Escribe Rodolfo Hinostroza
Hace poco más de veinte años, me tocó la suerte de vivir en plena Bajada de Baños de Barranco, en lo que entonces se había llamado la «Casa de la poesía», que alquilé por un precio irrisorio. Era un caserón inmenso y vacío, cuyas dos primeras habitaciones — las más pequeñas — había logrado llenar con algunos muebles, dejando lujosamente despoblado el resto, en donde mis pasos resonaban en múltiples ecos, cada vez que emprendía una expedición hacia el baño, que quedaba en un casi inexplorado rincón de la barraca. Barranco, por aquel entonces, era un fiel reflejo de mi penumbrosa y desértica casa: había muy escasos restaurantes y cafés, casi todos de chinos y Japoneses, populares y pobretones —Miyasato, el chifa Chung Yion— y el único que pretendía a los oropeles de la sofisticación, era uno que se llamó creo «La pinta», que un audaz Yugoslavo plantó en pleno Parque Municipal con un profético sentido de los negocios que se adelantó un par de décadas a los acontecimientos pero que quebró al año, sin duda por falta de clientela, siguiendo el melancólico destino de los precursores. En toda esa cuadra que ahora es tan cotizada como el Jirón de la Unión o Larco, no había sino la farmacia de la esquina, el relojero japonés y el ya inmortal, clásico, benemérito «Juanito», especialmente concurrido los domingos por la mañana, en el que los varones, después de haber soportado estoicamente la misa, iban a echarse unos huaracazos entre pecho y espalda para olvidar los rigores del Tantum Ergum, y entonarse para el almuerzo familiar y provecto.
Una que otra polleria había hecho su aparición a lo largo de la Avenida. Grau, el local de «La lagunita» cambiaba continuamente de vocación y sin duda de concesionario, herido de muerte por el famoso escándalo del club «Vive como quieras» de fines de los años ’50 y en realidad el viejo balneario envejecía apaciblemente, como un paquebote en el Mississipi, con guirnaldas marchitas, un meticuloso aire de provincia, y unos cuantos poetas y turistas que, de tarde en tarde, despertaban la novelería del vecindario.
Hay sin duda quienes añoran éste Barranco que se ha ido, a velocidad de crucero, estos últimos años. Pero ese no es mi caso, y en consecuencia, a mí me gusta más como está ahora a como estaba antes, dejando aparte algunas huachaferías e inconsecuencias; ahora por ejemplo ir a Barranco es sinónimo de ir a pasar un rato agradable. Es también diferente de ir a Miraflores, o al Centro, porque ya de entrada, la intención es distinta, las expectativas son otras, las posibilidades son más variadas, y el personal de la noche es también singular. La prueba es que, a veces, uno puede sostener una conversación inteligente con personas encontradas en algunos de los múltiples locales que pueblan la noche Barranquina, cosa que es virtualmente imposible en una discoteca de San Isidro por ejemplo, o en un night club del Centro de Lima.
No voy a dedicarme aquí a enumerar la diversidad de nuevos locales que han aparecido en los alrededores del Parque Municipal, muchos de ellos carecen de personalidad, de calidad o de carisma, el caso es que se encuentran singularmente vacíos, cuando en otros lados la cosa está que arde. De todos modos, yo soy hombre de costumbres, y del mismo modo que, hace más de 20 años frecuenté «La pinta» hasta que infortunadamente quebró, cada vez que voy a Barranco termino prisionero del «Triángulo de las Bermudas» —El hornito, la Taberna del 900, La estación— y de su cuarto mosquetero, Juanito, que posee el oscuro prestigio de lo inexorable. Aunque aveces el humor me dicta una larga escala en «Las mesitas», o un descanso a las tinieblas del «Nosferatu» o una rápida incursión a la cremoladería «Curich» en estas nerviosas noches en las que acecha, como un guillotina, el toque de queda.