Las doce mejores novelas distópicas que puedes leer

Las novelas distópicas dibujan escenarios que son casi exclusivos de la modernidad. Por paradójico que resulte, fue el desarrollo de la ciencia moderna, las mismas invenciones constantes que habían creado la ciencia ficción (no te pierdas nuestras listas sobre ciencia ficción militar, el cyberpunk y los apocalipsis víricos), lo que provocó una violenta reacción literaria que convirtió las viejas utopías en infantiles cuentos de hadas.

Las novelas distópicas dibujan escenarios que son casi exclusivos de la modernidad. Por paradójico que resulte, fue el desarrollo de la ciencia moderna, las mismas invenciones constantes que habían creado la ciencia ficción (no te pierdas nuestras listas sobre ciencia ficción militar, el cyberpunk y los apocalipsis víricos), lo que provocó una violenta reacción literaria que convirtió las viejas utopías en infantiles cuentos de hadas.

Así lo dice Estrella López Keller en este artículo de la revista REIS:

Todo ello refleja una quiebra de la fe en el progreso, y entre las causas que explican este fenómeno se señala en este artículo una importante disminución de las esperanzas puestas en los avances de la ciencia, que fue uno de los factores determinantes del auge de la utopía, una de cuyas últimas manifestaciones fue la ciencia-ficción, que también hoy muestra más temores que esperanzas.

Tan antiguos como el ser humano había sido hasta entonces su deseo de vivir en un mundo mejor, y frecuentes fueron, en todas las épocas, las creaciones imaginadas de mundos perfectos, llenos de dicha y justicia.

Con el triunfo definitivo del mundo moderno, la aparición del hombre-masa, la propaganda y la máquina amenazante, muchos escritores pierden la inocencia. Dejan entonces de inventar utopías felices y pasan a imaginarse distopías, horribles escenarios deshumanizados, faltos no sólo de dicha y justicia sino de dignidad.

En la primera mitad del siglo XX se escriben las grandes distopías clásicas, las que marcan el tono del género. Fueron solo el comienzo. Un siglo después el género sigue igual de vivo y proyecta sobre nosotros escenarios tan imaginativos como preocupantes, unas veces simbólicos y otras terriblemente materiales y verosímiles. El reverso de la moneda tal vez sea la enorme popularidad de los libros de autoayuda o el mindfullness, manuales para conducirse por un mundo cada vez más extraño y hostil.

Hacemos aquí una selección en la que dejamos de lado algunas obras de enorme popularidad. Preferimos centrarnos en otras que a nuestro juicio contienen, además de poderosos mensajes políticos o filosóficos, una indudable calidad literaria. Doce obras que deberían seguir leyéndose dentro de cien años, si por entonces quedan lectores.

1984, de George Orwell

Para muchos no sólo es la mejor novela distópica jamás escrita, sino, incluso, la mejor novela de ciencia ficción. Es clara, precisa y ha trascendido más allá de su tiempo. Orwell acuñó expresiones que seguimos usando cuando nos parece que nuestros gobiernos adoptan tintes totalitarios, como la «neolengua», los «dos minutos de odio», el «gran hermano» o la «policía del pensamiento». Fijó también la imagen, caricaturizada pero terrible, que hoy tenemos de una régimen totalitario, y ha inspirado incontables obras posteriores, tanto literarias como audiovisuales.

La undécima edición es la definitiva —dijo—. Le estamos dando al idioma su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable más que neolengua. Cuando terminemos nuestra labor, tendréis que empezar a aprenderlo de nuevo. Creerás, seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos. De las palabras que contenga la undécima edición, ninguna quedará anticuada antes del año 2050.

Orwell, que no sólo escribió sino que luchó activamente contra el imperialismo y el fascismo, se basó en su propia experiencia para levantar este alegato contra las dictaduras. Lamentablemente tuvo donde elegir: siempre dijo que tanto el estalinismo como en nazismo fueron su fuente de inspiración principal para 1984.

A quien le guste el estilo y la temática le gustará también Rebelión en la granja, un clásico del mismo autor, y querrá leer sus Recuerdos de la guerra de España. También, sin duda, las otras dos distopías clásicas: Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley, de las que enseguida hablamos.

1984

Un mundo feliz, de Aldous Huxley

Quizá Un mundo feliz sea el más confuso de todos los libros distópicos, por la simple razón de que el escenario que dibuja parece, al menos desde el punto de vista de quienes viven en él, todo lo contrario: una utopía. Las guerras han terminado. Las personas viven vidas desenfadadas. La tecnología ha alcanzado un desarrollo tan avanzado que, aunque sigue habiendo divisiones sociales, los que deben realizar las tareas más peligrosas o desagradables han sido previamente condicionados para disfrutarlas.

Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios, los niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados como todo el mundo, aunque ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de clases y de vida erótica.

Huxley imagina un mundo en orden, donde no hay peligro sino sólo diversión. Claro que tampoco hay arte, ni filosofía, ni religión. Nada que conlleve algún tipo de significado o mensaje, nada de verdadera relevancia para el alma humana. Lo más sugerente, y preocupante, de Un mundo feliz es su capacidad de dibujar una distopía resbaladiza, una escenario capaz incluso de seducir a muchos, un mundo que se ha olvidado de Sócrates pero idolatra a Henry Ford.

No estamos ante una alegoría sino frente a una posibilidad muy real, hoy mucho más que 1932, cuando era más fácil imaginar un escenario orwelliano. Lean Un mundo feliz con cuidado, porque es peligroso.

Un mundo feliz

Fahrenheit 451, de Ray Bradbury

La gran trilogía distópica de mediados del siglo XX la completa esta inolvidable –y profética– novela de Ray Bradbury, escritor verdaderamente prolífico.

Aquí los protagonistas son los libros, prohibidos por una sociedad futurista cuyo origen y funcionamiento nos son desconocidos. Sólo sabemos que, tan pronto como se descubren, un servicio de bomberos se ocupa de quemarlos. De ahí el título: 451 grados Fahrenheit es la temperatura a la que arde el papel. La que está grabada en los cascos de los bomberos como Montag, el protagonista.

Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera, en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.

Sin libros, sin significados ni explicaciones complejas, la gente vive en permanente estado de entretenimiento, controlados, sin saberlo, por un gran hermano omnipresente en grandes pantallas que ocupan paredes enteras, por una constante música plana y por un hervidero de noticias inocuas que ocupan los días pero no alimentan la mente ni la hacen crecer. ¿Suena familiar?

Bradbury, que escribió muchos más cuentos que novelas que alcanzó aquí el nivel de los más grandes, se guarda un hálito de esperanza pero no este el lugar para desvelarlo. Merece la pena descubrirlo leyéndolo.

Fahrenheit 451

Nosotros, de Yevgueni Zamiatin

Las novelas de Orwell, Huxley y Bradbury se consideran hoy como la gran trilogía distópica, pero no fueron las primeras. De hecho, antes del rotundo éxito de Bradbury, esa trilogía la componían 1984, Un mundo feliz y… Nosotros, del ruso Yevgueni Zamiatin.

Y es que Nosotros, en realidad, fue la primera, y fue una obra que influyó enormemente en las otras dos. Orwell y Huxley se declararon admiradores de Zamiatin, que murió como Van Gogh, en la extrema pobreza, olvidado e ignorante de haber arrancado el fértil género de la novela distópica.

El tema de Nosotros no es difícil de imaginar. Situada cerca del año 3000, la humanidad se ha convertido en una gigantesca cárcel presidida por un estado onmipresente y bienhechor. Todo, como en la posterior novela de Orwell, va vestido de gris y sabe a cemento. Todo, como en la posterior novela de Huxley, parece ordenado, estable, bien dispuesto y… feliz.

La Tabla de las Leyes de horas convierte a cada uno de nosotros en el héroe de acero de seis ruedas, en el héroe del gran Poema. Cada mañana, nosotros, una legión de millones, nos levantamos como un solo hombre, todos a una misma hora, a un mismo minuto. Y a un mismo tiempo, todos, como un ejército de millones, comenzamos nuestro trabajo y al mismo instante lo acabamos.

Zamiatin escribió la obra entre 1919 y 1921, es decir, en plena Guerra Civil y Construcción de la Rusia Sovietica, donde sólo se autorizó su publicación unos meses antes de la caída del muro, ya en el año 1988. En el Reino Unido se había publicado mucho antes, en 1924, y en 1932 se hizo lo propio en Francia. Hoy, por fortuna, puede leerse en ediciones tan cuidadas y preciosas como esta de Hermida Editories, en su colección El Jardín de Epicuro.

Nosotros

El proceso, de Franz Kafka

Un individuo llamado Josef K. es sorprendido una mañana por unos hombres desconocidos. Estos le informan de que se ha iniciado un proceso contra él. No le dicen por qué, no le informan de qué se le acusa. Lo tranquilizan: podrá seguir haciendo su vida normal, mientras se desarrolla el proceso en las esferas judiciales. Está arrestado, pero no detenido.

