos la seguridad de que es el mismo que hemos conocido siempre. Así sucedió con la casa, era completamente distinta, pero yo sabía que era la nuestra.
El incendio, aunque nos tomó por sorpresa, parecía no preocuparnos tanto. Eso sí, mi hermano, mi mamá y yo salimos rápido a la calle, huyendo del humo y del fuego. Miré para todos lados. Era extraño ver que en el vecindario nadie se daba cuenta de lo que ocurría, las vecinas no gritaban alteradas pidiendo ayuda, no había nadie en las banquetas grabando el suceso o asomándose por las ventanas, mirando curiosos. Los perros no ladraban asustados. Todo parecía tan normal. La calle sólo era de nosotros tres.
Tomamos camino por una calle que iba de subida.
Durante ese recorrido, la situación del incendio parecía ir quedando en el olvido. Mamá únicamente nos pedía caminar más rápido, como cuando éramos niños. De repente, volteé hacia mi lado derecho y sorprendido vi que papá caminaba al lado nuestro, vestía un pantalón beige y una cazadora color café sobre una camisa que al parecer era rosa, pero sin la boina que lo caracterizaba en tiempos de frío.
— ¿Frío? ¡Pero si apenas hace un momento hacía calor! — pensé.
Él nos miraba y sonreía, pero no nos hablaba; eso sí, caminaba rápido como era su costumbre y nosotros siempre a su paso.
Pasaba algo curioso, aunque yo no sabía que lo que estábamos viviendo era sólo un sueño, sí estaba plenamente consciente de que mi papá ya había fallecido tiempo atrás, razón por la cual me causó sorpresa verlo ahí, andando junto a nosotros. Yo lo miraba intrigado y él sonreía arrugando su nariz, contento de su «broma». Siempre fue así, un poco travieso.
Miré a mamá y con una seña me pidió que no dijera nada. Creo que evitó que yo expresara alguna imprudencia. Me conoce bien.
De un momento a otro la ciudad ya no era nuestra ciudad, sino otra muy distinta. Al llegar al final de la pendiente y ver la calle adoquinada, los imponentes edificios de estilo colonial, los vendedores de globos en las inmediaciones de un enorme parque lleno de árboles y gente, y los cilindreros inundando con su música los portales, me di cuenta de dónde estábamos; mi sueño loco nos había llevado caminando al centro histórico de la ciudad de Puebla, un destino al cual mi papá de niños nos tenía acostumbrados, pues él era poblano.
El día no dejó de ser soleado, pero hacía frío. Seguimos caminando hasta llegar al atrio de la catedral y le dije a mi mamá:
— Má ¿recuerdas la foto que me tomaste con papá en este lugar cuando apenas tenía un año de edad?, Pues quiero pararme frente a él y que me tomes otra igual, aprovechando que vino a vernos.
«Aprovechando que vino a vernos». Qué extraño. Era como si papá hubiera regresado de algún viaje, los cuales eran comunes en mi infancia, cuando salía a otros lugares con sus hermanos de la logia o cuando iba por mercancía para la cremería que era el negocio familiar.
Mi mamá, que al igual que mi hermano no parecía extrañada ante la inesperada visita, aceptó. Sacó su cámara kodak —que aún conserva— y nos pidió que nos acomodáramos.
De pronto desperté.
Decepcionado me di cuenta de que todo había sido un sueño, que estaba en mi cama, que era de madrugada y que todo estaba aún oscuro y en silencio. Esa ha sido, hasta hoy, la única vez que he vuelto a ver a mi padre. Desafortunadamente no se pudo hacer la foto, a menos que mi mamá en su sueño sí hubiera logrado tomarla antes de despertarse. Quizá en ese mundo exista una foto que mi otro yo pueda atesorar también contra su pecho.
Quién sabe. El mundo de los sueños es tan extraño.
