Escribe Pablo Sánchez *
Investigador Ramón y Cajal. Universidad de Sevilla
Una posible historia de la narrativa hispanoamericana del nuevo milenio podría empezar razonablemente, al menos en términos didácticos, con el premio Biblioteca Breve de Seix Barral que, con eficacia comercial, resucitó el editor Basilio Baltasar en 1999 y que ganó Jorge Volpi con En busca de Klingsor. Esa novela institucionalizó la aparición de una nueva vanguardia narrativa hispanoamericana, joven, ambiciosa y algo «parricida». Sin embargo, tal vez esa historia empezó realmente de forma menos carismática unos años antes, con el polémico premio Planeta que ganó Ricardo Piglia en 1995 por Plata quemada, que, como es sabido, fue el inicio de un largo y en muchos sentidos penoso proceso judicial. Que un referente de la posmodernidad más culta y difícil como Piglia acepte jugar con las prosaicas reglas del consumo masivo es quizá más relevante en términos socioliterarios que el triunfo de un joven novelista mexicano que impresiona a buena parte de los lectores con su renuncia deliberada a tratar temas autóctonos. Tal vez ahí, en la rendición simbólica de Piglia, podemos encontrar el pórtico del triunfo mercadotécnico en la literatura actual en español. El triunfo, en definitiva, de una ambivalencia esencial para el escritor: mejores condiciones profesionales a cambio de someterse a la disciplina de la industria editorial.

Evidentemente, historiar un proceso literario a partir de las técnicas mercantiles y publicitarias contribuye en cierto modo a consagrarlas, y en ese sentido habría que buscar otros momentos emblemáticos. Pero no se puede prescindir de la evidencia: la abrumadora mercantilización de la literatura del nuevo siglo es indispensable para entender cómo se está configurando la nueva jerarquía de obras y autores y cómo se están imponiendo unos códigos de comportamiento en el campo literario (hay aproximaciones hispanoamericanas al fenómeno como la de Escalante Gonzalbo 2007). El nuevo circuito, como corresponde a la era global, es transnacional; es cierto que coexiste con los circuitos nacionales y aun regionales de producción y consumo, y por ello pueden circular, al mismo tiempo, obras de autores de prestigio regional y distribución escasa como el peruano Zein Zorrilla junto a autores alfaguarizados más jóvenes como su compatriota Santiago Roncagliolo. Sin embargo, lo que llama la atención es que las ventajas (y arbitrariedades) del mercado pueden situar a este último en una posición mucho más perdurable, y no sólo económicamente.
No es, por supuesto, la primera vez que hay tensiones entre autonomía literaria y poder del mercado editorial en América Latina, pero ciertamente la situación actual tiene unas características particulares que podemos empezar a analizar, aunque sea con la prudencia que exige la falta de perspectiva histórica. En los años setenta del siglo XX, críticos tan reputados como Ángel Rama o Antonio Cándido mostraban su preocupación por el modo en que la vulnerabilidad cultural latinoamericana propiciaba la injerencia de instituciones externas y en muchos sentidos alienantes. Temían que el cosmopolitismo imperante y la ansiedad de modernización marginaran el tesoro de tradiciones literarias locales forjadas desde el siglo XIX sometiéndolo todo a una nueva forma de dependencia cultural. En otras palabras, temían que el control del sistema cultural, la capacidad para legitimar y distribuir, quedara en manos de figuras poco preocupadas por el destino común hispanoamericano o latinoamericano. Eran los años del boom, que generó tantas polémicas y tantos agravios por el nuevo e inesperado reparto de dividendos. Pero entonces la cultura industrializada, aunque empezaba a imponerse, no tenía la misma fuerza de hoy, y aún tenía enfrente a un rival poderoso: la cultura socialista, promovida básicamente desde la Cuba revolucionaria. Hoy, en cambio, la vanguardia parece estar, por fin, en el mercado, y ese fenómeno sí es, como mínimo, novedoso (algunas voces incluso dirán que es alarmante). La era global de la narrativa hispanoamericana está creando una nueva relación de fuerzas en la que cada vez son más evidentes, incluso entre la propia crítica, el prestigio del mercado y la docilidad general frente a las estrategias empresariales. Sin entrar en alarmismos pseudoproféticos, podemos decir que asistimos a una reorganización de la literatura hispanoamericana como sistema o como conjunto.

