Escribe Josefina Barrón
Cuando uno alza los ojos, ahora que aún el invierno impone su denso manto gris casi al ras de las veredas, busca ansiosamente, en el no-cielo o, como lo bautizó Humboldt, en nuestro cielo antiastronómico, una pincelada de luminosidad. Solemos exclamar, entusiasmados, ¡mira, hay un poco de sol hoy! ante la mirada atónita del extranjero que hurga intentando capturar en su retina ese haz de luz que reconocemos solo los de aquí y que para él será un brillo esquivo, acaso espejismo o la manifestación más sublime de nuestro tenaz optimismo. Así como en nuestra Amazonía los nativos reconocen muchísimos tonos de verde en la desbordante jungla, nosotros los limeños sabemos leer en el cielo blancuzco y anodino el más sutil atisbo de los fulgores, y en la aparente monocromía de nuestro desierto identificamos los trazos violetas, azules, bermellones y dorados.
Debe saber que en Lima no llueve ni truena. La garúa todo lo impregna; en cada milimétrica gota se atrapa y desplaza el polvo, apoderándose de los árboles, los autos, las fachadas, los objetos que, rápidamente, muestran una costra blanquecina. Lima suele provocar sensaciones ambiguas a quienes la vivimos día a día. El amor y el odio están separados por apenas un breve espacio. A menudo solo los divide un rompemuelle.
Tenga cuidado, extranjero, que este es el reino de la rinitis alérgica, del sabor de una chirimoya alegre, de asentamientos humanos donde no llega el agua potable, y de un buen sudado de tramboyo. No se ande con relojes finos, déjelos en casa. Tenga cuidado; puede ser seducido por una limeña tanto como por un picarón en su miel de higo. Tenga más cuidado aún en primavera, pues la guitarra se rasguña más que en ningún otro momento del año y Lima se pone criolla, sabrosísima, alegrona; el turrón de Doña Pepa es un mejunje que a pocos no encandila, el Suspiro a la limeña será más que un postre, un orgasmo; el fervor al Señor de los Milagros vestirá a sus fieles con el hábito morado y caminará la esperanza en una marea de color y fe. Lima se pone limeña. Lima se prepara para el verano desde que se manifiesta el primer rayo de sol. Lima sonríe.

Vergel. Así la describieron los primeros cronistas españoles al toparse con nuestra ciudad. Pero ese verdor de valle no fue sino producto del esfuerzo del hombre en su afán por dominar el desierto y sobrevivir a él, pues los ríos que bajan desde la montaña, en nuestra vertiente de la cordillera, son tímidos, estacionales. El peruano de la costa supo aprovechar el agua, trasvasarla, abrir canales, conectarlos unos a otros, hasta conseguir tejer una compleja trama de vida. Solo así podría vencer el arenal y ampliar la frontera agrícola.
Voluntad férrea y estoicismo. Eso caracteriza a los limeños, desde que llegó el primero y fue construyendo recintos de adobe que aún yacen esparcidos por todo el territorio capitalino; huacas, les decimos, y en los lugares más inesperados, al lado de la bodeguita de barrio, frente a mi casa, o al cafecito de Gianfranco, se yergue imponente un edificio prehispánico. ¡Qué tesoros no guardan! Vaya a Mateo Salado, vaya a Pachacamac, vaya a Pucllana, escenario del único restaurante que ha logrado, de la mano del Estado, restaurar el sitio arqueológico y preservarlo, vaya a Huallamarca, la huaca frente a la cual nací y en la que descubrí, escarbando con mis manos de niña en la arena, los primeros vestigios de culturas milenarias. Déjese impactar por nuestras primeras capas de pasado y de un paseo por el Larco y el Amano, dos de los más emblemáticos museos de nuestro monumental legado ancestral. Camine, camine por el Centro Histórico, cuya restauración empieza a concretarse. Visite nuestras impresionantes iglesias. Entenderá por qué, algunas veces, parecemos chauvinistas no solo cuando nos referimos a nuestro plato bandera: el ceviche.
Si quiere un buen ceviche, hay miles de lugares para elegir. Yo me quedo con un huarique, un establecimiento de aspecto humilde donde se come como los dioses: Señor Cheff, en Chorrillos. Empiece por unos TNT de conchas de abanico. El Perú, estimado extranjero, tiene uno de los mares más ricos y diversos en especies del mundo (y harta concha). Dos corrientes convergen y convierten el Océano Pacífico a la altura de nuestras costas en un milagro de vida. Por eso el sushi aquí no es sushi. Es nikkei peruano y hasta ese ceviche cambió en manos de los inmigrantes japoneses que se enamoraron de nuestros pescados, anguilas, erizos, caracoles, pulpos, almejas, entre otros frutos del azul. Coma sin miedo y crudito. Todo es fresco y sabe a gloria y, a veces, a Ajinomoto. Dele un buen mordisco al pan con pejerrey del tradicional Carbone o métale el diente a una buena butifarra en el Queirolo, con su chupito de pisco más. Apúrese un concentrado de cangrejo en Mi Perú 1972. Deberá dormir la siesta. Permítase harto culantro y pruebe la inigualable pócima a la que llamamos “seco” de cabrito o, en su defecto, arroz con pato a la chiclayana, platos bombásticos de nuestra culinaria mestiza. Tómese luego una sal de frutas Andrews. O dos.

