Escribe Marco Martos
Marguerite Duras (1914-1966) nació cerca de Saigón, en la antigua Indochina francesa, y murió en París, en 1996. Su padre era profesor de matemáticas, y su madre, de origen campesino, una institutriz. El padre murió en 1918 y la familia permaneció en Vietnam hasta 1932. El suceso más importante que le ocurrió fue un encuentro amoroso en 1930, cuando tenía dieciséis años, con un rico comerciante chino que le llevaba diez años. En esa temporada se inspiró El amante, su novela más célebre.
Seguramente no es un azar que algunos de los mejores escritores de la lengua francesa en el siglo XX nacieron en las periferias y estuvieron en permanente contacto con otras culturas y diferentes lenguas. Tuvieron conciencia de la diferencia y tal vez por eso un máximo respeto por su idioma, su primera patria. Sartre nació en la frontera franco-alemana y desde su infancia hasta su madurez tuvo gran aprecio por la cultura teutona, lo que no le impidió ser un escritor central, un arquetipo francés de toda una época. Su amigo, y a veces antagonista, Camus, fue argelino, de padre francés y madre española, ganó el premio Nobel de literatura de 1957 y muerto en 1960 se ha convertido en un escritor clásico de la cultura francesa contemporánea. Rechazado unos pocos años, ha sido plenamente reivindicado, temática, estilística, e incluso -lo cual es más difícil-, ideológicamente. Tiene la admiración de los izquierdistas que abominan del stalinismo y de los liberales. Escritor plenamente moderno en el sentido clásico, es también considerado excepcional por los llamados posmodernos.
De la misma manera, Marguerite Duras se nutre de lo diferente. En su caso fue la cultura de Vietnam, país que en los años de su juventud, como queda dicho, era colonia francesa. Pero su experiencia no es libresca, es de vida cotidiana, de contraste de costumbres, de amor. Cuando Marguerite Duras publicó en 1984 El amante, cuarentaiún años después de su primera novela, pasó a convertirse de la noche a la mañana en la escritora más popular de Francia. En 1990, solo en lengua francesa, ya se habían editado dos millones de ejemplares. El libro se tradujo de inmediato a muchos idiomas y continúa siendo un éxito de librerías.

Los críticos se han detenido a desentrañar los aspectos biográficos del libro, compartidos por El amante de China del norte que apareció en 1991. Esas coincidencias entre literatura y vida de la autora, siendo ciertas en mucha medida, es lo menos importante. Afirmar que el conjunto de la obra de Marguerite Duras se inspira en acontecimientos personales es un lugar común. Se pueden encontrar rastros de sus experiencias ligados a las condiciones particulares de su infancia y su adolescencia desde 1944 en La vida tranquila donde el comportamiento abusivo del tío Jerome se parece extrañamente a aquel que Duras atribuirá a su hermano mayor: ambos, el personaje de la novela y el hermano han dilapidado la pequeña fortuna familiar. Lo conmovedor en las novelas que tratan de la infancia saigonesa, aquello que gana a los lectores, es la intensidad del deseo, el hilo profundo que atrapa a la adolescente y la liga a un comerciante chino, con el que la separan, más que la diferencia de edad, los abismos culturales. Una vez más, de un modo verdaderamente magistral, lo literario, la palabra, penetra en ese mundo de silencio, aparentemente inexplicable de la pasión amorosa. En ese sentido, la muchacha saigonesa y el comerciante chino de El amante y El amante de la China del norte, son simbólicamente la pareja primordial.
Han corrido ríos de tinta sobre El amante y el resto de la obra de Duras, pero si bien al comienzo eso ocurría en las revistas académicas, poco a poco fue introduciéndose en los medios de comunicación de masas, periódicos, revistas de gran tiraje, televisión. Varias de las novelas de Duras, sobre todo a partir de 1970, han sido llevadas al cine, lo que fue preparando el éxito multitudinario de 1984, cuando ganó el premio Goncourt. Duras es un caso bastante raro de escritora exigente, de elite, que es plenamente aceptada por quienes habitualmente no se interesan en la literatura.
Duras, en su madurez, pensaba como Camus que la literatura debe dar trabajo al escritor y disfrute al lector. No era esa su posición inicial. Algunos de sus libros como Los caballitos de Tarquinia responden a los lineamientos de “la nueva novela”, “le nouveau roman” compartidos por Robbe Grillet, Natalie Sarraute y la propia Duras, entre otros.
Era una Marguerite Duras de mucha experiencia y sabiduría, la que en junio de 1990, en una entrevista para el Magazine Litérarie se definía a si misma con la frase “escribo”. Continuaba diciendo que casi todo lo que es escribía sobre ella era más difícil que sus novelas. “Me gustaría –continuaba- que escribiesen sobre mí como yo escribo”. Pero luego preguntaba: “¿para qué escribir sobre escritores?”. En su opinión los libros de estos deben ser suficientes. La verdad es que se escribe sobre los escritores por fascinación. Para Duras quien pergeña un texto está en un estado de escribir con poca claridad. Se escribe –dice- sobre aquello que no se está seguro, el escritor nunca domina aquello que hace. Solo cuando se deja ir para algo interesante. En ese momento hay una desesperanza que se parece a una abdicación. Es entonces que la escritura llega sola.
