Escribe Karina Miñano
Tengo un gato. Se llama Meteoro. A veces se acuesta a mi lado cuando leo, otras se instala en silencio frente a mí mientras escribo. Sus ojos me sostienen antes incluso de que me mueva. Como si lo supiera todo. Su paciencia para obtener lo que desea y la calma con que ocupa el espacio me resultan lecciones que no necesito leer en ningún libro.No es extraño que los gatos hayan fascinado a tantos escritores y poetas. Los hemos visto en la pintura, en la música, en el cine, pero es en la literatura donde se convierten en presencias imprescindibles. En Japón, en América Latina, en Europa, en cualquier lengua: siempre hay un gato acechando desde el margen de un poema.

Sabemos que en el Antiguo Egipto no eran solo animales: eran dioses. Bastet, la diosa con rostro de gata, protegía el hogar y la fertilidad. Los felinos eran embalsamados y custodiaban templos, y dañarlos era un sacrilegio. Antes de ella, Mafdet, diosa felina más antigua, había sido guardiana de la justicia. Ese vínculo con lo divino nos dice mucho: el gato no fue nunca solo un compañero, sino un ser que tocaba el misterio. Más tarde un monje irlandés del siglo IX escribió un poema sobre su gato Pangur Bán, comparando la caza del animal con la suya propia: él buscaba ratones, el monje perseguía palabras.
Esa afinidad tan antigua nos muestra lo mismo que siento cuando Meteoro me mira desde un rincón: dos vidas paralelas que se acompañan en silencio, cada una dedicada a su propio arte.
Y me pregunto, ¿qué nos dice un gato que ningún humano logra enseñarnos? Quizá esa mezcla de cercanía y distancia, esa manera de estar sin entregarse por completo. Son un espejo de nuestras contradicciones: domésticos y salvajes, afectuosos y altivos, familiares y extraños.

Símbolo de contradicción
El gato es, a un tiempo, doméstico y salvaje, tierno y altivo, compañero y extranjero. Jorge Luis Borges lo entendió con claridad en su poema A un gato:
No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.
Para Borges, el gato habita otra dimensión: se muestra cercano, pero conserva lo inalcanzable. Su sola presencia nos recuerda que lo primitivo nunca desaparece, solo se disfraza de mansedumbre. Ese animal que se deja acariciar en la sala de la casa conserva entonces la memoria de la selva. Y ahí radica su poder poético: en recordarnos la tensión constante entre lo civilizado y lo primitivo que late en nosotros.

El arte de estar presente
Julio Cortázar decía que los gatos nos enseñan el arte de la inmovilidad, de la contemplación y de la independencia. Y tenía razón. En un mundo que corre sin descanso, el gato se queda quieto. Mira un punto fijo durante horas, duerme como si el tiempo no existiera. Nos obliga a considerar el presente con una hondura distinta.
Wisława Szymborska, premio Nobel 1996, escribió en El gato en un piso vacío la espera desconcertada de un animal cuya dueña ya no volverá. El gato ignora la idea humana de la muerte, solo percibe la ausencia. En esa incomprensión refleja de manera brutal lo que significa el luto:
El gato en un piso vacío
Morir, eso no se le hace a un gato.
Porque qué puede hacer un gato
en un piso vacío.
Trepar por las paredes.
Restregarse entre los muebles.
Parece que nada ha cambiado
y, sin embargo, ha cambiado.
Que nada se ha movido,
pero está descolocado.
Y por la noche la lámpara ya no se enciende.
Se oyen pasos en la escalera,
pero no son ésos.
La mano que pone el pescado en el plato
tampoco es aquella que lo ponía.
Hay algo aquí que no empieza
a la hora de siempre.
Hay algo que no ocurre
como debería.
Aquí había alguien que estaba y estaba,
que de repente se fue
e insistentemente no está.
Se ha buscado en todos los armarios.
Se ha recorrido la estantería.
Se ha husmeado debajo de la alfombra y se ha mirado.
Incluso se ha roto la prohibición
y se han desparramado los papeles.
Qué más se puede hacer.
Dormir y esperar.
Ya verá cuando regrese,
ya verá cuando aparezca.
Se va a enterar
de que eso no se le puede hacer a un gato.
Irá hacia él
como si no quisiera,
despacito,
con las patas muy ofendidas.
Y nada de saltos ni maullidos al principio.
El gato, que ignora el sentido humano del quebranto, nos recuerda que la vida continúa, incluso después de la pérdida más devastadora.

