Escribe James Quiroz
Caminaba por Barranco y recordé a esos dos célebres poetas, amigos de las tardes de comienzos del siglo XX y los imaginé charlando de todo menos de poesía, atentos a los cambios de color de las tardes barranquinas, sintiendo el peso del paso de los tiempos, agazapados bajo la noche dormida, junto a otros duendes, tras el telón de misterio dibujado por la neblina. Tenía que conocer sus moradas, sobre todo la de Martín Adán, una tarea pendiente que cumplí esa mañana en que estuve frente a la fachada de su casa que no era precisamente de cartón.
Me conmovió constatar que la vivienda, hoy con una placa conmemorativa que recuerda que ahí vivió el poeta, permanece casi idéntica a la que aparece en la icónica fotografía tomada por Baldomero Pestana en 1960, un Martín Adán ya adulto, con gafas, leve sonrisa de hombre bonachón y bigote cano.
En una entrevista, reconocía admirar la poesía de Miramontes, Eguren (el otro duende, cuya casa también visité esa mañana) y Vallejo. En prosa, a Garcilaso de la Vega, Ricardo Palma, Ciro Alegría y Mario Vargas Llosa. Revelaba que su seudónimo lo creó junto a Mariátegui y de no haber sido escritor hubiera sido abogado. “¿Y si usted fuera elegido presidente del Perú qué es lo primero que haría? – Renunciar”, enfatizaba sin atenuantes.
“Lima tiene hermosos crepúsculos. Yo, por ejemplo”
Y así, entre vagas reminiscencias de sus cartas y entrevistas, regresé a Trujillo lleno de vida y con la satisfacción de haber encontrado una pieza esencial del rompecabezas biográfico que a veces uno necesita para recrear el perfil poético. Venid a ver la casa del poeta, hubiera dicho César Calvo.
Adán o, mejor dicho, el ciudadano Rafael de la Fuente Benavides, no provenía de una familia cualquiera (era nada menos que sobrino del presidente Benavides) y hubiera podido trabajar en cualquier lugar si así lo hubiera querido. Gracias a la influencia familiar fue designado gerente del Banco Agrario en Arequipa. Pero Rafael no estaba para tolerar a viejos rancios de la política y, menos, los ambientes kafkianos de la burocracia. Por eso, ante los primeros recelos de los funcionarios que cuestionaron su idoneidad en el cargo, el poeta les espetó que solo había llegado “a hacerlos cojudos”. A tres meses de haber llegado, renunció. El presidente Bustamante, de quien se había hecho amigo en las noches bohemias de Arequipa, muchos años antes de que este llegara al poder, le ofreció un generoso empleo en Palacio: ordenar sus documentos, redactar sus discursos, cama adentro y una secretaria personal para que le pase a máquina sus poemas. Lo rechazó.
Martín Adán y el abandono
¿Por qué ese abandonarse, ese desdén por el contacto humano, por las relaciones interpersonales? Siendo poéticos, ¿podríamos decir que la soledad era acaso un síntoma de su genialidad?
“Si quieres saber de mí, vete a mirar el mar”.
El mar de Barranco. El mar de Pacasmayo.
Otro elemento que incentivó mi curiosidad por el autor de La mano desasida fue el descubrir que tenía raíces en el puerto liberteño (mi familia es oriunda de Pacasmayo). Su contacto con el mar. Se sabe que por su arraigo familiar el poeta frecuentó el puerto durante su juventud. Incluso, poemas suyos aparecen publicados en La Unión, diario pacasmayino de la época.
Echar mano de los datos biográficos para construir al personaje o, por lo menos, intentarlo. El poeta debe haber visto el imponente muelle construido en tiempos de Balta y debe haberse sugestionado con la imagen literaria del atardecer local. En aquel tiempo el muelle de Pacasmayo era el triple de su tamaño actual, uno de los más grandes del Perú por aquel entonces junto al de Puerto Eten. Por eso Barranco era su orilla segura. Lugar del que apenas se movió de adulto, etapa en la que prefirió los albergues y hospitales.
Y así, su poesía se me volvió cercana e indispensable, aunque tuve que atravesar por un proceso de asimilación que tardó algunos años. La casa de cartón fue el primer descubrimiento universitario. Una obra pulcra y arrogante para un púber que dice haber escrito el libro por mero divertimento:
“La ciudad lame la noche como una gata famélica
Y tú eres un hombre feliz, quizá el único hombre feliz”.
Los poemas Underwood. ¿Qué clase de Rimbaud vivía en Lima en los albores del siglo XX? Escrito con la desfachatez del adolescente y con la agudeza de un viejo. El libro fue el primer puente al universo martinadanesco. Luego vinieron La rosa de la espinela y Travesía de extramares, su obra más barroca y densa que me resultó inaprensible en la adolescencia. Tras algunos años de reposo impuesto a causa de esa experiencia, volvió de forma definitiva, como un duende esquivo que evita que sus lectores lo encuentren, que, más bien, escoge a sus lectores.
Escrito a ciegas y La mano desasida, dos de sus obras capitales, me deslumbraron por su profundidad y su rigor estético. La piedra absoluta, Mi Darío y Diario de poeta llevan el camino de la especulación existencial y el sobrecogimiento a su más alto nivel. El ser abandonado que deambula por la tierra compadeciendo a su suerte, arrastrando su cuerpo, queriendo alzar vuelo, inútilmente. Celebrando el tránsito, elogiando lo eterno y sus símbolos.
“Estoy tan defuera de todo!
“¡Martinica!”, le gritó con cariño y, con segunda, Juan Ojeda, ya avanzado en tragos, en el bar Palermo. Martín Adán, inquieto, no se ofendió: “Recién comienzan a ser hombres”, retrucó. Cuánto habrá influido su estar “defuera de todo” en su delgada vitalidad, en su aceptarse en género y en singularidad, en su hermetismo y en su silencio. En su sentirse de paso. En su conmovedora poesía. Una de las más altas cimas de la poesía peruana, a pesar suyo.