La escritura, ese vacío que no tiene forma previamente, esa inquietud, esa perenne desazón, es la única certitud de Marguerite Duras. Declara que cuando comienza un libro está ahí, en esas páginas que se van desenvolviendo línea a línea y no lejos. El espacio, lo infinito, la libertad, ese es el libro. No es necesario decir que de un solo golpe las dificultades desaparecen. Lo que quiero decir es muy difícil de explicar, medita.

Para Duras la escritura viene de lejos, de una región diferente a la oralidad. Es la palabra de una persona que no habla. Es una especie de milagro incrustarse en el misterio de la palabra escrita, algo inquietante que no se puede comparar con nada. Escribir también se liga a la tristeza de comunicarse con una persona, el lector que no se conoce y jamás se ve. Es una experiencia particular difícil de comprender. Duras pone sobre el tapete una eterna pregunta, ¿por qué escriben los escritores? Ni se escribe ni se lee por distraerse, responde a medias, para eso hay los recitales, el cine, la televisión.
Duras admite que sus libros son un desorden total mientras dura la escritura. El amante, por ejemplo, demoró solo tres meses en terminarse. Pero ese laberinto significó una recreación, también en el plano narcisístico. El libro actúa sobre el lector, lo conmina en muchos casos a hablar sobre el texto, o a escribir. Duras recibió por él metros cúbicos de cartas. Se convirtió en volumen de cabecera de muchas lectoras pues parecía escrito como un mensaje personal. En materia estilística, Duras escogió mezclar los tiempos verbales y poner en muchos casos el sujeto al final de las frases. Curioso, esa elección después no solo fue imitada por otros escritores, sino también por los documentos oficiales.
La forma “Duras” de escribir es dejar que las palabras lleguen como quieran, atraparlas cuando nacen o cuando pasan y rápidamente escribir para no olvidarse cómo han aparecido. Es lo que llama “literatura de urgencia”. Entonces avanza sin traicionar el orden natural de la frase, solo después viene un nuevo trabajo, el cambio del orden de las frases, lo más difícil es dejarse llevar, dejar que sople el viento del libro. A veces la propia autora no sabe lo que ha hecho o lo que está haciendo y tiene la sensación de que podría estar escribiendo un libro la vida entera. Piensa, como Mallarmé, que terminar un libro es abandonarlo. Para el lector, en cambio, todo debe parecer nuevo, instantáneo.
Uno de los aspectos menos conocidos en el Perú de Marguerite Duras es su afecto por el periodismo que el público francés puede notar desde los años cincuenta en France Observateur hasta el verano de 1980 cuando la escritora se comprometió a hacer una serie de crónicas para Liberation. “Es necesario escribir para los diarios como uno camina por la calle. Uno va, escribe o atraviesa la ciudad, uno se detiene, el camino continúa, atraviesa los tiempos, una fecha, una jornada, la travesía termina”. Duras llevó al periodismo su mirada inquisidora, curiosa de todo, como el miope que ajusta todo el tiempo sus anteojos para ver mejor y no dejar que nada se le escape. Seca mirada que busca develar las interioridades del mundo, sus más recónditos secretos.
Convertida en periodista, respaldada por su enorme talento, por su voluntad de aprender nuevos modos de comunicar, y también por su humildad, que la ha tenido, aunque ha sido puesto en duda, por la costumbre de hablar de sí misma como “Duras”, la escritora logró, tocando por primera vez la cámara del filmación, lo que es más sabido, el rango de los Godard y los Bergman. Como periodista, Duras se planta en medio de la calle, deja vagar su mirada errante y se detiene sobre lo sólito que cobra valor de lo insólito. Captura así los detalles más complejos y simples de la vida de los seres humanos, los silencios, los abismos. Recoge lo que juzga importante y añade una reflexión personal que es el centro de su periodismo.
Pero ella no sabe sino escribir. Por avenidas, plazuelas, mercados, va captando historias anodinas o revelaciones del mundo. Pero cuando pergeña periodismo ella está “afuera”, es un ojo despiadado, una cámara Duras que mira lo prohibido y lo registra como ajeno, denuncia de manera indirecta lo que es intolerable, insoportable. Elige escribir para el periódico cuando no puede ya quedarse en su habitación. Comienza a escribir sin papel, pluma ni máquina, ni computadora. Está escribiendo ya mientras camina, mientras su oreja escucha una lamentable historia, mientras le traen un café a una terraza, mientras las imágenes del amante de China del Norte, que ha muerto en la realidad, ahora bien lo sabe, se precipitan a un abismo sin fondo y se confunden con las de esa pareja de adolescentes que se besan en el centro de la plaza, desesperados, como si ese instante les pudiera ser arrebatado por los que pasan, sin saber que ahí está Duras, vieja, demacrada, ausente, viviendo lo ya vivido, en otros esta vez, escribiéndolo para el diario, lanzándolo a miles y miles de lectores que la reconocen como una de las personas de más talento para penetrar en lo desconocido, en aquello que atormenta siempre a los seres humanos y que al mismo tiempo tanto conocen: el amor, la muerte, la melancolía.