Paco Bendezú: una crónica de Eloy Jáuregui

Paco Bendezú, el granizo de tu pecho desquiciado Escribe Eloy Jáuregui     Yo soy el granizo Que entra aullando Por tu pecho desquiciado. Francisco Bendezú, Twilight. 1. Paco Bendezú llegaba a las 9 de la mañana, pulcro y puntual a la Pastelería Baruch de la Av. Salaverry. Todos los días menos los domingos que iba […]

Paco Bendezú, el granizo de tu pecho desquiciado

Escribe Eloy Jáuregui

 

 

Yo soy el granizo
Que entra aullando
Por tu pecho desquiciado.

Francisco Bendezú, Twilight.

1.

Paco Bendezú llegaba a las 9 de la mañana, pulcro y puntual a la Pastelería Baruch de la Av. Salaverry. Todos los días menos los domingos que iba a misa. Ahí acudían sus camaradas. Los devotos, los adictos. Paco era el centro de la reunión. Tenía otra frase: “De lo bueno, Paco” y reía, que es así como siempre lo recuerdo. Una vez en la casa que le había cedido un familiar con plata –la casa era enorme—en la Av. Las Palmeras en Camacho, desenfundó su colección de discos de vinilo de jazz. Todas eran unas joyas. Yo había ido a entrevistarlo por un tema literario. Acabamos abrazados a su música y a unos vinos italianos que le costó descorchar pero que al final, generoso, los desnudó.

Uno de sus versos más recordado es acaso una paradoja: “Amigos, no hay amigos”, había escrito. No era cierto. Bendezú era amigos de todos. En San Marcos y en el barrio de Jesús María. En aquellos años del Diario de Marka, cuando conoció a mi hijo Rodrigo con sus apenas tres años, se hicieron socios. Conversaban de arte y de comics y se mataban de risa. Entonces jubiloso pedía los pasteles y los juegos mientras nosotros apurábamos el majestuoso ‘yerro curalizio’ para empezar el día. Bendezú había nacido en Lima el 16 de julio de 1928 y falleció el 16 de febrero del 2004. Hoy reafirmo aquello que escribí hace unos años, ante la apatía de la costra intelectual peruana respecto a la vida de sus escritores y artistas. Era un texto recordándolo–y reclamando para nadie—un asomo de dignidad, respeto y cariño.

Nombraba la agonía y tribulaciones de los últimos días de Paco Bendezú, mi amigo, y cómo la muerte le había largado su ramalazo definitivo de factura. Ese texto tenía un epígrafe de Jorge Eduardo Eielson de su Pequeña música de cámara, un ser especial que entendía la vida con un solo pretexto, existir inmisericorde para forjar la belleza. Ambos amaban Roma, ambos eran de la extraordinaria generación poética del cincuenta. Bendezú y Eielson ahora están en el cielo sin poder arrancarme de mi corazón tanta tristeza. Contaba también que una mañana del invierno de 1985 en el asilo Canevaro, Rafael de la Fuente Benavides, el poeta conocido para la gloria ajena como Martín Adán, yacía triste solitario y final. Tres horas antes se había despedido de este mundo a los 77 años y sobre la camilla del mortuorio, lucía terno gris, camisa a rayas jironadas y corbata color papel Japón.

De esta manera y no de otra lo encontró el escritor Maynor Freire. El recinto era el lugar más desolador de este planeta y el sordo murmullo de la eternidad contrastaba con los ojos aún brillantes del muerto solemnemente peruano. No obstante, un detalle contrastaba con esa elegancia infinita: al malogrado escritor de «Intensidad y altura» le habían robado los zapatos lustrados y los calcetines acocayados. Otros ancianos de utilería, así lo metieron al catafalco y así lo encerraron para siempre. Ya por la tarde llegó la televisión y con ella los funcionarios, los doctos y los culturosos. Martín Adán recién conoció la fama, él que siempre dio batalla, esa vez se marchó avergonzado, con el humillante rótulo que tienen los fríos famosos y los epónimos descalzos.

Pintura del poeta Paco Bendezú para la revista Libros & Arte.

2.