Ese cambio de las relaciones de fuerzas deriva en buena medida de razones internacionales de tipo ideológico consolidadas desde la última década del siglo pasado: la democratización de las sociedades hispanoamericanas bajo parámetros más o menos liberales y el descrédito del socialismo europeo como alternativa práctica y crítica marcan, tanto como el auge de la cultura electrónica, unas nuevas reglas para la recepción y valoración de las actividades artísticas. Hay, por supuesto, diversas excepciones y estrategias de resistencia, pero eso no invalida la importancia de esas dominantes sistémicas. Desde los centros académicos estadounidenses se reflexiona intensamente sobre la articulación de respuestas poscoloniales, pero hay que admitir que poco pueden hacer esas élites intelectuales frente a la fuerza masiva del mercado.
Para completar este panorama se debe añadir otro factor que aquí me interesa especialmente: la reentrada del sistema editorial español en posición hegemónica. Desde finales de los noventa España se ha configurado como nuevo centro de producción y consumo, especialmente en cuanto a la narrativa de Hispanoamérica (la poesía y el teatro merecerían un estudio aparte, y sin duda, las condiciones son sustancialmente distintas). Al clásico vigor editorial barcelonés, de larga tradición hispanoamericanista, se ha sumado de nuevo Madrid, una ciudad que en algunas épocas ya funcionó, o al menos intentó funcionar, como centro de difusión y consagración (por ejemplo, durante la Segunda República). Hoy muchos novelistas se han instalado en España buscando oportunidades profesionales y las editoriales españolas están ampliando su catálogo incluso contratando los derechos de autor de los clásicos de la segunda mitad del siglo XX (el caso más claro es Alfaguara).
No voy a abrumar innecesariamente con datos, pero la evidencia es que en la actualidad España importa de Hispanoamérica muchísimos menos libros de los que exporta; casi diez veces menos, según algunos estudios (Escalante Gonzalbo, p. 279). Esta asimetría no es sólo una desproporción demográfica; puede ser fundamental en la creación de nuevas dinámicas centro-periferia para el desarrollo cultural en lengua española. Nos movemos en un mercado transnacional, y como tal mercado en él se están cumpliendo las lógicas mercantiles más elementales: Alfaguara o Planeta actúan con la misma obsesión por la rentabilidad de Telefónica o Repsol. Pero lo más importante es que ese poder de los oligopolios editoriales españoles está consolidando, en el terreno literario, una nueva vanguardia, porque promueve unas determinadas posibilidades estéticas en lugar de otras.

Cabría la posibilidad, algo ingenua en nuestro actual contexto ideológico, de pensar que el proceso no es tan influyente como pudiera parecer, que es una tendencia provisional o superficial y que la novela hispanoamericana puede circular y desarrollarse plenamente al margen de esas estrategias comer ciales, que quizá caduquen más pronto de lo que pensamos, por culpa preci samente de las propias lógicas del mercado. Pero hay datos que contradicen ese diagnóstico e inducen a pensar que, en un campo literario tan extenso y fragmentario como el hispanoamericano, el mercado puede convertirse ya en la máxima autoridad de selección y jerarquización, de la misma manera que está sucediendo en tantos ámbitos sociales. Un ejemplo de deliberada estra tegia canonizadora sería la función ancilar de las diversas recopilaciones de lo que podríamos llamar, actualizando un marbete de otra época, «nueva oferta narrativa hispanoamericana»: Líneas aéreas, McOndo o Palabra de América no coinciden siempre en la lista de nombres, pero sí en la voluntad de establecer un cambio generacional en el que las editoriales españolas aspiran a tener la decisiva capacidad de mediación. La desterritorialización de la cultura que corresponde a los nuevos tiempos tecnológicos y políticos está creando una vanguardia internacionalista, muy apta para funcionar en el mercado global, y las editoriales españolas están aprovechando de forma aparentemente bastante rentable ese nuevo movimiento. Eso significa, por supuesto, que Vargas Llosa y Fuentes siguen siendo modelos de comportamiento socioliterario, por encima de Arguedas y Rulfo.
