Lima, nuestro gris Macondo

En Lima el único vendaval que destruye y fertiliza es el humano. Ahora que se pierde la ilusión del verano en la niebla, todo empieza a lucir gris.

Publicado

8 Jun, 2024

Escribe Josefina Barrón

Es tiempo de la bruma. De una espesa bruma que se posa sobe el asfalto, en el alma del limeño, en su conversa de café y ascensores. Le llamamos inocentemente lluvia a la garúa e invierno al otoño. No sabemos de estaciones como sí de temporadas, definidas por temperaturas y precios que suben y bajan. Y por estruendosos cierrapuertas que provocan estados febriles en las amas de casa.

No caen las hojas de los árboles como sí los limeños en alergias, pues los ácaros pululan en el aire como pandilleros achorados. No llueven mangos en Lima. No existe aquí primavera ni pradera. Polvo de agua la llovizna que burla techos y ventanas, polvo de agua que ensucia de a pocos lo que toca. Agua de polvo calma la sed de los parques y alamedas que no son tan verdes ni frondosas y donde a menudo el césped es prohibido como mujer ajena.

Malecón Armendáriz, entre Miraflores y Barranco.

Es este gris uno salpicado de estridencias de neón, de buganvillas de rojo carmesí, de señoritas ataviadas de cholopink, de sueños technicolor, beatitas chaposas y folclor. Ya no es el intenso amarillo de los amancaes el que pinta el inmenso arenal. Hoy es otro el amarillo, más oscuro y resistente a la indolencia; viene con la marea vertiginosa de taxis que pelean por una carrera maratónica de sol en sol. Ya son pocas las lomas que verdean las estribaciones andinas. Ahora es la estera la que se asienta como celoso guardián de una modernidad, mal que bien, parida.

No es el sol el que se escabulle. El sol está siempre allá arriba del mundo, como mudo testigo de nuestra peculiaridad. No es el cielo de Lima lo anodino en esta rara postal. Es aquello que nos impide verlo, esa muralla-costra con que nos protegemos de nosotros mismos, porque vamos, la naturaleza limeña nunca nos malcrió, ni siquiera fue dadivosa con nosotros. Siempre fue la madre severa, austera, que nos hizo ganarnos el pan, que nos obligó a labrar nuestro propio destino en la grava, que nos puso a arar en el agua, a pescar la niebla y convertir cada una de sus gotas en fruto y semilla.

Flor de Amancaes (Foto: El Comercio).

Es el conjuro de dos corrientes marinas en estas latitudes lo que nos bendijo, una tropical que debería signar el curso de nuestra historia, la otra polar que arremete con sus aguas gélidas para frustrar ese valle verde y suntuoso que nunca fue.

Paradójicamente, ese encuentro genera aún más vida en nuestro mar y en nuestro desierto. ¿Cómo? Nos dio de comer mientras inventábamos valles que sembrar, nos regaló el guano de sus aves, la magia de sus islas y liberó de la borrasca las campañas agrícolas que se sucedieron aún más. Pero no es solo el mar el que pasma la inclemencia tropical. Son las montañas barreras naturales que impiden el trasvase de nubes que viajan desde la llanura oriental, nubes que se dejan caer con todo en nuestra serranía.

Pero aquí en Lima el único vendaval que destruye y fertiliza es el humano. Ahora que se pierde la ilusión del verano en la niebla, todo empieza a lucir gris. Lánguido. El desierto parece extenderse hasta el cielo. Quizás por eso es que procuramos el color en el sabor. La luz en el ají. Pero si abrimos bien los ojos, veremos que este gris del que tanto nos lamentamos bien puede ser magenta y azul, y que este nuestro Macondo es un solo de celajes.

Josefina Barrón
Poeta, escritora, periodista e investigadora. Josefina Barrón es, además de licenciada en Lingüística y Literatura por la PCUP, especialista en biografías y piezas de comunicación. Ha colaborado con reportajes, ensayos y entrevistas sobre historia, cultura, personajes para distintos diarios y revistas del Perú y Latinoamérica.

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