Otros poetas han corrido igual suerte y el panteón nacional de los que escriben poesía está repleto de muertos antologados pero miserables. Malaya la suerte del poeta César Calvo, agobiado de vida, se murió de la enfermedad del alma. Ya cadáver envuelto en banderas en la Casona de San Marcos, seguro que sintió a la poeta Rosina Valcárcel que organizaba una colecta para la movilidad de los que llegaron a despedirlo. Igual despedida tuvo el escritor Eleodoro Vargas Vicuña, sin un cobre, fue asistido por los escritores Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez y Esperanza Ruiz para que los burócratas de Essalud liberen sus restos y que sus amigos lo lleven a enterrar a sus pagos de Acobamba en una combi, él que fue un bregador penitente y un vital enamorado, terminó entre las briznas de la desolación como un intonso anacoreta.

¿Y nuestro Cesáreo ‘Chacho’ Martínez? Nada, que descuidado de afectos tutelares en el Hospital María Auxiliadora de San Juan de Miraflores, a punto de ser polvo, estuvo días sin salida oficial por falta de liquidez y por culpa del rector fujimorista de La Cantuta, un tal Quito, quien un año antes lo puso en la calle porque dice que el hombre se la pasaba pensando en las musarañas y un día, el buen ‘Chacho’, encontró sus almanaque Bristol y sus recortes de Cavafis dentro de una caja de leche Gloria en el patio principal de la universidad. Ya reconocido por su temprana muerte, tuvo que intervenir Nicolás Lynch, en ese tiempo, ministro de Educación para que ‘Chacho’ sienta por última vez el afecto de sus amigos en un rincón del cementerio de Huachipa.

Guardo con un valor entrañable un texto del joven periodista Jerónimo Pimentel en la revista Caretas Nro. 1808 del 29 de enero del 2004. Pimentel había escrito una crónica sobre la situación del poeta Francisco Bendezú. El artículo “Queda Poesía, queda Esperanza” denunciaba el abandono moral en el que se encontraba ‘Paco’. Cierto, el poeta estaba postrado en una cama inmunda viviendo en el agónico hedor del olvido. Escribía Pimentel: «Paco Bendezú está muriendo. A nadie le importa. Su voz trastabilla como la luz del único foco que lo ilumina en una casa desierta, cuya fachada descolorida es deleite de pandilleros y barras bravas. […] Tiene gota, tuvo también una trombosis, y aunque no lo dice, padece un cáncer generalizado. El médico de Neoplásicas le dijo que no valía la pena intervenir. “De algo se tiene que morir uno”, fue su sentencia. […] Una gran mosca revolotea como si fuera atraída por la conversación, pero se dirige a un balde con agua colocado al lado de la cama. Gruesas frazadas lo abrigan como si estuviésemos en un invierno ruso, no en el agobiante verano de la Lima húmeda. Las gotas de sudor testimonian la incongruencia. Pero la voz no se apaga”.

De pronto, del fondo del pórtico intelectual bien acomodado de la junta de regios escribas nacionales, surgió un murmullo cómplice y fanático de las indolencias. Y en un pecado que ya perdoné, nuestro laureado poeta nikkei, José Watanabe, se equivocó esa vez al decir que la crónica del joven Pimentel era lacrimógena porque «hay una esfera privada del poeta que no debe ser resaltada, más aun cuando la persona se encuentra en una situación lamentable». Qué buena conciencia maestro. Es decir, nuestro Francisco Bendezú, dos veces Premio Nacional de Poesía [1957 y 1966] y autor de una obra única y de dimensiones transculturales sin precedentes [en ese tejido de música, arquitectura, escultura y pintura] amen de doblar con el surrealismo y la poesía clásica española para ensabanarse en la erótica y la embriaguez metafórica, que así se escribe poesía, digo, y no de otra manera.

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Chifa de la Calle Capón en Lima 1957. Paco Bendezú, Carlos Eduardo Zavaleta, Julio Ramón Ribeyro, Paco Carrillo y amigos.

3.