A ello habría que añadir que la estrategia de los premios literarios españoles ya no alcanza sólo a los jóvenes narradores, sino que veteranos de prestigio como Daniel Sada o Alonso Cueto están entrando en el juego. Mondadori ha contribuido al afianzamiento internacional de César Aira, y otro tanto podría decirse de cómo Alfaguara ha popularizado la escritura iracunda de Fernando Vallejo. Y, por encima de todos, destaca la totemización, claramente enfática, de Roberto Bolaño como figura canónica, que revela cierta orfandad simbólica de los nuevos narradores. Sin cuestionar los innegables méritos y la originalidad del novelista chileno y sin olvidar que la obra de Bolaño ha sido publicada mayoritariamente por una editorial como Anagrama (es decir, una editorial que no forma parte de los grandes conglomerados empresariales), su encumbramiento póstumo es un perfecto síntoma de la necesidad, por parte de críticos, medios de comunicación y autoproclamados herederos novelísticos, de reorganizar la narrativa hispanoamericana a partir de nuevos modelos que sirvan para jerarquizar el flujo desmesurado y, en muchos sentidos, inabarcable de novelas de los diferentes países hispanohablantes.

Desde luego, la relación editorial de la literatura hispanoamericana con España tiene muchísimos antecedentes célebres y no debería sorprender, en principio, que volvamos a encontrarnos en un periodo de interés por parte de España. Desde, al menos, la edición barcelonesa de Montaner y Simón de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma (1893-1896), en cuatro volúmenes, con una tirada inicial de veinte mil ejemplares, han sido muchas las intervenciones de la edición española para aprovechar las deficiencias seculares de la comunicación en el continente americano. Y aun- que no siempre la literatura hispanoamericana recibía la misma valoración estética en la península que en ultramar, hay asimismo casos significativos en los que la aportación española fue decisiva en la evolución hispano- americana. Unamuno y Menéndez Pelayo inauguraron las lecturas cultas y canonizadoras de Martín Fierro antes de que llegaran Lugones y Borges. José Bergamín ayudó a la difusión de la poesía de César Vallejo, y Carlos Barral fue el descubridor «oficial» del talento de Mario Vargas Llosa. El intercambio transatlántico no siempre ha pasado a la historia literaria con connotaciones negativas, a pesar de las muchas polémicas, como la famosa del «meridiano cultural» en 1927 o las que hubo en los años del boom.
La diferencia es que esta vez el régimen de dependencia, a pesar de su evidente sentido neocolonial, goza de una aceptación insólita, hasta el punto de que poco se habla de ello, a ambos lados del océano; o al menos poco se habla de ello en los medios hegemónicos. Sin embargo, el hecho de que el sistema español controle y absorba un alto porcentaje de la nueva narrativa hispanoamericana no es solamente una asimetría demográfica y, por supuesto, económica: implica, en pocas palabras, un peligroso porvenir para la ignorancia. La capacidad española para producir hoy discursos sobre Hispanoamérica puede ponerse en cuestión sin demasiada dificultad. No es, desde luego, una situación homologable a la relación de Estados Unidos con América Latina; se puede discutir mucho sobre la idoneidad de esa relación, pero al menos en los centros académicos se genera un gran porcentaje de saber sobre América Latina. El hecho de que el poder sobre el pensamiento latinoamericanista actual se sitúe en Estados Unidos gracias a la diáspora intelectual de lengua española es un fenómeno importante y merece un estudio neutral y riguroso. Pero la relación con España no tiene, desde luego, un similar alcance intelectual. Los criterios españoles se basan muy directamente en el afán de lucro o en una sospechosa actitud de paternalismo. No se trata solamente de que para el lector medio español, consumidor de Almudena Grandes o Juan José Millás, América Latina sea un todo borroso y amalgamado que apenas conoce por indicios turísticos; o de que la crítica española carezca muy frecuentemente de información y de criterio incluso antropológico acerca de temas de América. El problema es mucho más profundo: empieza con el menosprecio histórico de la cultura hispanoamericana por parte de España (muy visible, por ejemplo, en el mundo universitario), sigue con la falta de autocrítica sobre la huella colonial española (cada 12 de octubre, digamos) y llega hasta la obsesión neoliberal de algunos medios de comunicación e instituciones españolas por intervenir y ofrecer imágenes tendenciosas de la realidad cultural y política hispanoamericana.
