Escribe Luis Eduardo García
Algunas voces malintencionadas han acusado por años a Mario Vargas Llosa de ser ‘antipatriota’ o, cuando menos, de carecer de un compromiso genuino con el Perú. Otros, más radicales, lo acusan de vivir de espaldas al país, incluso de ser desleal.
Ninguna de las acusaciones anteriores tiene una base real o pueden ser demostradas; más bien, por el contrario, pueden ser rebatidas a partir de mínimas preguntas: ¿está el Perú presente en su obra literaria?, ¿su labor intelectual ha servido para posicionar una imagen internacional de nuestro país?, ¿cuánto han servido sus ideas, como intelectual, para que los peruanos nos conozcamos?, ¿sus opiniones han ayudado a moldear una idea de país en el debate público?, ¿sus vínculos con la patria han ido más allá de la simples ideas?
Todas las preguntas anteriores tienen respuestas, al margen de los errores y equivocaciones que ha tenido Mario Vargas Llosa como ser humano, intelectual, escritor y ciudadano: el Perú atraviesa toda su narrativa, implícita o explícitamente; es un personaje que ha proyectado una imagen mundialmente conocida del Perú a través de su literatura y sus opiniones; algunas de sus novelas, como «La ciudad y los perros», son una metáfora social de este país: diverso y plural, siempre bullente; ha ayudado a construir, a través del debate público, una idea de nación; y su compromiso con el Perú lo ha llevado a la acción política, no siempre con éxito.
Cuando Mario Vargas Llosa recibió el Premio Nobel El 7 de diciembre del 2010 afirmó lo siguiente en su discurso, un discurso que acalló las voces malintencionadas de algunos críticos en relación a sus vínculos con su país: “No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman ´las raíces’, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí«.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole […]”.
La relación de Mario Vargas Llosa sobre el Perú está expresada de manera sucinta en estas otras ideas que pronunció en ese famoso discurso del 2010: “Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de ´todas las sangres’. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!”.
En su libro «El país de las mil caras. Escritos sobre el Perú. Obra periodística II» (Alfaguara, 2024, 825 pp.), de reciente aparición, podemos rastrear esta relación especial que tiene con el Perú y que, él mismo, comparó con la de Vallejo en el escrito homónimo que publicó en 1983: “Pero es un hecho que las cosas de mi país me exasperan o me exaltan más y que lo que ocurre o deja de ocurrir en él me concierne de una manera íntima e inevitable. Es posible que, si hiciera un balance, resultaría que, a la hora de escribir, lo que tengo más presente del Perú son sus defectos. También, que he sido un crítico severo hasta la injusticia de todo aquello que lo aflige. Pero creo que, debajo de esas críticas, alienta una solidaridad profunda. Aunque me haya ocurrido odiar al Perú, ese oído, como el verso de César Vallejo, ha estado siempre impregnado de ternura”.