No conozco poetas en este valle de lágrimas que tengan RUC, AFP y CTS. No hay. En el Perú mataron por apestados a César Vallejo, Domingo Martínez Luján, Eufemio Lora y Lora, José María Eguren, Abraham Valdelomar, Gamaliel Churata, César Moro, Carlos Oquendo de Amat, Guillermo Mercado, Luis Nieto, José María Arguedas, Mario Florián, Sebastián Salazar Bondy, Gustavo Valcárcel, Washington Delgado, Juan Gonzalo Rose, Manuel Scorza, Javier Heraud, César Calvo, Luis Hernández, Juan Ojeda, Mario Luna, Juan Bullita, Cesáreo Martínez, Armando Rojas, María Emilia Cornejo, Ricardo Oré, Carlos Oliva, Juan Ramírez Ruiz, Antonio Cisneros y otros tantos.

Y en menos de ochenta años, los peruanos perdimos a nuestra vanguardia de intelectuales más valiosa. ¡Ah los poetas! esos seres tan especiales que no hablan con Dios, ni conmueven a Satanás, ni enamoran a las nínfulas más bobas de la Av. Javier Prado y hasta el balneario de Asia. Me refiero a los que escriben con los huevos en una realidad que idiotiza, achicha, embelesa y embrutece. Y como los poetas dicen la verdad, palo y carretilla con ellos. Y como los poetas no compran en Wong ni usan tarjeta de crédito, harto descrédito con los pobres. Esto lo sabía bien Jorge Luis Borges. De ahí sus muertes solemnes incluso a manos de un cuchillero como Rosendo Juárez que: «para morir no se precisa más que estar vivo». E ilimitado, abstracto, casi futuro, el muerto no es un muerto: es la muerte. Y como Paco Bendezú se murió de infinito y definitivo, dónde diablos están los doctores. De los otros no hablo, que para eso tengo a los cuervos de González Prada: «Con los ojos de acero, no se hieren los ojos, se taladran los pechos». Porque de lo bueno, ‘Paco’. Visítenlo a allá en su tumba, que los ministros están en otro cosa. ¿Y Romualdo?, ¿Y Sologuren? Nada, que ojala no los frieguen las moscas.
Y termino. La foto es de 1961 y la rescató la revista Libros & Artes de BNP de julio del 2009. Ahí aparece Paco junto a la actriz argentina Isabel Sarli. El retrato es toda una historia porque pertenece a Carlos Chino Domínguez. Este cronista y el poeta pasábamos horas de horas descubriendo los secretos de la Sarli. Al teléfono Bendezú había desarrollado un genio especial. Igual podía disertar sobre el final del monólogo de Mary Bloom en el Ulysses como las piernas de Sophia Loren o la mirada de Silvana Mangano. Así ocultábamos la tristeza de sentir al hermano atacado por el Alzheimer y el magro cheque de su jubilación. Bendezú fue un poeta jubiloso y festivo. Así lo recuerdo, con su ingenio cultísimo y su nombre completo: Francisco Eleazar Constantino Jesús del Carmen Bendezú Prieto y sus último versos de su celebrado poema Twilight: ¡No me digas que te quise! Te quiero. / Te debía este lamento, y aunque un grito / mi sangre apenas sea, / también de lo debía: un solo interminable / de un corazón en las tinieblas.

En el restaurante Rosita Ríos del Rímac. Nicomedes Santa Cruz, Juan José Vega, Manuel Scorza, Belisario Barnales, Paco Bendezú, Izquierdo Ríos, Arturo Corcuera y Carlos Germán Belli. Circa 1961.

4.

Como afirma el poeta Marco Martos: “Bendezú pasó del arte menor al arte mayor, luego al versículo, sin llegar a la prosa poética, que según confesaba, no era de su agrado. Bendezú asociaba su poesía al canto a la mujer, pero su otra gran pasión era el mismo lenguaje. En este rubro, sin dejar de ser un poeta de su tiempo, era, al mismo tiempo un poeta dia-crónico, para el que las palabras, todas las palabras, merecían usarse, independiente-mente de su vigencia o no en una comarca determinada. Por su práctica, lo podemos considerar, también una vox, en el sentido latino, del idioma. Leyéndolo, uno no puede dejar de preguntarse por el misterio de la poesía, ese decir tanto y tanto con pocas palabras”.