Algunos creemos que la falta de pluralidad crítica en los medios de comunicación españoles es un fenómeno ya demasiado evidente que se debe, sobre todo, a la dinámica de concentración empresarial de las últimas décadas, pero ese tema es especialmente notorio cuando se trata de Hispanoamérica, a causa de la importancia innegable de las inversiones económicas españolas. Algunas voces como la de Vicenç Navarro (2009) han llamado la atención sobre esa ausencia de diversidad ideológica en los medios supuestamente progresistas. Se podrían multiplicar los ejemplos, pero bastaría con pensar en la presencia, habitual hasta la machaconería, de Hugo Chávez en los medios españoles, cuando la inmensa mayoría de la población desconoce no sólo el nombre de su predecesor en el cargo, sino la compleja realidad política de otros muchos países a los que apenas se presta atención massmediática. En este contexto, destaca especialmente la actitud de los poderosos medios del grupo editorial, que, a pesar de algunas excepciones, ejercen por lo general una crítica muy severa contra las tentativas hispanoamericanas de una izquierda populista o estatalista que pueda poner en peligro los intereses económicos españoles. Esa actitud por parte española no es simplemente periodística: puede tener y, de hecho, tiene consecuencias en el conjunto de la actividad literaria, no sólo por la formación de los hábitos de lectura de los lectores españoles que pueden comprar las novedades hispanoamericanas, sino también por la entrada de escritores hispanoamericanos en la sinergia productiva de ese grupo empresarial (véanse algunos ejemplos en Sánchez 2008).

Es cierto que la comunicación cultural hispanoamericana siempre ha estado muy lejos de ser eficaz, y que, por ejemplo, entre México y Perú hay también enormes distancias y errores de representación, o sea que no todo se puede achacar a la creciente hegemonía española y a su oportunismo comercial. Si España o Estados Unidos pueden dominar, en diversos sentidos, la esfera del latinoamericanismo, en buena parte es por el poder y la rigidez de los nacionalismos culturales. De hecho, hay que admitir que tal vez sin la contribución de la edición española sería muy difícil para muchos escritores salir de sus ámbitos nacionales. Pero esa solución genera nuevos problemas, porque la imagen que en España críticos, lectores y editores tienen de la realidad hispanoamericana es objetivamente deficiente (¿quién conoce en España, fuera de las minorías académicas, a Mariátegui, a Arlt, siquiera a Andrés Bello?). Por eso, un esfuerzo generado desde Madrid o Barcelona por homogeneizar una totalidad tan contradictoria (en los términos famosos de Cornejo Polar) puede suponer cambios hasta cierto punto traumáticos para la cultura hispanoamericana, e incluso un grado de atrofia cultural. En ese sentido, no sabemos si la «herejía» literaria que ahora promueven las editoriales españolas (una red informal compuesta por Volpi, Padilla, Paz Soldán, Roncagliolo, Iwasaki, Fresán, Thays y tantos otros) quedará convertida finalmente en nueva ortodoxia dentro de unos años, pero la estrategia está en marcha y algunas consecuencias ya son comprobables.
