Renato Cisneros: “Me convertí en un caníbal de mi propia biografía”

Una entrevista de Gabriel Rimachi Sialer. El escritor y periodista peruano Renato Cisneros estuvo de paso por Lima para participar como finalista en la II Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, por su novela “La distancia que nos separa”, considerada como la mejor novela publicada en 2015 en el Perú. Una historia donde el escritor […]

Una entrevista de Gabriel Rimachi Sialer.

El escritor y periodista peruano Renato Cisneros estuvo de paso por Lima para participar como finalista en la II Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, por su novela “La distancia que nos separa”, considerada como la mejor novela publicada en 2015 en el Perú.

Una historia donde el escritor se enfrenta a sí mismo al descubrir al hombre que hay tras la figura del padre, el General de División Luis “Gaucho” Cisneros Vizquerra, Ministro de Guerra durante el gobierno de Belaúnde Terry, y uno de los  más feroces represores de Sendero Luminoso y el MRTA. Esta entrevista es un acercamiento a la historia tras la novela, y una manera de entender los complejos lazos familiares, donde siempre hay algo más que una historia.

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Los lectores de otras latitudes tienen sus propios conflictos, sus propios dramas sociales ¿cómo han recibido ellos tu novela?

En México, por ejemplo, siento que la mayor curiosidad de entrevistadores y lectores con los que pude conversar, estribaba básicamente en la figura del militar, en este caso el “Gaucho” Cisneros como figura represora en los años 70, y cómo su hijo hacía para reconstruir su biografía y su relación con él. México no ha tenido una dictadura militar en su tradición, el PRI es un sistema hegemónico que puede entenderse como una dictadura pero, en todo caso, les interesaba mucho el papel del caudillo militar y cómo desde el poder ejercía una serie de políticas y cómo su hijo lo radiografía. En Colombia valoraban más el lado sentimental, de la relación hijo y padre porque de alguna manera es como una versión peruana de “El olvido que seremos” de Héctor Abad Facciolince, aunque el padre de Abad y el mío se encuentren en las antípodas ideológicas, es el mismo tipo de expiación sentimental. A Argentina aún no he ido pero sospecho que la novela tiene el suficiente condimento argentino como para persuadir a los lectores de allá en interesarse por la historia de cómo un peruano que nace en la Argentina, que es argentino hasta determinada parte de su vida, de pronto termina asumiendo responsabilidades políticas en otro país, y desde allá dialoga con los militares argentinos, cuya dictadura que acaba de cumplir cuarenta años, marcó tanto a su país. Imagino que ese es el lado que interesará a los lectores allá. Es interesante ver cómo en cada país la percepción de los lectores cambia de acuerdo a sus creencias o prejuicios.

¿Has sentido  la presión del lector ante la idea de redimir a tu padre a través de la novela?

Si tenía algo muy en claro cuando empecé a escribir la novela, era que no quería que el libro se convirtiera en un homenaje o una cuestión reivindicatoria, tampoco una novela confrontacional, tampoco una novela para juzgar a mi padre porque creo que la novela no está hecha para juzgar, sino más bien para dimensionar a los personajes sin negar las cosas que hizo o dijo, y tampoco sin imponer mi ideología. No he encontrado reparos de ese tipo, quizá observaciones en otro sentido pero no este señalamiento de que he querido limpiar a mi padre porque la novela no tiene esa pretensión. Si bien es cierto, al final de la novela el personaje se ve más humanizado, porque el padre se despoja de todas las capas con las que él se había arropado. Estas capas de militar bravucón, represor y además vocero del ejército en un momento muy crítico. Es más, para muchos incluso he manchado su memoria y su legado por haberlo expuesto de esa manera.

¿Por qué?

