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Rocío Silva Santisteban: la consciencia de vivir lejos de casa

Rocío Silva Santisteban acaba de publicar “La máquina de limpiar la nieve”, poemas que repasan angustias y pesares de vivir en el exilio.

Escribe José Carlos Picón

La máquina de limpiar la nieve”, de Rocío Silva Santisteban, es el libro de Nueva York y de la distancia de uno hacia sí mismo cuando es objeto de dinámicas de dislocación social, de cuando se desbroza el proceso de inducción a la vida en comunidad para alojar las expectativas en el húmedo, fétido y diminuto hoyo de una soledad contaminada, violentada, que ve desconfigurada los procesos de contención de las máquinas de la voluntad y la empatía.

Silva Santisteban, sin apurar, arroja en sus versos palabras que facilitan el discurso genésico de la honestidad, coloquialismo reafirmado en procesos traumáticos dentro de la intimidad, o como parte de una adaptación entre grupos humanos que no tienen nada en común. Por ello, se intuye cierta comodidad, estoicismo, pero escanciadas los salivazos de la indignación, la afrenta, el instinto de sobrevivencia, la soledad, vulnerabilidad, violencia a veces personal, masoquista-autoconmiserativo, a veces más funcional, de contexto, que el gregarismo vacío, impregnado de snobismo, claro que no siempre.

Silva Santisteban tiene dotes, como se sabe, de científico social, periodista, investigadora, militante luchadora por derechos de los vulnerables, y de las mujeres. Este tejido de situaciones y hechos, necesariamente, está amarrado semi inconscientemente, al actuar que conviene, a la conducta, al razonamiento, a la prosecución de objetivos, metas. Y por supuesto, marca de arranque bases en el proceso poético de creación, en libertad difusa o manteniendo ciertos recursos dispuestos por la memoria, y la poesía como búsqueda, hallazgo, y forma de conocimiento.

Poeta y política, Rocío Silva Santisteban.

En tanto la capa melancólica, desentona los flujos y nervios de la poeta, supera como una errónea forma de maximizar un poder de quienes padecen este spleen migratorio, de reconocer este poder con formas de violencia que provienen de gestos e indiferencia. Y para ello, la versación sobre la poeta, sus compañeras, y su condición frente a dinámicas de superlativa indiferencia a lo ajeno, debe esclarecerse en la conciencia de Rocío, quien entabla desde la honestidad, el respiro y el golpe, aun cuando uno no determina el final de un proceso y ve, desde la completa depresión de su cama en posición horizontal, la vida fluir, extrañamente, cruel, indiferente, con humor negro, desquiciamiento, porque aunque nos sumemos en línea a un seminario sobre el filósofo Popper, estamos detentando el monopolio de la aspersión, la regalía por desborde, implosiones que fisuran y revientan ubres, arterias, seños y páncreas.

La primera parte del volumen evoca la vida en Brooklyn, la necesidad de esforzarse en las aptitudes psiquiátricas y abultar en un órgano nuevo o complementario, la brillante idea y la luz que junta a dos o tres humanos a desesperarse en silencio, sin moverse, con pánico y sudor, largos silencios. El pensamiento de la muerte es, sin duda, portentoso, promiscuo, impulsivo, por ello, cada vez, menos creíble. Vaya que está en manos de la gente, la respuesta corporal y mental a los estímulos que involuntariamente confrontan o aparecen en las urbes, calles, transportes y no lugares.

La fuerza testimonial de Silva Santisteban cunde refinada sobre estepas de humor, oculto, traspapelado, pero reconocible. Ni pudor ni dificultad de relación. Este humor, negro, agreste, urbano, peruanísimo, podría acompañar, incluso, la propia senda hacia el último respiro en la hoguera que le dará muerte. Por ello, podemos hablar de luz y tonos. De sombras que diseñan entresijos y escenografías discretas por donde pululan penas, preocupaciones, añoranzas, memoria, dolor, y carencia. “No hay tiempo para extrañar / la mirada de mi padre, la risa / del gordo de al lado (…) Aquí no somos nada”. Los poemas de “La máquina…” son monólogos de la poeta mujer, armada de valentía, creatividad, y conciencia de sanación en las repeticiones de los mantras alucinados que puyan en terceros o cuartos planos de entendimiento, como una geografía vasta que no cabe en la llanura televisiva.

Brooklyn, Estados Unidos.

En ese sentido, los poemas del libro son vívidos, no hay una gestación y diseño del sentido que responda a poligonales caprichos de la musicalidad de la mente despierta, o la explosión en la lengua de sílabas rotas, candiles alumbrantes del rostro de un eslabón perdido, ojo, ni de formales aparejos de actividad coreográfica sometida desde las palabras en beneficio de la emoción, o tal vez, el desamparo, la cura de una enfermedad no contagiosa pero brutal.

Rocío Silva Santisteban: viajes al centro del exilio

Por otro lado, tenemos dos partes más de las tres. La segunda, corresponde a un grupo de textos dedicados a Kafka y a una aventura corta en república Checa. Digamos que los poemas de esta recta, creo que, al igual que los poemas de Brooklyn y Nueva York de la primera parte, poseen una propia luz, ubicable, latencia de la emoción que reproduce los estados de ánimo de los exiliados poetas.