Escapa a los límites muy ajustados de este trabajo realizar un examen exhaustivo de todas esas consecuencias a la altura de 2009, porque para ello deberíamos, ante todo, analizar un corpus realmente significativo de textos de creación y de crítica, y esa tarea exige más tiempo y muchas más páginas. Tampoco se trata de realizar ningún tipo de proclama o manifiesto o ajuste de cuentas público, ya que podría ponerse en duda, legítimamente, la objetividad de quien esto escribe. Incluso podría decirse, no sin razón, que algo hay de retórica manida y previsible en la prédica antimercantil. Pero podríamos pensar al menos en lo interesante que sería una especie de observatorio de la globalización literaria que registrara e interpretara objetivamente los cambios actuales, es decir, que contrarrestara racionalmente el desbordamiento publicitario actual. La agenda inmediata de ese posible observatorio tendría que prestar atención a toda una serie de factores que afectan actualmente a los sistemas literarios de lengua española.
Por ejemplo, habría que observar cuál es el sentido simbólico de la misma idea de «escritor hispanoamericano» hoy, cuando la unidad continental, que generó discursos literarios muy variados en el pasado, vive uno de sus momentos más bajos de credibilidad. Del mismo modo, habría que estudiar hasta qué punto la promoción de la narrativa hispanoamericana desde España privilegia, por un lado, una tendencia cosmopolita susceptible de traducción a otros mercados, y, por otro lado, una tendencia a reforzar estereotipos nacionales hispanoamericanos, en particular los que tienen que ver con la violencia social. Muchos de los nuevos narradores que publican o han publicado en editoriales españolas se muestran, siguiendo el ejemplo de Bolaño, muy críticos con el realismo mágico epigonal de Isabel Allende y similares. Pero esa no es, probablemente, la clave de la nueva poética de esos narradores, ni la clave de su actual atractivo para los editores españoles. Esa clave habría que buscarla en otros aspectos: la ausencia de radicalismo ideológico, por ejemplo, o el desinterés por la experimentación formal y la complejidad anticomercial del texto. Pero también habría que ser cautos en ese punto: aunque el mercado los sitúe en la misma mesa de novedades libreras, no parece fácil aglutinar a un autor como Mario Bellatin con San tiago Gamboa, por ejemplo.
Por ello es preciso evitar las groseras simplificaciones a las que tiende el márketing editorial. Y por ello nuestro observatorio debería asimismo proceder a un estudio de naturaleza empírica que dejara bien claro si hay o no preterición de editoriales locales frente a transnacionales en los principales medios de comunicación, especialmente suplementos literarios, tanto en España como en Hispanoamérica. Los datos probablemente revelarían de forma inequívoca la responsabilidad de esos medios con la situación actual de desequilibrio, e incluso tal vez testimonien la indulgencia, cuando no la connivencia, con los grandes grupos empresariales.
Y aún quedaría un tercer aspecto que debería estudiarse con calma, aunque es bastante menos objetivable, y aquí me atrevo sólo a sugerirlo como otra hipótesis de trabajo. Me refiero al cambio general en la conciencia literaria que ha tenido lugar en España en las últimas décadas y que tal vez se esté exportando y asimilando en Hispanoamérica como la parte más discreta y disimulada de la estrategia neocolonial actual.
Se trataría de entrar en el capítulo siempre complejo de los contactos entre sistemas culturales y el intercambio de modelos y estrategias entre ellos. Al menos en dos épocas históricas muy conocidas el sistema literario hispanoamericano influyó en el español y determinó importantes cambios: la primera fue el famoso «retorno de los galeones» que supuso el Modernismo, y la segunda sería el boom de los años sesenta, en el que Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa contribuyeron a oxigenar no sólo la literatura sino la propia vida cultural del tardofranquismo. Tal vez ahora estamos asistiendo a un momento inverso, en el que el prestigio económico de España como octava o novena potencia del mundo (de momento) repercute en el prestigio, al mismo tiempo, de sus editoriales y de sus creadores en sistemas más «débiles» o periféricos, y supone la exportación de modelos de escritura y de escritor.