Vínculo y espejo emocional
Pero no todo es símbolo ni lección filosófica. El gato también ha sido un confidente íntimo, un cómplice de silencio. Olga Orozco lo sabía bien: a la muerte de su gata Berenice le escribió diecisiete cantos, uno por cada año compartido. Allí el animal es más que un recuerdo se convierte en un alma gemela que custodia su memoria; una guardiana silenciosa que convierte el dolor en poesía.
Cantos a Berenice – XVII
Aunque se borren todos nuestros rastros igual que las bujías en el amanecer
y no puedas recordar hacia atrás, como la Reina Blanca, déjame en el aire la sonrisa.
Tal vez seas ahora tan inmensa como todos mis muertos
y cubras con tu piel noche tras noche la desbordada noche del adiós:
un ojo en Achernar, el otro en Sirio,
las orejas pegadas al muro ensordecedor de otros planetas,
tu inabarcable cuerpo sumergido en su hirviente ablución, en su Jordán de estrellas.
Tal vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz,
algo menos que harapos de un idioma irrisorio mis palabras.
Pero déjame en el aire la sonrisa:
la leve vibración que azogue un trozo de este cristal de ausencia,
la pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón,
una tierna señal que horade una por una las hojas de este duro calendario de nieve.
Déjame tu sonrisa
a manera de perpetua guardiana,
Berenice.
El gato como elegía, como lugar donde el dolor se transforma en poesía.

Maestros
Incluso Charles Bukowski, que parecía tan lejos de cualquier ternura, encontró en sus gatos una escuela de vida. En Mis gatos los describe como maestros de la dignidad y del desapego, capaces de dormir sin remordimientos y de mirarnos con una belleza que desarma:
Mis gatos
ya sé. ya sé.
son limitados, tienen necesidades
y preocupaciones
distintas.
pero los observo y aprendo de ellos.
me gusta lo poco que saben,
que es
tantísimo.
se quejan pero nunca se
preocupan.
caminan con una dignidad sorprendente.
duermen con una simplicidad directa que
los seres humanos sencillamente no podemos
comprender.
sus ojos son más
hermosos que los nuestros.
y pueden dormir 20 horas
al día
sin vacilar ni senti
remordimientos.
cuando me siento
bajo de ánimos
me basta con
observar a mis gatos
y me
vuelve
la valentía.
estudio a estas
criaturas
son mis
maestros.
Bukowski, que tantas veces desconfiaba de todo, confiesa que bastaba mirar a sus gatos para recuperar coraje.

Gato-poeta: un pacto secreto
La lista es larga: Neruda, T. S. Eliot, Margaret Atwood, Elizabeth Bishop… Todos se rindieron ante la elegancia y el misterio de los gatos. No es casualidad. Vivir con un gato cambia la percepción del mundo: uno aprende a ceder territorio, a aceptar el silencio, a reconocer la soberanía de otro ser que no se domestica por completo.
En mi caso, Meteoro manda en casa. Lo llamo y, si quiere, viene. Cuando me ignora, duele un poco. Cuando lo escucho en la madrugada, corro a atenderlo. No he podido resistir la tentación de escribirle poemas: ya tiene tres.
Quizá los poetas hemos intuido lo mismo que los egipcios veneraron: que el gato encarna algo que trasciende lo humano. Maestro de quietud, símbolo de contradicciones, guardián del misterio. Una musa que se pasea en silencio, entre las páginas de la poesía y entre nuestras vidas.