Porque hay en Latinoamérica esa idea patriarcal de que uno debe honrar al padre. De que el hijo debe continuar y perpetuar la vocación del padre. Por eso tenemos tantos casos de gente que sigue el mismo camino del padre y sus antepasados, no tanto porque su vocación sea la misma sino por perpetuar una tradición que implica no desautorizar a tu padre aunque esté muerto. Entonces yo sí me he encontrado con lectores que dicen “qué horror, cómo puede decir eso de su padre”, como si el hijo que disiente del padre no hablara mejor del padre que lo educó. Yo no quisiera adjudicarle a la derecha ese tipo de pensamiento pero es muy de derecha pensar así: que los hijos deben obedecer lo que los padres deciden y no discutir lo que los padres dicen. Alguna vez una fujimorista me escribió un correo diciéndome: “qué diría tu padre si leyera tus columnas”. Es una manera muy fujimorista de pensar. Creo que desde la literatura o cualquier otro ámbito, discutir esa tradición según la cual uno es una especie de ente sucedáneo de padre y remedo de él, es un esquema a mí no me interesa.

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¿Has recibido críticas por parte del entorno militar?

Quien se quejó mucho fue el coronel que me permitió acceder al legajo profesional de mi padre, porque a pesar de que no aparece mencionado -ni siquiera bajo otro nombre-, se sintió identificado y traicionado; me llamó para reprocharme y decirme que era un secreto, pero él sabía que yo iba a escribir un libro. Fuera de eso, no; ha habido incluso quienes han tomado el libro como una especie de revalorar al “Gaucho” en sentido militar por la recapitulación de los años 70´s, 80´s, 90´s, de cómo él confronta a Fujimori sobre el final de su vida también, entonces hay distintos lectores de la novela que me han hecho ver que se han sentido identificado con partes de la novela, unos desde la política, otros desde lo sentimental.

Cuando uno escribe una novela lo hace desde la incertidumbre, y se plantea preguntas que pueden ser resueltas mientras se escribe, ¿cuáles eran las tuyas?

La pregunta o la duda central que alumbró toda la investigación fue saber quién era mi padre antes de que yo naciera, y qué cosas que marcaron su vida fueron las que influyeron y determinaron mi carácter y en mi forma de ser. Quién era él antes de mí, y quién era yo después que él muere. Esas dos preguntas, metafísicas si quieres, fueron las que empezaron a empujar el motor de la investigación. Y estoy de acuerdo con lo que dices, cuando uno empieza a escribir aparecen cosas que uno no sabía que sabía y que sólo a través de las poleas de la escritura salen a flote y se convierten en certezas literarias, no hay otra forma de extraerlas de uno mismo que no sea escribiendo. Y esas cosas fueron apareciendo luego, y el libro representó una pugna entre mi lado hijo y mi lado de escritor, pero fue interesante porque todas las cosas que al hijo le resultaban chocantes, hallazgos duros que afectaban lo que él sentía que era su biografía, el escritor recogía esos desechos del hijo para convertirlos en material para la novela.

Me parece interesante el hecho de descubrir al hombre despojándolo del enorme hecho de ser padre.

Eso para mí fue clave. Ir dejando de lado al padre para descubrir al hombre e ir dejando de lado al hijo para descubrir al escritor. Esa especie de ecuación se fue componiendo. Mientras yo me convertía en escritor más que en hijo, él se convirtió más en hombre que en padre.

¿Lo juzgaste en algún momento?

De hecho que hubo momentos en que mi lado de hijo lo juzgaba, pensando en por qué había actuado así, por qué habrá dicho esto, por qué nunca nos contó de eso, pero en algún momento rompí esa barrera y me convertí en un caníbal de mi propia biografía para poder contar; me parecía un poco impúdico pero era cierto, de pronto me enteraba de algún dato negro y mi reacción ya no era condenatoria sino era como haber encontrado un material rico para el libro. Encontré por ejemplo, ya después de editado y publicado el libro, unas citas sobre mi padre que son horrendas en sí mismas porque hablan de una confesión que hace mi padre, en Francia, de una tortura. Aparecen en “La tentación del fracaso”. Yo sabía que mi padre había conocido a Ribeyro en París. En la cita no menciona su nombre pero sí al Ministro del Interior que conoció en Francia. Ella dice “27 de agosto de 1978. Ayer en una reunión el ex ministro del interior de mi país, después del cuarto o quinto whisky me dijo algo que jamás debió decir: yo autoricé la tortura de (…) no recuerdo si era un Fernández o un Gonzáles, lo que recuerdo es que se me puso la piel de gallina”. Ahora, eso como hijo me espanta. Como escritor me parece que debo incorporarlo en alguna nueva edición, me parece que es un combustible literario que debe estar en algún lado. Vencí esa barrera del pudor y… es un poco esquizofrénica esa lucha entre el hijo y el escritor, qué muestro, qué no muestro. En ese sentido pienso en lo que decía Faulkner: la única manera de ser leal con uno mismo es ser desleal con los demás. A mí no me ha resultado fácil, pero he tratado de despojarme de estas taras que siempre son invasivas y tratan de alterarte. La escritura es siempre una lucha finalmente, y esta lucha espero que la haya ganado el escritor.