El tema es complejo, repito, y aquí apenas puedo pasar del esbozo. Retrospectivamente, podemos decir que La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, fue la obra que probablemente marcó una dirección importante en la literatura española de la democracia, a partir del nuevo pacto tácito entre los novelistas y los lectores españoles, fundamental para el crecimiento de esa industria editorial. El ejemplo más banal y venal del triunfo de esa actitud décadas después es, naturalmente, la tenacidad con la que el premio Planeta ha ido ganando poco a poco terreno entre la «gran» literatura, combinando a presentadores de televisión de discutible talento literario con figuras importantes, tanto españolas (Pombo o Millás), como hispanoamericanas (Vargas Llosa). No obstante, por encima de la artificiosidad de los premios, se trata de un fenómeno de más alcance y ya interiorizado mayoritariamente en la comunidad intelectual: el debilitamiento de la resistencia ante la economía de mercado.
Esa progresiva tolerancia de las reglas del mercado por parte de la clase letrada española tiene, además, su homología o su correlato con la atrofia del espectro ideológico de la narrativa española de las últimas décadas. De la misma manera que el bipartidismo político en España ha arrinconado a la izquierda no socialdemócrata, han desaparecido de la esfera pública los escritores e intelectuales que podrían reconocerse en ese margen (la «otra orilla» del polémico Julio Anguita). Uno de los pocos escritores de prestigio que se acercaban a esa posición era Manuel Vázquez Montalbán, y, sin embargo, él mismo reunía muchas características típicas del escritor profesional, por lo que también podía considerársele un representante de la cultura industrializada. Hoy subsisten algunas posiciones críticas (pienso en Belén Gopegui, por ejemplo, y quizá en Isaac Rosa o Rafael Chirbes), pero su condición minoritaria es obvia.
En ese sentido, habría que preguntarse si hay relación, complicidad o simplemente confluencia de intereses entre el poder editorial español, la desaparición de la izquierda literaria, la aparición de una nueva vanguardia hispanoamericana «glocal» y el prestigio transoceánico de algunos españoles autores actuales. Pienso en la cotización de dos autores españoles como Javier Marías o Enrique Vila-Matas (los dos, por ejemplo, ganadores del premio Rómulo Gallegos) al otro lado del océano; puede que no sean tan importantes como Bolaño, pero, en todo caso, su influencia es superior a la que tuvieron en otros tiempos Camilo José Cela o Miguel Delibes. Ambos son exponentes tanto de una literatura despolitizada como de la prosperidad del sistema editorial español, lo que permite plantear la hipó- tesis de otra vertiente en la relación transatlántica: la literatura española de hoy, industrializada y frecuentemente tibia desde el punto de vista ideológico, puede estar marcando una cierta iniciativa a la vez estética y social, una guía para la escritura, entendida como moral de la forma, de algunos escritores hispanoamericanos. Esa iniciativa completaría y, a la vez, se alimentaría del poder editorial actual, cerrando el círculo de la nueva relación centro-periferia en el ámbito de lengua española.
Tal relación puede no ser duradera, dependiendo en gran medida de los intereses editoriales españoles, pero de cualquier modo es una influencia más que confirma el sesgo globalizador y mercantilista de la literatura del nuevo milenio y la importancia creciente de España como sistema literario «envidiable», que exhibe el fasto de las aparentes ventajas del capitalismo en literatura. Ese es el nuevo paradigma de la escritura en español; su do- minio puede no ser total, y tal vez sea desplazado por nuevas reglas en un futuro próximo, pero de momento es un fenómeno insoslayable. Analizar este nuevo paradigma puede ser considerado un acto de vigilancia o de resistencia ética; sin embargo, también puede ser visto de manera menos grandilocuente, como un auténtico reto para el trabajo del crítico.
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Bibliografía
Escalante Gonzalbo, Fernando (2007) A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública, México, D. F.: El Colegio de México.
Navarro, Vincenc (2009) «La escasa cultura democrática de los medios». El Plural.com http://www.elplural.com/opinion/detail.php?id=31323. 6 de marzo de 2009.
Sánchez, Pablo (2008) «¿Otra vez la metrópoli? La tribuna de El País y la literatura hispanoamericana actual», Caravelle. Cahiers du monde hispanique et luso-brasilien, nº 90, pp. 121-133.
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Este artículo apareció en GUARAGUAO · año 13, nº 30, 2009 – págs. 19-28