Escribe Ricardo Sumalavia
Releer los cuentos de Retratos familiares para la preparación de esta edición, veinte años después de haber sido publicado, me ha devuelto a diferentes momentos de su proceso de escritura. Los escribí en tres periodos entre 1995 y 2001. Después de la publicación de mi primer libro de cuentos, Habitaciones (1993), un puñado de relatos breves contenidos en cuarenta páginas, creí que no iba a escribir más. No exagero si les digo que escribir ese libro me había dejado realmente exhausto. Primero lo tomé con calma, pero luego los tormentos por esta seca literaria aparecieron y se instalaron por buen tiempo. Lo poco que lograba escribir lo desechaba a las pocas horas. Por otro lado, también fui absorbido por mi trabajo universitario, el cual, no lo voy a negar, me apasionaba –y me apasiona aún-. Traté muchas veces de comprometerme con un proyecto de escritura de ficción que realmente lograra expresar lo que podría ser mi universo narrativo, que en esos momentos no tenía ni idea de lo que pudiera representar. Hasta que llegó el día en el que, aprovechando uno de mis primeras etapas de holgura económica, se presentó la oportunidad de obtener un préstamo de dinero a pagar en un año. Tuve dos opciones: comprar un auto de segunda mano, pero en buen estado, o comprar una computadora de última generación con una impresora láser y así iniciar un proyecto editorial.
Bueno, baste decir que hasta ahora, veinte años después, no conduzco ni poseo automóvil alguno. Me dije, entonces, que debía rentabilizar semejante compra. Así que, con un entusiasmo desbordante, con un disco de Café Tacuba de fondo, empecé a escribir el cuento “Retorno”. El protagonista de este primer cuento era el mismo del último cuento de mi libro anterior; alguien que había padecido una fuerte crisis emocional y que había conseguido, con ayuda de su hermano, salir de esta varios años después. Por supuesto, también era consciente de que se trataba de mi retorno a la escritura. Por fortuna pude darme cuenta de inmediato de que la familia y sus secretos iban a poblar mis historias. Lo mismo sucedió con la ciudad de Lima, el centro urbano donde pasé mi infancia. Lima fue un laberinto del cual nunca quise salir; solo deseaba ser guiado, bien acompañado, por alguien de la familia.
Escribir “Retorno” fue muy importante para mí. Apenas terminado, lo diagramaba, por puro placer, escogiendo diferentes tipografías e interlineados, y lo imprimía en la láser. El contacto físico con lo que sería un libro me dio mucha más confianza. Por supuesto, necesitaba escribir más. Así, el segundo cuento que escribí fue “Puertas marrones”. Este cuento, para mí, ilustraba bastante bien los motivos que intentaba articular: la familia, la ciudad de Lima, mi infancia, pero, sobre todo, lo que buscaba era hacerlo a través de situaciones ambiguas, aparentemente banales, pero que se fueran cargando de secretos o misterios que finalmente cubrirían el cielo de los personajes. El tercero que escribí fue “Familia”. Quise expandir los espacios de mi narración y no solo concentrarlos en Lima. Por esta razón lleve a mis personajes de viaje. Un padre y su hija viajan a Tarma. Pero viajan llevando sobre ellos toda esa pesada carga melancólica de la capital. El siguiente cuento en escribir fue “La ofrenda”. Aquí continué con la expansión de mis personajes. Borré los referentes limeños, pero sabiendo que estos aires se podrían seguir respirando. También quise colocar un personaje mayor, un profesor universitario. Yo había empezado en esos años mi carrera académica y quería explorar esas atmósferas. Recuerdo, además, que tuve la urgencia de colocar una anomalía a uno de mis personajes. Estaba muy entusiasmado con la lectura de los libros del escritor chileno José Donoso, como también de la novela corta Aura, de Carlos Fuentes, y quise probar con una malformación seductora. Este motivo literario, por cierto, no me ha abandonado. Prueba de ello es mi novela Historia de un brazo. Luego escribí dos cuentos más que, si bien mantenían los motivos de los anteriores, me di cuenta de que podrían ser parte de un proyecto mayor, de una novela. De hecho, eso fue lo que sucedió, puesto que varios años después, cuando esos cuentos fueron fundidos con otros textos, dieron origen a mi primera novela Que la tierra te sea leve (2008).

La segunda etapa se inicia en Corea del Sur. Viajé como profesor invitado y viví allá desde principios de 1997 hasta inicios de 1999. Como es de suponer, en este país leí mucha literatura coreana, pero también mucha literatura latinoamericana y española. Mis estímulos se multiplicaron y mi escritura derivó en proyectos dispersos. Al mismo tiempo, sin tenerlo muy claro, fui escribiendo la novela, algunos microrrelatos y dos cuentos más de Retratos familiares. En la ciudad universitaria de Ch´onan, a ochenta kilómetros de Seúl, escribí las primeras versiones de “Los climas” y “La herida”. Los escribí a mano, en unas libretas. Es más, tengo una de estas a la mano. Veo que “Los climas” lo escribí el mes de octubre de 1997. En la entrada del día 9 anoté: “Tema para cuento: Una mujer joven pierde a su hijo. Ella está desesperada por encontrarlo y un hombre se aprovecha de ello para seducirla. El niño no aparecerá más.” El día 10 siguiente escribí en la libreta: “Estoy entusiasta con la escritura de mis cuentos. Si no fuera por mi temor a la inconstancia, todo sería perfecto. Al menos, durante esta estadía coreana, percibo un progreso o, mejor dicho, noto una mayor profundidad en lo que digo. Tengo un universo y trato de desentrañarlo. Tarea ardua en estos años de aprendizaje.” La inconstancia no fue solo un temor, se materializó, pues la libreta me indica que días después ya estaba haciendo otra cosa, tratando de escribir una pieza de teatro que se iba a llamar Humareda en el sillón, y que nunca escribí. Sin embargo, hubo otro viraje en esos días y, al parecer, volví al cuento.