Se comporta usted peor que un niño. ¿Qué es lo que quiere?, ¿se imagina que ha de acelerar el curso de este dichoso proceso discutiendo con nosotros, sus guardianes, acerca de su orden de detención y de sus papeles de identidad? Únicamente somos empleados subalternos; casi nada entendemos de papeles de identidad y no tenemos nada más que hacer sino permanecer en guardia junto a usted las diez horas del día y, luego, percibir nuestro sueldo.

A partir de ahí, con el inmenso peso de la culpa sobre sus hombros, Josef K. intentará, por todos los medios, obtener más información. De qué se le acusa, qué ha hecho, cómo puede defenderse, en qué estado se encuentra exactamente el proceso abierto contra él.

Nada. Paradójicamente, cuando más trata de acercarse a la fuente del proceso, más lejos está de obtener respuestas. La burocracia judicial, en principio transparente, se va haciendo no sólo inaccesible, sino aparentemente infinita. Josef K. es incapaz de saber nada y, poco a poco, va perdiendo la cordura.

El gran Kafka dibuja aquí, como en La Metamorfosis, una situación que el lector nunca sabe si calificar como comedia o como pesadilla. Por suerte hoy tenemos un calificativo perfecto para ella: kafkiana.

El proceso

La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares

Resulta difícil explicar la necesidad de leer La invención de Morel sin desvelar nada de su argumento, pues esta es una de esas novelas cuya primera lectura es una experiencia inolvidable, de las que hacen al lector dar un respingo, mezcla de sorpresa y de incomodidad, cuando comprende lo que está pasando.

Recuerden que en nuestra incapacidad de ver, los movimientos del prestidigitador se convierten en magia.

Un hombre que huye de la justicia llega a una isla alejada del mundo, donde los barcos, al parecer, no se acercan. Años atrás la compró un millonario excéntrico que edificó lujosos edificios y realizó extraños experimentos, dejándola luego abandonada. Desde entonces se dice que la isla está sujeta a una extraña maldición, pero cuya naturaleza no se precisa. Desde el primer día, el fugitivo va notando ciertas extrañezas. La isla no está deshabitada, sino que la ocupan unos veraneantes de comportamiento inexplicable: bailan en medio de la lluvia, tienen cada día las mismas conversaciones y, sobre todo, no parecen reparar en él. Cuanto más investiga, más extraño parece todo.

Roberto Bolaño equiparó La invención de Morel con Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, y dijo que ya nunca sería posible volver a escribir una novela así. Borges dice en el prólogo de la obra que «no es una exageración ni una hipérbole calificarla de perfecta». No decimos más para no arruinar la experiencia.

La invención de Morel

El cuento de la criada, de Margaret Atwood

Aunque la propia Margaret Atwood advierte en la introducción que El cuento de la criada no debe ser visto como un libro feminista, sino más bien como una advertencia sobre los peligros del fundamentalismo religioso, el fenomenal uso que hace Atwood de lo simbólico, la fortaleza de su personaje protagonista (Defred, que narra la historia en primera persona) y el crecimiento de este movimiento social en las últimas décadas ha terminado por elevarla a los altares de la literatura feminista. Algo en lo que también he tenido mucho que ver la exitosa serie de televisión de la HBO, que ya cuenta tres temporadas.

Me levanto de la silla, doy un paso hacia la luz del sol con los zapatos rojos de tacón bajo, pensados para proteger la columna vertebral pero no para bailar. Los guantes rojos están sobre la cama. Los cojo y me los pongo, dedo por dedo. Salvo la toca que rodea mi cara, todo es rojo, del color de la sangre, que es lo que nos define. La falda es larga hasta los tobillos y amplia, recogida en un canesú liso que cubre el pecho, y las mangas son anchas. La toca blanca es de uso obligado; su misión es impedir que veamos, y también que nos vean. El rojo nunca me sentó bien, no es mi color.

La novela es más lenta que la serie y lo cuenta todo desde los ojos de Defred. Se toma mucho más tiempo en llegar a los aspectos más escabrosos de los rituales de Gilead, y no nos dice casi nada de su funcionamiento ni de su fundación. Los personajes secundarios más importantes de la serie (Serena, Janine, Emily…) son en la novela más secundarios aún, y prácticamente no aparece nada más allá de las fronteras de la terrible teocracia cristiana.

