Escribe Luis Eduardo García
Escribir es un oficio que no tiene un carácter de «respetable» o «útil», a que está asociada a la vida bohemia y llena de excesos como las drogas y el alcohol, y a que quienes la ejercen (escritores y periodistas) no sirven para la vida práctica, para la competencia o para el mercado. Más que razones valederas, se trata sin duda de prejuicios muy arraigados en el imaginario social.
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La actitud de la sociedad frente a la literatura es una repetición a escala mayor del prejuicio que tienen los grupos de poder frente al escritor. Algunos consideran a narradores y poetas como un escollo para el desarrollo humano debido al pensamiento crítico con que juzgan la realidad y a la literatura como una actividad del pensamiento que no tiene nada que ver con el progreso de la sociedad.
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El oficio de escribir ficciones es, en principio, un acto de arrojo que con el tiempo se pule, se organiza y se estudia. Está motivado por la necesidad de llenar el imaginario de las sociedades y por un estado existencial interior: expresar los sentimientos. Hacerlo mal o bien depende de cuánto sacrificio esté uno dispuesto a asumir. Esto, desde luego, no se contradice con el éxito, un factor externo producto muchas veces del azar y de la manera con que un escritor mueve las fichas de en el gran tablero del mundo mediático.
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Un escritor es alguien a quien le importa en primer lugar escribir. Y para hacerlo, se prepara emocional y técnicamente. Lo primero, porque se trata de una actividad (¿profesión, modo de vida, oficio?) en la que pone en riesgo toda su existencia a cambio de nada; y lo segundo, porque para llegar al fondo de la experiencia estética tiene que hacerlo a través de una lengua y de ciertas estrategias comunicativas, las cuales debe dominar casi a la perfección.

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Un escritor tiene que graduarse como lector. La lectura es como la antesala de la habitación principal: la escritura. La primera, creo, condiciona la existencia de la segunda. No hay, por esta razón, un narrador o poeta que no se considere ante todo un lector. Un escritor que se precie de serlo debe haber leído cientos, miles de libros, así como un cineasta verdadero tiene que haber visto cientos, miles de películas; o un músico haber oído cientos, miles de melodías; o un pintor haber visto cientos, miles de cuadro en museos y exposiciones. Solo después, de esta experiencia fatigante y purificadora puede dedicarse a escribir.
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Para que alguien sea considerado escritor no debe necesariamente haber publicado algo (hay muchos escritores geniales que murieron inéditos) o vivir de lo que escribe (la mayor parte de los hombres de letras tienen oficios afines o alimentistas). Lo que sí es casi una imposición es que haga de la literatura un modus vivendi, que lea, que supere los escollos que le impiden escribir, que se la pase intentando una y otra vez la obra “perfecta”. Este proceso implica, por supuesto, sangre sudor y lágrimas.
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Nadie llega a ser escritor porque lo certifica un documento, lo garantiza el tiempo empleado o lo declara una autoridad competente. Se es escritor por actitud, por arrojo, por libre elección, por cariño y por necesidad. La gente reconoce a los escritores, más allá de los clichés y las leyendas, por su entrega, persistencia y vocación. En este sentido, una obra literaria es la culminación de un esfuerzo personal en la que se ha empleado mucha energía y amor propio. La condición de escritor no es de ninguna manera un regalo de los dioses o del mercado. Se llega a ser un creador literario no porque lo quieran otros, sino porque alguien está convencido de que quiere serlo.

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Hay que recordar a los aspirantes a escritores que este oficio es penoso y mal pagado, salvo cuando llegan los famosos quince minutos de gloria a los que se refería Andy Warhol. En el mundo hay miles de escritores profesionales y otros miles más aguardando convertirse en uno de estos, sin embargo, muy pocos entran por la puerta grande la historia. A otros el éxito les llegará post mortem. A la gran mayoría, en cambio, le está reservada la realidad descrita por Jean Rhys: «Too Little too late» (en español peruano: muy poquito y muy tarde).
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Un escritor escribe porque en esencia es un lector; es decir, alguien que vive dos veces, puesto que aprende de los que otros experimentan y aspiran. Leer es el acto de seducción por antonomasia y el escritor que no sucumbe a su hechizo está renunciando a su propia condición de creador de ficciones. Otro placer reside en el hecho de que una ficción (o un texto de ficción) es el punto de encuentro entre dos cómplices: el lector y el hacedor de historias. Ambos celebran un contrato tácito, una ceremonia íntima en la que, por un lado, el lector se compromete a vivir lo imaginado como si fuera real y, por otro, el lector garantiza que su historia, aunque no sea perfecta, tiene como objetivo encantar con recurso verosímiles a quien busca escapar de la monotonía de la realidad.