Escribe Lucho Aguirre
Una columna de Mario Vargas Llosa contra el feminismo radical ha provocado una airada respuesta de las más conspicuas feministas de las redes. En esencia, la columna de Don Mario protesta contra aquel feminismo que, en España, busca eliminar de las clases escolares obras que considera machistas (por ejemplo, las de Neruda o Marías). Es un tipo de debate que por aquí aún no llega (cosas del primer mundo), pero que no tardará en llegar.
—Una cuestión previa antes de seguir: un debate de ideas debe tener como requisito fundamental la buena fe. La buena fe, por ejemplo, debería hacernos buscar matices en las opiniones ajenas. Vargas Llosa no se refiere a todo el feminismo, sino al feminismo más radical. Es la misma distinción que podríamos hallar entre una derecha liberal y la DBA. O entre el islam mayoritario y el islam radical. Los matices, si se discute de buena fe, y si se planea acusar a alguien de ser un misógino o machista, son necesarios.
—La discusión es una sobre el arte y Vargas Llosa defiende la literatura porque, bueno, es lector y escritor de ficciones. En ese sentido, la buena fe también podría hacernos recordar que Vargas Llosa es el autor de “El paraíso en la otra esquina”, novela sobre Flora Tristán, socialista, activista y feminista del s. XIX. O de “La fiesta del chivo”, novela donde equipara la violación de la protagonista Urania a la violación dictatorial de todo un país (esta figura no es, dicho sea de paso, nada inusual en la literatura de este lado del mundo; podríamos recordar, por ejemplo, “Doña Bárbara” de Gallegos). Pensar que Vargas Llosa es un reaccionario, un retardatario, un misógino, con esas evidencias literarias, es un poco jalado de los pelos.
—Se podría decir, sin embargo, que esas obras de Vargas Llosa son recientes y que obedecen al cambio del clima moral en el mundo. Pero “La ciudad y los perros” en los sesentas ya denunciaba, aunque no tuviera personajes femeninos relevantes más allá de Teresita, la abominable cultura machista entre hombres. Tan violenta podía ser esta cultura, nos mostraba un joven escritor que apenas había cruzado los 25 años, que el Esclavo —un hombre— moría asesinado. Tan inmanejable podía ser el machismo que el Jaguar, el probable asesino, caía humillado por esa misma cultura.
—Pero, ¿cómo se yo que esas obras realmente son de denuncia? ¿Es que acaso las obras literarias no son abiertas, como dice Eco? ¿Acaso los valores no cambian y en efecto, lo que antes era aceptable, como Lolita de Nabokov, ahora es no solo ofensivo, sino que peligroso? Son excelentes preguntas. Yo mismo me las he hecho. Las obras literarias (o de arte) no vienen con su crítica bajo el brazo, una que diga “léeme así” o “léeme asá”. Si uno mismo defiende las obras de Vargas Llosa desde un “enfoque de género”, ciertamente podría ser posible descartarlas como reaccionarias o machistas tal como se está haciendo con las de Nabokov, Neruda o Marías. ¿En qué quedamos, entonces?
—Las respuestas no son fáciles. Pero, desde mi humilde punto de vista, las lecturas judiciales —esas que buscan acusar o defender— provienen de dos tipos de actitudes humanas. La primera es una actitud que está seriamente comprometida con la literatura y a la que le es imposible asumirla como una simple actividad imaginaria sin ningún tipo de consecuencia. Es la actitud que podríamos encontrar, por ejemplo, en Edward Said y su “Orientalismo”. El texto no es “inocente”, nos dice Said, sobre todo refiriéndose a cómo Occidente ha escrito sobre el Medio Oriente en el s.XIX. Ese “medio oriente” (medio bárbaro, poco civilizado, exótico, o ahistórico) es en realidad una invención de Occidente. He ahí el “orientalismo”. El libro es excelente y lo recomiendo. Pero luego de su lectura será muy difícil sacarse la semilla de Said de encima. Porque con ella la lectura crítica siempre será una de sospecha. El verdadero sentido de una obra no estará en la superficie, sino entre líneas, soterrado. Porque para Said, ese orientalismo iba conectado a intereses coloniales.