El poeta Rodolfo Hinostroza cuando presentó a Paco al periodista Víctor Patiño le dijo: “Vas a conocer a un gran poeta, pero tenía una irredimible facha de gánster mexicano, la cara ancha, los bigotitos bien perfilados y un físico, más bien, de estibador. Muy engañoso su aspecto, pues era el tipo más delicado del mundo. El más sensible, el más refinado, con una poesía que mucho le debía al surrealismo”. Es verdad, Paco fue un intelectual combativo en la época de la dictadura de Odría. Vivió en Italia, México, porque fue exiliado, pero su corazón lo llevó a preferir la ‘poesía comprometida’ de Gustavo Valcárcel o el mismo Scorza. ‘Los días pasan, como tranvías/el amor muere, melancolía’, escribía al corazón, en momentos en que el país exigía democracia, libertad. Todas las bellezas intelectuales lo admiraban  –dice Patiño–, pero no pasaban la frontera para ser su pareja. Por eso, en su locura, fijó sus objetivos en íconos como Marilyn Monroe. “Yo soy el granizo/que entra aullando/por tu pecho desquiciado./Soy tu boca./Yo atesoré a ras del sueño,/debajo de las horas,/el latido de tus pasos por el polvo de Santiago,/y tu densa fragancia de magnolia,/y tu lenta cabellera/con perfil de éxtasis o algas,/y el ardor fulmíneo de tus ojos, que de noche,/como naves sobre el mar,/la bruma iluminaban”.

En la revista Libros & Arte se explica de la trayectoria del poeta: “Francisco Bendezú Prieto, fue uno de los poetas más intensos del Perú en toda su historia literaria. Había nacido en Lima el 16 de julio de 1928. Desde niño fue un apasionado de la escritura y fue uno de los alumnos más destacados del colegio de los Sagrados Corazones de la Recoleta. Se ligó como estudian-te a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos donde más tarde fue destacado profesor de literatura francesa, hispanoamericana e italiana. En la Universidad fundó el grupo Penta ultra con Juan Gonzalo Rose, y Alberto Valencia entre otros poetas. Más tarde se vinculó a los otros poetas de su generación, con los que mantuvo una entrañable amistad: Wáshington Delgado, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, BlancaVarela, Manuel Scorza, Gustavo Valcárcel. Se hizo militante del partido comunista y en 1953 sufrió cárcel y luego destierro a Santiago de Chile. Poco después viajó a Roma donde fue discípulo de Guiseppe Ungaretti. Escribió los siguientes textos de poesía: Arte menor (1960), Los años (1971), Cantos (1971), El piano del deseo (1983) y dejó inéditos una porción importante de sus poemas”.

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Paco Bendezú entre Antonio Cisneros y Pablo Guevara. Detrás, Washington Delgado y Javier Sologuren. Poetas peruanos premiados en la Municipalidad de Lima. 1983.

Nocturno de Santiago**

Un poema de Paco Bendezú
        Junto a los muros desvelados de Santiago
mi fantasma ahoga revólveres y brazos.
Los peces de la niebla empañan tus vidrieras,
y antifaces de plomo y hierba y plumas
entornan sus ojos debajo de la nieve.
(La soledad decapitada
bordonea en tus barandas).
Interminable-
mente
       el tiempo está llorando
en azoteas desiertas.
Las estatuas sueñan.
                                    Oscurece  :
¿qué pie resbala en el musgo
de tu queda escalinata?
Sangra el silencio.
Las paredes crecen.
                              – ¿Qué vive, amor?
– ¡El viento! ¡El viento!
¡Ay maleficio
                                   de las goteras!
Espejo cual fosa abierta.
                                    Memento.
 Sobre armarios y botellas y cornisas,
sobre labios y diafragmas y sombreros,
y paraguas como yertas rosas negras,
aletean ilegibles mariposas.
La lluvia errante nos invoca,
desde lejos, con su aullido
de cierva malherida, con su frente
de alambres retorcidos y lunas agrietadas,
con tejados de sombra
irremediablemente lejanos y perdidos.
________
* Fragmento del libro La caza propia (2016. Editorial Lancom).
** Extraído de: Revista Peruana de Cultura, N° 9-10,  Casa de la Cultura del Perú, págs. 40 – 47. (Lima, diciembre 1966).
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