Si quiere ir a un lugar donde encontrará no solo gente linda sino sabores realmente inusitados, vaya a El Mercado, de Rafael Osterling, al Mayta de Jaime Pesaque, o a Mérito, de Juan Luis Martínez, tres de los jóvenes virtuosos de la gastronomía contemporánea. También puede ir donde mi amigo, el talentoso cocinero Alfredo Aramburú, cuyo restaurante CALA es único. Está ubicado sobre una de nuestras playas y tiene el mar como escenario. Acompáñese de un buen pisco o atrévase a probar nuestra emblemática Inca Kola, la bebida de color amarillo fosforescente que sabe a chicle y que algo, algún secreto debe guardar en su fórmula para habernos hecho a nosotros los reyes del paladar refinado, sucumbir a ella.
Todo se concentra aquí, en esta vieja ciudad nueva, que alguna vez fue la capital de un espléndido Virreinato y hoy la empoderan los migrantes que desde todo rincón de esta nuestra compleja geografía andina bajaron. Vinieron a buscárselas desde mediados del siglo pasado. Algunas de estas mujeres aún conservan sus coloridas polleras y largas trenzas. Las hijas y nietas andan en apretados jeans, encaramadas en temerarias mototaxis que pululan en los barrios más salsa de la ciudad como si estuviéramos en Delhi. Sicarios han copado nuestras calles y andan exigiendo, a punta de pistola, cupos hasta a los humildes emolienteros. Una dramática realidad que le está borrando la sonrisa al que emprende e intenta salir adelante.
El arte que brota de las sabias manos de nuestra gente, la alfarería, la textilería, los canastos y tantos otros objetos como comunidades nativas tiene el país, los encuentra usted en una enorme e importante feria que es más una expresión de nuestra pluriculturalidad: Ruraq Maki, en el Museo de la Nación. Si no coincide con sus fechas de viaje, no deje de ir a Las Pallas, la tienda de Mari en una callecita bella de Barranco, donde encontrará los más extraordinarios retablos ayacuchanos, entre otras piezas rebuscadísimas de arte popular que esta gran señora ha sabido identificar. Si desea ver cómo el arte nativo devino en refinadas y actuales piezas decorativas, no deje de ir a Neo Concept Store, o a la casa-atelier de Ester Ventura, la diseñadora de joyas más importante del Perú. Vaya también a Índigo y a Atemporal en San Isidro, al lado nomás del viejísimo bosque de olivos donde, cuentan las leyendas, nuestro santito mulato Martín plantó los primeros árboles. Las aceitunas aún brotan en El Olivar, como hace cientos de años. De ese bendito fruto carnoso nació uno de mis platos preferidos: el pulpo al olivo, creación del personajazo que fue Rosita Yimura. Se corta con el tenedor en Costanera 700, restaurante fundado por uno de los patriarcas de nuestra cocina nikkei: el legendario Sato. Olvídese de meterle las galletitas de soda que acompañan la vianda. Al menos para mí, es un sacrilegio.

Venga, venga al sabor, allí está nuestra celebración, allí el sol en cada bocado, en el picor de tantos ajíes como pisos ecológicos tiene la escalonada geografía del Perú. Hay madrugadas que el mar se pone tan frondoso que despide un aroma particular que se cuela por las ventanas de las casas que quedan cerca del litoral. En ese momento reconocemos la peculiaridad de nuestra naturaleza y, cuando estamos lejos, solemos buscar esa fragancia en otras ciudades costeras del mundo. Pero es como el perfume de un ser al que amamos: nadie hay que huela igual. Más de una vez he ido al Terminal Pesquero de Villa María del Triunfo solo a ser testigo de la abundancia que caracteriza nuestros mares y ríos. Debe ir, si lo desea, a las cuatro de la mañana. Es una aventura surrealista ver cómo aún sobreviven al periplo en enormes bateas, los camarones gigantes del río Ocoña, los cangrejos y las conchas negras de los manglares de Tumbes.
Los acantilados que el mar golpeó alguna vez le otorgan a la capital un temperamento realmente dramático. La geografía abrupta de esos promontorios tiene en su parte superior un malecón que es una delicia caminar sobre todo cuando el sol sale con todo. Verá allá abajo limeños y limeñas de todas las edades y condiciones sociales metidos en sus wetsuits, montados sobre sus tablas y lanzándose sobre las olas. Somos un país de surfistas. Es un deporte nacional que ha obtenido grandes triunfos a nivel mundial. A la hora que el sol se pone, el limeño se despide de él con un nudo en la garganta: puede ser que pasen muchos días antes de volver a verlo. Al oscurecer, una cruz hecha de las torres de alta tensión que un grupo terrorista derribó en los años ochenta se ilumina, otorgándole al Morro Solar un carácter profundamente religioso. Es un constante llamado de atención a no olvidar semejante periodo de nuestra historia reciente.

Debe saber, extranjero, que nuestro café, igual que nuestro cacao, han sido premiados alrededor del mundo en muchas oportunidades. Hay un boom de cafeterías en la capital. Cada una más acogedora que la otra. Me inclino por la Petit France y sus deliciosos macarrons, por la Teoría de los Siete Cafés en Mendiburu o, ¿sabe qué? vaya al Haití, en Miraflores. La Lima de los setentas gobierna sus ambientes (y su extensa carta). Eso sí, verá harto señor barbón leyendo su periódico.
El “trap” y el reggaetón compiten en las avenidas más ajetreadas de la ciudad, que son casi todas. El que toca el bocinazo para apurar al incauto que aún no aprieta el acelerador forma parte de una sinfonía estridente que acompaña bien los silbatos de los nerviosos policías y las sirenas de las ambulancias, al rugir de las motos lineales y al incesante trabajo de construcción de nuevos edificios. Si usted agudiza el oído, sentirá cómo en Lima también trinan los pájaros.
Lima es compleja, difícil, picante, achorada como decimos los peruanos. Cada quién verá en ella lo que quiera y pueda. Comprenderla para disfrutarla depende de la capacidad que se tenga. Quizás porque es mía no la cambio por ninguna otra. No deje de venir. Venga, eso sí, con la mente muy abierta. Y con harta hambre; hambre de contrastes.
