Un cuento de Sarko Medina Hinojosa
El sueño es el mismo: un cable de fibra óptica lo arrastra hacia el fondo del mar y descubre que allí abajo viven todos los muertos de la humanidad, en una segunda existencia. Despierta sin sobresaltos. Al principio, cuando el fenómeno apareció, esos sueños lo volvían loco, despertaba asustado y gritando, como casi toda la humanidad, o lo que quedaba de ella. Estaba en el cuarto que alquilaba en Paucarpata. Se preparó el desayuno en el primus de kerosene que usaba. Huevos fritos y plátano maduro.
Antes de que todo cambiara, Mario era técnico especializado en comunicaciones submarinas para Telefónica. Viajaba cada tres meses a reparar las conexiones que mantenían al Perú hablando con el mundo. El último año lo ascendieron y trabajaba como jefe de estación. Ganaba bien, tenía casa propia en Miraflores, una camioneta. Sus hijos estaban ya casados y vivían en Europa. Él pensaba en formalizar con Lucía, su entonces pareja, en diciembre.
Eso era hace un año.
Al salir a la calle, el olor a basura le llenó las fosas nasales con violencia. Rara la mente humana, esos olores le recordaban el cebiche, las jaibas en parihuela, el lenguado frito. Todo lo que venía del mar. Escuchó por Radio Santo Domingo que las latas de atún costaban 300 soles ahora. «Tanto nos burlábamos del cebiche boliviano y míranos» le dijo hace una semana Alondra, mientras revisaba los cables de la antena de esa misma radio. Lo que daría por unas conchitas a la chalaca que sabía comer por La Victoria. Pero era imposible: nadie había comido pescado fresco del mar en más de once meses en el país, y era posible, si todo terminaba de confirmarse, que nadie en el planeta lo hubiera hecho en ese lapso de tiempo, a no ser congelado o enlatado. Las truchas de río o los filetes de paiche no sustituían el aroma a mar, nunca lo podrían hacer.
Era martes cuando pasó. Mario estaba en su oficina revisando reportes de mantenimiento cuando sonó la alarma. Todas las conexiones internacionales se cortaron de golpe. Pensaron que era un ataque cibernético, después que tal vez un terremoto había dañado los cables.
No era eso.
Los reportes llegaron confusos al principio: barcos desaparecidos, aviones que no regresaban de vuelos sobre el océano, pescadores que simplemente se desvanecían. Luego la confirmación terrible: cualquier cosa que tocara el agua del mar era absorbida hacia adentro, como tragada por algo hambriento.
Solo funcionaba la comunicación interna y algunos enlaces por satélite que se saturaron inmediatamente.
Mario fue parte del equipo de emergencia que trató de entender qué había pasado con los cables. Revisaron los mapas, las rutas, las conexiones terrestres. Nada. 1.3 millones de kilómetros de fibra óptica habían desaparecido bajo el agua junto con las estaciones repetidoras submarinas.
—Imposible reparar esto —había dicho el jefe de operaciones—. Tendríamos que tender cables completamente nuevos.
—¿Y cómo? —preguntó Mario—. No se puede ni acercar un barco al agua.
En los días siguientes, a través de la televisión digital y algunas páginas cuyos servidores se encontraban en América, vieron los intentos de la Marina de Guerra del país de echar botes al mar, los cuales ante cámaras fueron arrastrados inmediatamente hacia el fondo. Algunas personas trataron de tirarse al mar y desaparecieron. Ningún pescador que saliera en días anteriores regresó, los puertos del Callao, de Chancay y de Matarani fueron consumidos por el fenómeno. Las aves mismas ya no se atrevieron a avanzar hacia el mar; muchas de ellas fueron grabadas cayendo irresistiblemente al océano Pacífico, el cual, desde ese día, realmente tenía un aspecto tranquilo, aterrador y monstruoso.
