El crucero del amor
I
Hacía meses que tú y Samuel rara vez se tocaban. Tampoco hablaban. O sí, pero mal y a medias. Preguntarle qué le pasaba era tan retórico como tratar de calentarlo. Cada vez que apoyabas tu mano en su sexo, era como si envolvieras dos bolas frías de cristal. Esperabas pacientemente que emanaran algún mensaje, pero éste nunca llegaba.
Ciertos hombres son así, dejan de amar de un día a otro. Como si se enfermaran.
A veces bajabas al bar del hostal, a tomar y escuchar música. El hostal, al que tú le llamabas «el hotelito», quedaba en los dos primeros pisos de una vieja casona de Recreo. Tú y Samuel vivían en la azotea. Su dueña se había ido de viaje y te pidió que en tus ratos libres te dieras una vuelta por su boliche, para ver si todo andaba en orden. Un vistazo rápido. Un informe de unas pocas líneas por e-mail del tipo «los turistas se quejan que el pop chileno suena igual al coreano», «nadie juega pool, prefieren el ping pong» o «hubo una orgía en una pieza».
A cambio de eso te dejaba usar la barra. No estaba mal.
Podías alejarte de Samuel, sin ir demasiado lejos. Beber y llorar gratis.
Cada trago te hacía llorar de una manera distinta. El pisco sour te sacaba lágrimas discretas, tipo gotera. El vodka, saladas y gruesas. El ron, apenas una picazón en la faringe. El martini te dejaba seca.
Lo que veías durante tus rondas de llanto era casi siempre lo mismo; viajeros del nuevo mundo: neozelandeses, sudafricanos, israelíes, hindúes, todos invitando a chilenas con poco mundo, a bailar, a fumar, a compartir una chorrillana.
Nunca te gustó la chorrillana.
Un atardecer de febrero, un catalán de nombre enredado quiso saber por qué estabas tomando sola. Levantaste los hombros. Nunca decías la verdad. Te contó que estaba de paso, visitando talleres de artistas para una exposición que haría en el puerto, quizás el 2017. Te habló de vanguardias chilenas, post-dictaduras latinoamericanas, identidades indígenas y cosas así. Lo escuchaste como se escucha a un pobre snob dueño de la verdad: con asombro y aburrimiento.
Pediste tu tercer martini.
Al rato, tu rodilla empezó a chocar con la del catalán al ritmo de suaves toc toc.
«Me gustaría regalarte un catálogo de mi última exposición», dijo, pendiente de lo que ocurría debajo de la barra.
Fueron a su habitación, la M.
Nunca supiste de qué trataba el catálogo.
Desde que Samuel había decidido ignorarte, tus escapes al hostal se habían multiplicado. Habías estado en la Q con un ex conscripto israelí especializado en eliminar kurdos. En la F con un bloguero mexicano. En la P con un agricultor australiano. Fueron encuentros breves, precisos, conscientes y, a su modo, satisfactorios.
Al salir de la M más tarde, ya no quedaba nadie en el bar. El cielo empezaba a aclarar. Las luces de tu casa estaban encendidas, lo que significaba que Samuel aún estaba despierto.
Siempre lo hacía: leer hasta el amanecer, comer algo en la cama, meditar haciéndose el muertito. A veces las tres cosas confluían en una misma acción que no lograbas identificar. Nunca parecía estar del todo en la realidad. Esa mitad faltante era lo que más amabas de él.
Se habían conocido cinco años atrás, en la librería Metales Pesados del Cerro Alegre. Esa tarde había «micrófono abierto». Cuando Samuel leyó un breve poema de Cecilia Casanova, tú lo aplaudiste a rabiar. Cuando tú leíste algo tuyo, él también te aplaudió. Una vez terminados los aplausos, empezaron a conversar, salieron, se casaron. A veces la gente les preguntaba por qué se habían casado. La respuesta no dejaba a nadie satisfecho: no había nada como decir «él es mi marido» o «ella es mi mujer». Samuel vivía de una herencia santiaguina (así la llamaba). Tú aportabas con varios trabajitos extra: clases particulares de castellano, talleres de escritura, becas Fondart. Compartían un proyecto.
En realidad, dos. Tener una editorial y un hijo. Todo antes de los treinta y tres.
El tiempo pasó. Los fondos estatales no llegaron. El sexo fue perdiendo brillo y constancia. El primer frenesí del amor quedó disuelto en artimañas de rutina.
Esa noche apagaste la luz del velador y te acostaste a su lado, debajo de las sábanas. Samuel estiró la mano por encima tuyo para alcanzar su bolsa de tabaco. Se había vuelto experto en no rozar tu piel.
El aire quedó silenciado de argollas de humo.
«Pensé que dormías», dijiste dándote vuelta. Te bajaste la sábana para que descubriera tus pezones. Hubieras llevado un chaleco de lana y era lo mismo. Mostrarle una sinopsis de tu cuerpo —a veces una axila o directamente el culo— era derechamente una provocación.
—Ya no vale la pena —dijo.
—¿Qué?
—Dormir.
—Puedes dormir hasta tarde si quieres. Nadie te va molestar.
Aspiró varias veces seguidas su cigarro.
—Me voy en un rato más.
Viste su bolso y unos libros arrimados al lado de la puerta. Sentiste un temblor debajo de la piel.