Con todo, la novela es aún más asfixiante, y la identificación con su protagonista, todavía más fuerte. Cualquiera que haya disfrutado la serie encontrará aquí no sólo el origen de la misma sino una profundización no hacia lo escabroso sino sobre los procesos mentales que llevan a Defred a rebelearse contra un destino que parece implacable. Las preguntas que tanto lectores como televidentes se hicieron sobre Gilead encontraron respuesta en la continuación de la historia, llamada Los testamentos, y publicada en el año 2019.

Y quienes simplemente disfruten de las novelas distópicas encontrarán aquí una de las mejores, una que toma los ingredientes que pusieron Zamiatin y Orwell y los aplica a un escenario distinto con una nueva sensibilidad. El resultado es igual de perturbador.

El cuento de la criada

Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago

El escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 2002, es conocido por introducir en sus novelas elementos fantásticos que se desarrollan luego en un entorno perfectamente realista. Pero lo que hace en su Ensayo sobre la ceguera es ir un poco más lejos. Al afectar lo fantástico (a saber: una epidemia de ceguera que termina afectando a toda la población) a todo el entorno social, termina diseñando una situación distópica.

Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta. Estoy ciego.

Lejos de alertar sobre los peligros de un futuro estado totalitario, escenario que ya exploraron las distopías clásicas, Saramago pone su mirada en los individuos. El Ensayo sobre la ceguera es un relato que funciona a modo de alegoría, que nos alerta, como él mismo dijo, de «la importancia de tener ojos cuando los demás los han perdido». Un mensaje que no caducará nunca.

Ensayo sobre la ceguera

Nunca me abandones, de Kashuo Ishiguro

El Premio Nobel de Literatura de 2017, autor de otras excelentes novelas como Lo que queda del día, recuperó en el año 2005 el sabor de la vieja distopía clásica, un género que cada vez se abordaba menos desde la literatura o que, al menos, cada vez que se abordaba menos desde la literatura de calidad.

Que un autor de esta talla construyera un relato como Nunca me abandones fue sin duda un soplo de aire fresco para el género, porque, además, se trata de una novela excelente que dibuja un escenario nuevo y adaptado a nuestro tiempo.

Supongo que puede parecer un poco extraño, pero en Hailsham la cola para el almuerzo era uno de los sitios más seguros para mantener una conversación privada. Tenía algo que ver con la acústica del Gran Comedor; el vocerío general y los altos techos propiciaban que, si bajabas la voz y te acercabas al otro lo bastante —y te asegurabas de que tus compañeros de al lado se hallaban enfrascados en su propia charla—, existía una gran probabilidad de que nadie pudiera oírte. En cualquier caso, tampoco teníamos tantos sitios donde elegir para este tipo de charlas personales. Los lugares «tranquilos» eran a menudo los peores, porque siempre pasaba alguien a una distancia desde la que podía entreoírte. Y en cuanto tu actitud delataba que querías apartarte para una charla privada, todo el entorno parecía percibirlo en cuestión de segundos, y se poblaba de oídos.

La protagonista de la novela, Kathy, narra en primera persona sus recuerdos de Hailsham, una escuela que educa y prepara a jóvenes clones cuya función será ejercer como donantes de órganos.

La naturaleza biológica, pero sobre todo moral, de estos clones es la aguja que nos aprieta y nos incomoda durante toda la novela.

Nunca me abandones

La carretera, de Cormac McCarthy

Dos personajes: el padre y el hijo. Un mundo desolado donde sólo quedan ruinas y cadáveres. Pocos supervivientes, y hostiles. Una carretera que conduce, quizá, al mar, donde la situación tal vez sea mejor. Ni el más mínimo atisbo de qué le paso al mundo. Solo la soledad, las preguntas del niño, las respuestas lacónicas del padre, y la prosa torrencial, siempre exquisita, de Cormac McCarthy.

Estaba empezando a pensar que finalmente tenían la muerte encima y que era preciso buscar un sitio para esconderse donde no pudieran encontrarlos. Cuando se dedicaba a mirar cómo dormía el chico había momentos en los que empezaba a sollozar sin poder controlarse pero no por la idea de la muerte. No estaba seguro de cuál era el motivo pero pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad. Cosas en las que ya no podía pensar de ninguna de las maneras.