Los meses que siguieron fueron un infierno de condiciones irregulares. Las comunicaciones internas en el continente se restablecieron parcialmente. Cuando se comprendió que el fenómeno continuaba, el Gobierno del Perú se volvió permanente; la inquilina del Palacio de Pizarro decidió que no podían abandonar la presidencia. Se extendió el mandato por seis meses, luego por otros seis y así, retrasando las elecciones indefinidamente. Lucía terminó con él al quedar desempleado y sus fondos perdidos ante el colapso del sistema financiero mundial. La gente, con el tiempo desempleada y luego de varios asaltos a supermercados y enfrentamientos sangrientos con el Ejército, empezó a emigrar a la sierra o la selva. Allí por lo menos había alimentos.
Él regresó a Arequipa.
Conoció a Alondra cuando estaba casado con su anterior compromiso, la madre de sus hijos. Ella era practicante de periodismo y él un ingeniero con mucho carisma que iba como especialista a la radio a dar entrevistas sobre la Televisión Digital. Tuvieron su aventura que terminó con el descubrimiento por parte de su esposa, la amenaza de divorcio y el viaje a Lima a un nuevo trabajo lo alejaron de saber de ella. Una llamada por línea normal a su departamento dos semanas atrás y la noticia: que, si no tenía trabajo, fuera a Arequipa, que Radio Santo Domingo se convertiría en central radiofónica para llamadas internacionales y necesitaban a un especialista.
Ese día terminó de arreglar los amplificadores de señal y los transceptores de alta frecuencia necesarios. Estaban a una semana de abrir los espacios para que las personas pudieran comunicarse con sus familiares en otros continentes. Él mismo lo probó con sus hijos y pudo saber que estaban bien, pero que pasaban problemas económicos, como todos. No podía ayudarlos, ni siquiera comunicarse por mucho tiempo. Parte del mismo se perdía entre los brazos de Alondra, sabiendo que se estaba aprovechando de un momento emocional de ella y de él mismo. Pero no se arrepentía; ese trabajo le estaba permitiendo vivir, porque de campo no sabía nada y a su edad no estaba para desgranar maíz en ningún lugar.
Al día siguiente se despertó con una idea extraña: tal vez los cables seguían funcionando allá abajo. Tal vez los mensajes seguían viajando por las profundidades, entre las criaturas que ahora habitaban ese espacio prohibido. Solo que la conexión con tierra era lo que se interrumpió. Tal vez había una internet submarina que nadie podía tocar pero que seguía existiendo, llena de conversaciones perdidas, correos que nunca llegaron, videollamadas que se cortaron para siempre.
Se levantó y preparó su desayuno. En unas horas llegarían las primeras familias a hacer sus llamadas internacionales. Escucharía de nuevo las lágrimas, las súplicas, los «¿me escuchas?» que se cortaban en medio del vacío.
Mientras tomaba su café, Mario encendió la radio de banda corta que usaba para monitorear frecuencias. La atmósfera estaba limpia esa mañana, ideal para la propagación ionosférica. Giró el dial lentamente, buscando señales lejanas. De pronto, entre la estática, escuchó algo que lo hizo derramar el café sobre la mesa.
Era código Morse. Débil, pero claro. Y reconocía ese patrón: era el protocolo de emergencia que usaban los repetidores submarinos cuando detectaban fallas críticas en la red y la señal provenía justo de uno que él tenía mapeado.
¿¡Los cables seguían funcionando allá abajo!?
Mario agarró papel y lápiz, empezó a transcribir. El mensaje era simple, repetitivo:
– — -.. — … -.-. — -. . -.-. – .- -.. — … TODOS CONECTADOS
.–. .-. — -. – — .. .-. . — — … .–. — .-. ..- … – . -.. . … PRONTO IREMOS POR USTEDES
. .-.. — .- .-. -. — — .-.. …- .. -.. .- EL MAR NO OLVIDA
Se quedó mirando las palabras hasta que la transmisión se cortó. Afuera, Arequipa despertaba a otro día sin océano. Pero allá abajo, en las profundidades prohibidas, tal vez el mundo seguía hablando y ahora amenazando.