Te abrigaste y te asomaste al balcón a mirar cualquier cosa que no fuera ese bolso. Las luces de los cerros apagándose a los lejos. Las de las últimas estrellas sobre el cielo y las de los primeros autos recorriendo a toda velocidad la avenida costera. Buscaste alguna explicación en ese nuevo día que aún no empezaba. Entonces lo viste. Avanzaba lentamente por el mar como una torta de varios pisos, todas sus pequeñas ventanas encendidas. No se parecía a los demás cruceros turísticos. Más pequeño tal vez, más lindo. Era, y de esto no te cupo dudas, un crucero del amor; un crucero que recorría el Pacifico transportando enamorados. Se alejó hacia el horizonte, haciendo sonar su bocina. Fue una resonancia grave, como de trombón.
II
Este invierno ha llovido de manera sincronizada; un día, sí, un día no.
Tú ya cumpliste treinta y tres. El hotelito está cerrado por baja temporada. Alrededor del bar, ahora vacío, se pasean algunas gaviotas. Tienen la curiosa costumbre de ir a almorzar ahí, debajo de tu casa. Basta que una llegue con una pata de cangrejo, para que todas la sigan.
Tu primer libro va a ser publicado en una editorial de provincia.
Samuel está leyendo el manuscrito tendido en la cama, debajo de una frazada tejida a croché.
«¿Algún error?», le preguntas.
El llanto de Marina se cuela entre los chillidos de las gaviotas. La sacas de la cuna y la alimentan juntos, los tres en la cama. Tú le das de amamantar, él le saca el piñén entre un dedito y otro. Alargas tu mano hacia el velador, levantas el celular y te tomas lo que por estos días se conoce como selfie y que tú sigues llamando «autoretrato».
Luego de ofrecerle el otro pezón a Marina, le sacas los chanchos y Samuel la hace dormir en su cuna.
Cuando vuelve a la cama, Samuel retoma el manuscrito.
—Ese cuento, «El crucero del amor» —dice— Me parece que ella se acuesta con demasiados tipos. Queda un poco como una puta.
—Es normal —respondes entre risas—. Está sufriendo. Su marido ya no la quiere. Su autoestima está por el suelo…
—Y esa noche, cuando está mirando la bahía, y él dice que la va a dejar… ella debería tomarlo de una pata. Cualquier mujer haría eso —se ríe—. ¿Por qué se queda mirando ese crucero tan cursi?
Estuvieron separados dos años. En todo ese tiempo no quisiste acostarte con nadie. Pasaste el duelo escribiendo, comiendo pan batido y trotando una hora diaria. Un día llegaste corriendo hasta el puerto. Samuel se estaba comiendo una de esas pizzas frías de la Plaza Aníbal Pinto. Le había crecido la barba. Le daba las rodajas de tomates con orégano a un perro hambriento. Te quedaste mirán- dolo unos segundos. Por un momento sólo parecía un tipo alimentando un animal moribundo. Pensaste: ese hombre fue mi marido. Te acercaste a saludarlo con taquicardia. No se dio cuenta de tu look deportivo. Te contó que al fin había montado una editorial con un par de amigos. La imprenta estaba en Quilpué. Le contaste que habías terminado un libro o algo parecido. Quedaron de verse. Su editorial quería publicar autoras mujeres. Una tarde tuvieron una reunión de trabajo en el muelle Barón. Sólo a él se le podía ocurrir citarte en una roca. Aún amabas esa mitad suya perdida de la cual no era consciente. Corría tanto viento que era imposible mantener la lógica, no ser sentimental.
En un momento Samuel recitó ese poema que te gustaba: Una vez fuiste el puente/ y yo el vacío./ Otra vez yo fui el viento/ y tú el vacío./ Pero lo triste/ lo desolado/ es que no habrá otra vez.
Después de eso, empezó a buscarte todos los días. Se sentaba en el bar del hostal y esperaba a que bajaras. Hasta que bajaste.
No quieres seguir hablando del pasado. Le sacas tu libro de las manos y te tumbas en la cama, a su lado. Marina se queja en su cuna. Un sonido invertebrado.
«Debe estar soñando», dice Samuel.
Lo besas. Levanta tu chaleco, te besa una cadera, luego la otra.
Cuando ya están cansados de tener sexo, se quedan dormidos. Más tarde, te despierta la bocina de un crucero acercándose al puerto. Te asomas al balcón.
Hay neblina. Tanta, que no se ve absolutamente nada.
María José Viera-Gallo (Santiago de Chile, 1973) es autora de las novelas Verano Robado, Memory Motel y el libro de cuentos Cosas que nunca te dije (Tajamar editores).
Tras el golpe militar vivió exiliada junto a su familia en Italia. A los 20 años fue invitada por Alberto Fuguet a escribir en el suplemento cultural Zona de Contacto de El Mercurio. Verano Robado se convirtió en un libro de culto cuando fue publicado el 2006. Ha ganado el Premio Municipal de Santiago (2002), Revista Paula con su cuento “La maleta de Úrsula” (2004), y fue semifinalista del Premio Herralde de novela por Memory Motel el 2011. También obtuvo el premio al Mejor Guión –junto a un equipo de guionistas- por la película Joven y Alocada en el Festival de Sundance. Este año publicó por Hueders, Química y Nicotina una novela epistolar escrita a dúo con el narrador Maori Pérez, que asombró a la crítica y remeció la escena literaria chilena.