Luego del impacto mediático que tuvo la novela, ¿por qué decidiste abandonar una carrera ya sólida?

Bueno, yo tenía una vida que sentía era muy programada. Me gustaba lo que hacía en RPP pero no me terminaba de satisfacer, y cuando mi esposa me dijo que quería hacer una especialización en Madrid no lo pensé dos veces porque estaba seguro de que iba a sacar experiencias nuevas saliendo de la zona de confort en la que estaba embarcado. Quería generarme una cierta incomodidad saludable. El confort al que uno le enseñan que debe conseguir, yo lo había conseguido, pero de pronto era algo horrendo porque me di cuenta que tenía una vida bastante predecible, programada, y que no tenía que mover ninguna manivela para cambiar nada. Entonces estar en otro país donde ser un extranjero es ser parte de una minoría, es a la vez ser un marginal, y esto último es un poco incómodo aunque estés en una ciudad como Madrid, que te acoge, que tiene una oferta cultural variada, pero… Ribeyro decía eso cuando vivía en París: eres un extranjero, alguien que figura y que no, alguien a quien la sociedad acoge pero no necesariamente arropa, y eso me parece ideal para alguien que tiene la expectativa de poder crear.

¿Has sentido algún impacto ciudadano o cultural por tantos viajes, ahora siendo residente?

El impacto se da desde que empiezas a vivir en una ciudad donde tienes que aprender a dejar tus traumas. La violencia, la inseguridad, sumados al tráfico y el caos de Lima se dejan de lado; cada país tiene sus propias preocupaciones, por ejemplo los españoles se quejan de que el Metro no pasa muy rápido, o que el medio ambiente… son sus problemas, por supuesto, pero son preocupaciones que a mí me resultan menores; la crisis incluso, que los ha golpeado tanto, se enfrenta a uno que llega con la mochila llena de la crisis de Alan García, la crisis de la corrupción, la crisis del terrorismo, entonces te sientes en una ciudad que tiene sus propios problemas pero que al menos te asegura una tranquilidad.

Tus recuerdos del amor a tu padre cuando eras niño, ¿han cambiado a raíz del libro?

Siento que los sentimientos hacia mi padre se han complejizado. Yo sigo admirando su capacidad para enfrentarse al poder. A mí me conmovió mucho cuando el gobierno de Fujimori le abrió un juicio por un supuesto insulto al General Hermoza, al decir que era un inútil, algo que ahora todos sabemos que era verdad.  El día que le leyeron la sentencia de 90 días de prisión no efectiva, él pidió que lo encarcelaran porque no aceptaba que lo hallaran culpable pero que le perdonaran la vida con la figura de la “prisión no efectiva”. Esas cosas me conmueven, me hacen pensar en un hombre cuya idea de la decencia y la dignidad estaba más allá incluso de las responsabilidades familiares. En 1992, al día siguiente del atentado a Canal 2, pusieron una bomba en nuestra casa. Todos le recomendaban a mi padre que se callara la boca un rato, que dejara de criticar al régimen de Montesinos y Fujimori, pero él lo siguió haciendo, aun cuando a nosotros nos ponía en riesgo. No me conmueve su parte más matonesca, siento mucho rechazo respecto de cómo ejerció el poder cuando fue Ministro del Interior, pero no lo juzgo porque hoy es mucho más sensato hablar de derechos humanos, y en ese momento no era un tema que la sociedad hubiera asumido como propia. Yo siento que cuando ahora hablo de él, hablo de “El Gaucho”, y no del hombre con el que compartí dieciocho años de mi vida.

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