El autor de novelas épicas como Meridiano de sangre, creador de inolvidables personajes como el juez Holden o el magnífico Suttree, construye aquí un escenario distópico más terrible y asfixiante que los clásicos, porque en medio de una desolación donde solo llueve ceniza y lo único que puede salir al encuentro son bandas de caníbales poco queda más que mantener el rumbo y apelar a la fortuna, o a la fe.

Y a pesar de todo aún está el amor del padre por el hijo. Quizá esa sea la esperanza o quizá sea la bondad. O la belleza, oculta en ese mundo desolado pero siempre presente en la palabra, en los párrafos proverbiales de McCarthy.

La carretera

Guerra Mundial Z, de Max Brooks

¿Puede una novela de zombies no solo ser seria sino convertirse en un espejo en el que mirarnos? Max Brooks, autor de la mucho más irreverente Guía de supervivencia zombie, se lo propuso para su segunda novela y lo consiguió.

La adaptación de cinematográfica producida por Brad Pitt puede llevar a engaño, pues la novela de Brooks no es un relato de terror ni de acción, sino el compendio de los efectos de una guerra zombie a escala global. El subtítulo de la novela, Historia oral de la guerra zombie, es mucho más preciso, y de hecho Brooks se inspiró en la obra de Richard Holmes, la Historia oral de la Segunda Guerra Mundial.

¿Sabe dónde nos pusieron? Justo en el suelo, escondidos detrás de sacos de arena o en trincheras. Perdimos un montón de tiempo y energía preparando aquellas elaboradas posiciones de disparo. Para tener una buena cobertura y ocultación, según nos dijeron. ¿Cobertura y ocultación? Cobertura significa protección física, protección convencional de armas de pequeño calibre y artillería, o de artillería aérea. ¿Suena eso como el enemigo al que nos enfrentábamos? ¿Es que los zetas habían decidido lanzar ataques aéreos y terrestres armados? ¿Y por qué coño nos preocupaba la ocultación, cuando la idea central de la batalla era hacer que los zombis viniesen directos a nosotros? ¡Qué gilipollez! ¡Todo el planteamiento!

Articulada en torno a breves narraciones de personajes diferentes, con voces que no se repiten y que dan cuenta tanto de la reacción individual como de las propuestas políticas para la supervivencia, Brooks construye un mosaico que resulta no solo entretenido sino sumamente verosímil. Como en todo libro de este tipo, se producen altibajos, pero si los capítulos menos brillantes son simplemente aceptables, en los mejores alcanza Brooks unos niveles de inspiración merecedores de aplauso.

Guerra mundial Z: Una historia oral de la guerra Zombi

Sumisión, de Michel Houllebecq

La más actual de todas las distopías, no solo por su fecha de publicación sino por la fecha en la que transcurre la novela, la muy cercana 2024.

Houllebecq, gran polemista, imagina que un partido musulmán consigue ganar las elecciones generales en Francia, y ante la disyuntiva de elegir entre los islámicos y la ultraderechista Alianza Nacional, un partido socialista liderado por Manuel Valls, llave electoral, decide encumbrar a la sociedad musulmana.

No fue hasta poco después de medianoche, a la hora en que terminaba mi segunda botella de Rully, cuando aparecieron los resultados definitivos: Mohammed Ben Abbes, el candidato de la Hermandad Musulmana, alcanzaba la segunda posición con el 22,3 % de los votos. Con el 21,9 %, el candidato socialista quedaba descartado. Manuel Valls pronunció un breve discurso, muy sobrio, en el que felicitó a los dos candidatos que habían superado la primera vuelta y postergó toda decisión hasta la reunión del órgano dirigente del Partido Socialista.

Lo que sigue es un relato, contado en primera persona por un profesor de universidad, especialista en Huysmans, que recibe tentadoras ofertas. ¿Decidirá dejar al lado su ateísmo y convertirse en practicante y público defensor del islam, a cambio de un sueldo triplicado, notoriedad pública y un pequeño harén de esposas? ¿O preferirá rebelarse y con ello condenarse a una existencia más insegura?

Houllebecq dibuja aquí no sólo un escenario que parece pasmosamente verosímil, sino el itinerario medido y fascinante de cómo podría llegar a existir. Mientras se recrea en la descripción de una Francia controlada como un títere por los fondos infinitos de las petromonarquías del Golfo Pérsico, se detiene para atizar, casi con nombres y apellidos, a izquierdas y derechas, al periodismo sin héroes y a una ciudadanía culta pero materialista y carente de valores verdaderos.

El libro, publicado en 2015, causó un verdadero terremoto en Francia y se convirtió en un éxito de ventas internacional.

Sumisión
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