En estos trazados que laquean el paisaje verbal, prima la pena, el ruido infernal. También ensambles donde borrachos juegan con perros y palomas mientras intentan desmigar el pan. “Cada uno deposita su vida en la alcancía, / un dolor puede purgarse con una vela / o tres monedas en la mesa del maestro”.

Son tiempos de ritmos feroces, fenecidos ya, que arrogan influjo proverbial desatando dolor, ansiedad e impaciencia. Así, “todos van ensimismados buscando / la dirección correcta, / sin tiempo para reír o morir”. Las experiencias están contenidas en el exilio desplazador, en los goces y traiciones de los espacios y esencias del momento que no pudo ser registrado o descrito. Están ordenados, en el furor de los llantos eternos y absurdos, en la agonía vital del viajante expectorando sanguinamente el poder de asesinar. Nada culmina hasta el inicio del viaje, culmina, seguramente, la sensación de serenidad y seguridad. La tensión y la amenaza ladean el antivértigo, vuelven nauseas con sensación de morir.

El peso de la continuidad en sus variaciones, el acérrimo juego terco del tiempo disuelve sin conseguirlo, las amargas hojas indicadas para indigestión, aliento agrio, flatulencias. Aparecen ciudadelas, monumentales escenarios dignos de cualquier error en el mantenimiento de tranvías y sus ruidos infernales, tanto como las curvas del parque y las afueras de la iglesia. Porque las ceremonias y las solemnidades desprovistas de asombro viven su rancio peculado llenos de angelitos, flechas y alteras, a lo largo de las avenidas, parques y palabras.

Así flamea la resignación y la autoconmiseración. Fluyen la pena y la indignación. No obstante, la historia está lista para enrolarse en su magnánimo proyecto de corroboración. Los simbólicamente muertos, lo están más allá que antropológicamente. Lo valorable, aunque denostado al mismo tiempo, hasta el infinito, es lo humano, la esencia que recorre y resguarda un traje para solo pensarlo cuando se encuentre medianamente cerca del fuego. La criatura más vulnerable de la naturaleza, y la más posibilitada de hacer lo que se venga en gana. Aquello que nos daña y nos arropa por igual.

Movimiento continuo

La tercera parte del libro “But I always come back” está referida a los desplazamientos, las distancias, los espacios lejanos, partidas, llegadas, la representación de la ausencia y el exilio, así también traza un círculo alrededor de ciertos mecanismos de memoria y recuerdo evocado cruelmente por las desapariciones. Ocupa la honda conciencia de estos versos, un reconocimiento o si se quiere, deriva controlada a través de vecindarios, espacios comunes donde acuden personas, en su diversidad, conflictivas y conflictuadas. Cierra el conjunto “Un pacto con Dios” que, vendría a ser un poema de sincera honestidad con la dinámica de oración, la tenaz huella del aprendizaje involuntario, la íntima urticaria de la enfermedad revestida sobre los recuerdos columpiados en la fragilidad de la memoria histórica.

Todos tenemos derecho a una única e intransferible relación personal con Dios. Quién puede darse tanta importancia durante el no cesar de los domingos. El narcisismo, un mal endémico de nuestro tiempo, y de todos, expande sus milimétricos hilos, en billones de golpes imperceptibles. Estos construirán la debacle en forma de metástasis edificada con el lote semipodrido por el desdén paternal de la cura de sueño. El mal en presente suscita marginadas dudas a lo largo de una carrera de Filosofía.

Finalmente, los filósofos no sirven más que un lingüista o un literato, tanto tal vez, un historiador o bibliotecólogo. La escritura no pospone su necesidad, empieza a ser acogida en aquellos espacios donde antes, ha cultivado sencilla y levemente su humor y aroma entre las hebras o fibras. La pestilencia del poeta es llamativa durante muchas décadas, su interior es aplastado y, desde luego, convertido en dilema de ambigüedad antes que escultura.

Para eso, Rocío Silva Santisteban apagó sus incendios a cuestas, y bebió de las lluvias tanto como de copas y bocas. Da la sensación de que su escritura anterior está sujeta en atriles, o tan solo, en el viento firme entendido, para remontarla sin esfuerzo frente a los retos de los discursos, dinámicas, lenguajes y tecnologías nuevos, actuales. Sus llantos, vergüenzas, esfuerzos y apocamientos deliran en el desfile del bordado de su personalidad de guerra mujer, en nombre de todas las poetas, que sueñan con una libertad evidente, no imaginada, ni anhelada.

José Carlos Picón
José Carlos Picón (Lima, 1979) es periodista y escritor. Ha colaborado en diversos medios impresos y digitales, en páginas culturales y en plataformas de entidades públicas y privadas. Cuenta con dos libros de poemas publicados, "Tiempo de veda", (2006) y "Canciones de un disco cualquiera", (2013).

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