—Análogamente, el feminismo radical con toda razón intelectual no ve en las obras literarias escritas por hombres textos inocentes. Claro, Nabokov podía hacer de su Humbert un ser ridículo, pero, ¿por qué escribir sobre la seducción de una menor de edad en primer lugar? ¿No estaba acaso intentando normalizar algo que, en vista de las recientes noticias sobre violaciones de menores, se ha vuelto un problema mundial? ¿Qué intereses tienen los escritores masculinos? ¿No estarán intentando defender una agenda machista que mantenga inalterables sus evidentes privilegios? Tienen que admitirlo: son preguntas sumamente seductoras.
—Pero esta actitud intelectual rápidamente deviene la segunda: la directamente política. A cierto sector del feminismo radical no le interesa en absoluto la literatura. Le interesa instrumentalizar la literatura, volverla un campo de batalla, una arena de conflictos que sirva de palanca para sus intereses particulares. Esto, obviamente, no es algo inédito. Sucedió hace décadas con la crítica marxista que rápidamente derivó en lecturas judiciales sobre qué obras eran realmente revolucionarias y cuáles no, cuáles servían a intereses burgueses y cuáles no. Ciertamente, hubo crítica a ese marxismo superficial (recomiendo leer “Marxism and literary criticism” de Eagleton para un breve recuento de esos infinitos debates), pero ¿realmente importa ser preciso y justo al momento de hacer política? Es como si le pidiéramos a Becerril ajustarse a los hechos al momento de dar declaraciones. La política es la política: el terreno de la verdad a medias, de la demagogia, de la posverdad. La literatura es solo un insumo más para atacar a mis enemigos. Lo que importa es el poder.
—¿Y por qué al poder le importa tanto la literatura? Esa es una buena pregunta. ¿Por qué de pronto a este feminismo político y activista le interesa tanto llevar su lucha a las obras de arte, al punto que Vargas Llosa necesite salir a defenderlas? Por dos razones (creo). Las obras de arte son llamativas y vienen con su propia publicidad bajo el brazo. Atacar una obra de arte es muy efectista. La discusión se vuelve viral. El titular está asegurado. Y, por otro lado, ningún ser imaginario se va a defender realmente. Si uno ataca al Quijote, ningún viejo en armadura irá hacia ti a darte tu merecido. Humbert no te acusará de difamación. Madame Bovary no te querellará. Denunciar la imaginación literalmente no tiene ninguna consecuencia en el mundo real. Las ficciones no son de nadie, ni de los propios autores una vez que salen a la luz pública, y pueden interpretarse, desde una estrategia política, como venga en gana.
—Todo este debate está abierto. Por mi lado, no estoy ni con Said ni con las lecturas polítizadas de la literatura. Mi actitud es más humilde: la imaginación es a veces ingobernable, contradictoria, fascinantemente compleja. Y, salvo los panfletos o las obras programáticas, el buen arte esta ahí para despertar una imaginación que no sabíamos que teníamos, y no para movilizarnos a la lucha política (es que es realmente difícil: uno al leer literatura está echado, despatarrado, pensando en las musarañas). Los lectores de buena fe, mientras tanto, buscarán hacer distinciones teóricas que hagan la obra en cuestión más inteligible. Cosas simples como, por ejemplo, distinguir autor de narrador. O apuntar las diferencias entre un narrador en primera, segunda o tercera. O uno focalizado versus uno omnisciente. Distinciones que no deberían servir para judicializar sino para despertar la imaginación, cultivar el espíritu, porque de pan no más no vive el hombre. Es increíble: esas ilusiones llamadas arte nos emboban tanto solo por ser hermosas. Quién sabe, quizá ese sea el objetivo político último: el lujo de leer y disfrutar. Peace.