Lo empecé a escribir el 17 de octubre bajo el título de “Bendición”. Tengo consignada, incluso, la fecha del fin de su escritura. Fue el 31 de octubre. En cuanto a “La herida”, su primera versión tiene un claro influjo coreano. Es más, los personajes tenían nombres coreanos y la historia transcurría en Ch´onan. Recuerdo que esta versión, al transcribirla a la computadora, cambió a espacios peruanos. Con la escritura de este cuento aprendí que, por más que propongas otros temas o técnicas diferentes, siempre terminan por aflorar tus estructuras internas, tu lenguaje, pero hay que dejarlos salir. Luego me dispersé nuevamente entre lecturas y proyectos y volví a la novela que intentaba llevar a adelante. En esas idas y venidas, sin embargo, fui corrigiendo estos cuentos, y los que había llevado desde Lima. Los revisaba a medida que recibía los comentarios de algunos amigos a quienes les enviaba por correo electrónico estos borradores. Sin duda fueron muy importantes los comentarios de Iván Thays y Alfredo Bushby, a quienes les estoy y estaré muy agradecido.
La tercera etapa inicia en 1999, una vez vuelto al Perú. Fue una época muy difícil porque, sin saberlo, regresé con una bacteria coreana que minó mi aparato digestivo y me quitó casi veinte kilos en unos meses. A la par del tratamiento médico y de la posterior recuperación luego de una intervención quirúrgica (debido a otras complicaciones del aparato digestivo), continué dándole forma a Retratos familiares. En ese entonces ya había decidido el título. En casa de mis padres no solo había álbumes de fotografías familiares, sino también antiguos marcos de cuadros desechados que, en su lugar, habían sido repletados de decenas de retratos. Era, y es, una suerte de exposición caótica de la familia. No hay ningún orden ni cronología en las fotos pegadas sobre una gran cartulina. Por lo tanto, siempre había un gran ejercicio de la memoria para saber quién era quién. Yo los observaba con detenimiento cada vez que iba a casa de mis padres, cuando iba huyendo de mi enfermedad y me desmoronaba ante ellos, ante los cuadros y mis padres.

El año 2000, algo más restablecido, creí tener el manuscrito listo. Recuerdo haber recibido un gran apoyo del poeta Eduardo Chirinos. Entre los meses de junio, julio y agosto de ese año, tuvimos una intensa correspondencia. Él me contaba que estaba escribiendo su poemario Breve historia de la música y yo le enviaba mis cuentos. Sus comentarios fueron valiosos. En una carta enviada el domingo 18 de junio de 2000, Eduardo me dice, a propósito del cuento “La ofrenda”: “Me pareció muy en la línea de “Puertas marrones”, lo que me inclina a sospechar que tu arte narrativa gana más cuando el narrador está menos en dominio de su materia (que no es lo mismo que no estar en control), lo que hace crecer más el misterio, o esa cosa perturbadora que-no-tiene-que-ser-explicada ni sujeta a opiniones que dirijan el sentido. Al final ese olor a canela y esa protuberancia callosa (esa “estela” precisamente) resultan siendo los ejes centrales (los síntomas) que anunciaban el crimen.” Estas apreciaciones me permitieron centrarme mejor en el libro de cuentos, y seguir trabajándolo como un proyecto orgánico, unitario. El libro parecía listo, pero tuve una recaída de salud, que también derivó en un fuerte desánimo. Sin embargo, en esos días, una confusión con el envío de un libro propició la escritura del último cuento de Retratos familiares. Un editor amigo, Germán Coronado, me envió una novela de Edgardo Rivera Martínez a mi casa, en el distrito de Jesús María. Bueno, el libro nunca llegó. Había sido dejado en otro departamento, porque la avenida donde vivo tiene doble numeración. Yo estaba muy molesto, con un fastidio exacerbado por mi frágil salud. No lo pensé más y decidí ir a esa casa y reclamar mi ejemplar. Una vez llegado a la puerta de ese edificio, ya se había pasado el mal humor. Me sentí algo estúpido en esa situación. “Mejor no toco el timbre. No vaya a ser que quien abra la puerta sea yo”, me dije y di media vuelta. Al volver a casa escribí “Última visita”. Fue una manera de exorcizar la enfermedad, de cerrar el ciclo de escritura de este libro.
El 2001 el libro terminé las correcciones y tuve la buena fortuna de publicarlo con gente amiga. El editor fue Dante Antonioli, en el aquel entonces director del Fondo Editorial de la Universidad Católica, y la jefa de edición fue Estrella Guerra. El libro apareció en la reciente serie Ficciones. Igualmente fui afortunado al estar acompañado en la presentación con los entrañables amigos y escritores Pilar Dughi e Iván Thays. A ellos les agradezco que también me acompañen en esta edición con sus respectivos textos de presentación. Agradezco al hijo de Pilar por autorizar que ella, una vez más, esté entre nosotros.
No niego que algo de inquietud me rodea. Para mí esta es una edición celebratoria, pero ello no quita que haya nuevas lecturas, nuevos comentarios y que, veinte años después, con tanto vivido y en pleno año pandémico, sea pertinente preguntarse si todavía hay un lugar para este libro en este nuevo e insólito panorama literario. Lo que resta es paciencia y silencio, y contemplar nuevamente estos laberintos. Porque el mundo, cuando quiere, es así: confuso y maravilloso.
Lima, marzo de 2021.